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Narrar una fotografía, imagen y palabra en relatos latinoamericanos

Los vínculos entre fotografía y palabra pueden rastrearse hasta los orígenes mismos del invento que logró fijar la imagen proyectada por la camera obscura; refiere Irene Artigas que en 1816 Nicéphore Niépce envió a su hermano Claude seis imágenes tomadas ese año, acompañadas de un breve texto en el que además de explicar algunos aspectos técnicos empleados en las fotografías, describe los elementos borrosos que aparecen en las imágenes. “Niépce acude a las palabras […] para remediar la incapacidad de su cámara para tomar fotografías claras”1. Quizá la descripción adjunta a las fotografías no sólo cumpla con “representar” lo que no puede percibirse al ver las imágenes, funciona también como una suerte de instructivo que guía la mirada del observador que se enfrenta por vez primera a una fotografía: ninguno de nosotros conocerá el desconcierto que sintió Claude al enfrentar el extraño regalo enviado por su hermano.

El estudio de las relaciones entre imagen y palabra, ambas formas de representación, parte de problematizar la verbalización de lo visual y de la estructuración visual de constructos verbales. En este trabajo abordaré tres relatos que recrean verbalmente imágenes fotográficas para integrarlas al flujo de las acciones que constituyen la historia, centrándome en la manera en que los elementos formales se organizan para crear una instantánea verbal plenamente narrativa. Onetti, Cortázar y Herbert, entre muchos otros, crean relatos en torno a imágenes fotográficas, ya sea que éstas constituyan el punto de origen de la historia o uno de sus elementos principales.

La descripción-narración de una fotografía entra dentro del campo de la ecfrasis, entendida de manera general como “la representación verbal de un objeto plástico” o la “representación verbal de una representación visual”; en la ecfrasis no hay una distinción entre la descripción de una imagen pictórica y una fotográfica, debido en gran medida a que en la teoría se han desarrollado con mayor amplitud las relaciones literatura-pintura y literatura-escultura, haciendo extensivos sus postulados a la fotografía que “aparece” en una obra literaria. En la teoría ecfrástica la descripción de un objeto no es en sí misma una copia del objeto, sino una representación del mismo empleando materiales verbales.

La ecfrasis puede remitir tanto a objetos plásticos existentes como a ficticios; de esta manera, y siguiendo a Luz Aurora Pimentel, es posible esbozar una clasificación de los distintos tipos de ecfrasis: el primero de ellos es la ecfrasis referencial, en la cual el objeto plástico tiene una existencia independiente a su puesta en escena verbal; el segundo es la ecfrasis nocional, en la que el objeto representado no existe más allá del lenguaje; finalmente, en la ecfrasis referencial genérica se remite a un objeto plástico inexistente, pero retomando los elementos propios de un artista o estilo, es decir, la descripción ecfrástica recrea una obra ficticia de acuerdo con ciertas obras reales2.

Tomando en cuenta las particularidades de la ecfrasis referencial genérica, cuando se trata de la descripción de fotografías se puede remitir a la obra particular de algún fotógrafo, aunque también puede apelarse a los elementos comunes de los géneros fotográficos más frecuentes en la vida cotidiana, tales como retratos, fotografías familiares, de animales, etcétera. Evidentemente dichos elementos no son estructuras inmutables, sino constantes variables que aparecen de distintas maneras y que configuran un cierto horizonte de lo que se espera en determinadas fotografías.

Uno de los rasgos que me interesa resaltar de la ecfrasis es su potencial narrativo, Riffaterre señala “una tendencia en la ecfrasis a sustituir el análisis de cualquier pintura por el relato de lo que antecede o de lo que sigue al acontecimiento o la situación que ella está representando”3, en este sentido, la ecfrasis describe y narra una representación visual, con lo cual la clásica distinción de Genette entre narración y descripción, y la subordinación de esta última a la primera, llega a sus límites, pues en la ecfrasis la reconfiguración verbal del objeto ocurre tanto en la sucesión de las palabras como en el transcurrir del tiempo representado. Quizá en esta proclividad de la ecfrasis a tornarse relato está el germen de lo que Roberto Cruz llama la “narración ecfrástica”, cuya historia se centra en la “construcción verbal” de una o varias imágenes4.

El primero de los relatos que me interesa abordar desde la perspectiva de la ecfrasis es “El infierno tan temido” (1957) de Juan Carlos Onetti. El protagonista de la historia es Risso, un periodista de Santa María que tiene una hija, quien después de algún tiempo de divorciarse de Gracia César, su segunda esposa, empieza a recibir fotografías desde diversos países de Sudamérica. El primer sobre “le llegó al diario entre la medianoche y el cierre”:

Traía una foto, tamaño postal; era uno foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como el relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.5

La ecfrasis de esta imagen comienza con los elementos materiales de la fotografía, el tamaño y el color, para pasar a los rasgos de la imagen en sí misma y al efecto