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Una vorágine de recuerdos

Juan Gabriel VásquezLas reputaciones. Bogotá: Alfaguara, 2013, 139 pp.

Si hay algo que puede decirse con certeza de Las reputaciones, la más reciente novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), es que no tiene un tema definido. La historia, aparentemente centrada en Javier Mallarino, un caricaturista que, luego de dedicarse durante más de veinte años a su oficio, es homenajeado por los altos funcionarios de la cultura colombiana, sirve de excusa para abordar temas como la memoria, el pasado, el reconocimiento, el trabajo periodístico, la rigurosidad histórica, la ética, el poder y, desde luego, aquello que da título a la obra, el inestable terreno en el que se cimienta el edificio de la reputación.

El rimbombante y elaborado homenaje que le ofrecen a Mallarino permite que se despierten borrosos recuerdos en la memoria de Samanta Leal, una mujer que, años atrás, fue amiga de la hija del protagonista. A partir de allí, entre Samanta y el caricaturista llevarán a cabo una travesía por los inesperados campos de la memoria. A partir de este momento, el pasado se hará presente y desestabilizará cualquier certeza adquirida en el curso de los últimos treinta años.

Con Las reputaciones, el autor colombiano, nuevamente, abre un espacio para discurrir sobre los desencadenantes de la memoria, sobre las distorsiones, los ruidos o los olvidos que habitan y configuran los recuerdos. ¿Qué es lo que recordamos?, ¿cómo lo recordamos? o ¿por qué recordamos unas cosas sí y otras no?, son algunas de las interrogantes que se entretejen en las obras de Juan Gabriel Vásquez. Recordar es uno de los ejes en torno al que gira la trama de esta novela. «En mi memoria hasta se apagó la música, pero eso es imposible, que la música se haya apagado automáticamente en ese momento preciso, y sin embargo yo lo recuerdo así: se apagó la música. La memoria hace esas cosas, ¿verdad?, la memoria apaga músicas y pone lunares y cambia de sitios las casas de los amigos» (p. 81), dice el protagonista en tono apesadumbrado. En la obra, las dudas que se ciernen sobre la modificación de la memoria o la instauración de recuerdos facilitan toda suerte de reflexiones en torno a la posibilidad de construir, influir o intervenir en la elaboración de la memoria y los recuerdos de otros. Es también la posibilidad de que la memoria corrija el presente. No deja de ser curioso que esta novela parezca premonitoria de los más recientes estudios presentados por los científicos del Centro de Genética de Circuitos Neurales RIKEN-MIT, en Estados Unidos, que hace unos días daban a conocer su éxito al conseguir implantar recuerdos falsos en ratones y que permitiría, según los investigadores, entender cómo es que los seres humanos podemos recordar.

Pero la obra de Vásquez es mucho más que una travesía a través de los terrenos de la memoria. Intenta también exponer la importancia de los medios —impresos, en este caso— en la construcción de la opinión política y social en un país. No en vano lo primero que se lee en ella es una descripción del momento en el que Mallarino cree ver a uno de los más importantes caricaturistas políticos de Colombia en el siglo xx, Ricardo Rendón. Más adelante, la escena dará pie a una significativa comparación, la trascendencia e importancia que ha logrado obtener el trabajo de Mallarino con las que, a comienzos de siglo, llegó a tener la obra del desaparecido Rendón: «sus caricaturas políticas lo habían convertido en lo que era Rendón al comenzar la década de los treinta: una autoridad moral para la mitad del país, el enemigo número uno para la otra mitad, y para todos un hombre capaz de causar la revocación de una ley, transformar el fallo de un magistrado, tumbar un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china» (16).

Del mismo modo, el papel del periodismo, llamado desde el siglo xix el cuarto poder, es fundamental en la trama de esta novela. Indirectamente, Juan Gabriel Vásquez advierte que el periodismo contribuye a generar diferentes valores e ideas dentro de la sociedad. Lo que ocurre dentro de la sociedad colombiana ficcionalizada bien puede suceder y sucede en cualquier otro país. Los columnistas, los caricaturistas y los periodistas en general, desde hace más de dos siglos han sido fundamentales para la generación de opinión y la construcción de las memorias sociales y aun nacionales. De alguna manera, eso ha producido que esa memoria social sea una memoria implantada. La memoria social es la memoria de quien tiene el poder y las posibilidades no solo de generarla, sino de instaurarla o incluso de imponerla. Javier Mallarino, pero también el periodista para quien trabaja, es el retrato de muchos hombres y mujeres que, a diario, a través de sus dibujos o columnas, son generadores del pasado, de los recuerdos, de lo que se entiende y acepta como bueno y, también, de lo que los lectores leen y asimilan como malo. La memoria y el pasado son elaborados como un dibujo, alguien traza las líneas, alguien adorna, alguien llena de detalles la imagen, alguien crea frases, alguien reproduce sonidos con los que más adelante se pensará y se enseñará el pasado.

Un lector desprevenido pensaría que elegir a un caricaturista para hablar sobre el poder, la ética y la generación de opinión, resulta, comparativamente, menos «peligroso» que elegir a un columnista. Los «monos» parecen causar menos incomodidad que las largas columnas de opinión de los diarios. Es como si el autor convidara a sus lectores a recordar el refrán popular de que «una imagen vale más que mil palabras», y la importancia que ésta tiene en un mundo saturado a diario por las imágenes, un mundo que, sin discusión alguna, se ha vuelto cada vez más visual. Sin embargo, esto no deja de ser otro de los juegos que propone Vásquez. Para nadie es un secreto que las palabras también valen y, sobre todo, generan un millar de imágenes. En ese sentido, no es gratuita la relevancia que en la novela tienen los directores de los periódicos para los que trabaja Mallarino. De ellos, particularmente el último, Valencia, sirve de referente para entender cómo los periodistas intentan convencer a los demás de lo que debe ser considerado como «la verdad». Aunque parezca que la historia gira en torno a la vida y los recuerdos de Mallarino, alrededor de su reputación y su prestigio, lo cierto es que lo que le sucede a Javier Mallarino es solo el episodio que involucra las reacciones de distintos tipos de personajes. Los periodistas, los familiares, los desconocidos, todos van tejiendo una red de recuerdos bordada con el delicado y frágil hilo de «la verdad».

En esta novela Colombia es otra vez una selva. El peligroso lugar en el que habitan toda clase de fieras dispuestas a devorar a los ingenuos, a los incautos, «país  amnésico y obsesionado con el presente, este país narcisista donde ni siquiera los muertos son capaces de enterrar a sus muertos. El olvido era lo único democrático en Colombia: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, a los asesinos y a los héroes, como la nieve en el cuento de Joyce, cayendo sobre todos por igual» (114). Colombia como un lugar en el que los días desapacibles dejan caer la lluvia sobre una realidad frágil e imprecisa. Un país en el que solo se es alguien el día en el que se recibe una amenaza de muerte. Es, otra vez, una manifiesta preocupación por un país en el que se trabaja para borrar, para olvidar, para dejar atrás y para que, al final, la selva sea camuflada con el uniforme del idílico paraíso crítico, sensible e intelectual en el que todos desearían vivir.

Uno de los grandes momentos de Las reputaciones es la teatral descripción del homenaje que le ofrecen a Mallarino y que resulta deliciosa de leer. La evocación del mítico caricaturista Rendón, y la aparición determinante del embolador como termómetro del reconocimiento social, como forma de tener una imagen y un espacio en la historia de un pueblo y de lo que, finalmente, se puede entender como una reputación, son otros dos de los hermosísimos aciertos de la obra. Asimismo, es interesante el dramatismo casi teatral que se desprende de las 139 páginas, y que permite recordar el momento definitivo en el que, en la tragedia clásica, el héroe es consciente de sus actos y se da cuenta de que ha caído en desgracia. También es importante mencionar la magnífica prosa de la novela y los acertados diálogos. No obstante, hay algunos lugares en los que el relato decae y genera en el lector un malestar casi inexplicable. Una absurda e innecesaria escena sexual en un automóvil que parecería no tener mucho sentido, los cabos sueltos en algunos puntos cruciales de la historia —como la desaparición de un padre—, una importante y casi caricaturesca carta de renuncia del protagonista a su empleo, así como la relación de Mallarino con su hija, son algunos de ellos. El final, aunque sugerente, da la sensación de no estar del todo bien resuelto, pues parece un poco apresurado o trunco y lleva a que en el lector se geste una sensación de incomodidad. Se entiende que el autor ha querido dejar al lector las últimas responsabilidades de la interpretación, pero el lector, por su parte, también deseará esgrimir su derecho a conocer el punto de vista del autor.

Acerca del autor

Alexandra Saavedra Galindo

Doctora en Letras por la unam, maestra en Estudios Latinoamericanos (área de Literatura), por la misma institución, y licenciada en Lingüística y Literatura con énfasis en Investigación…

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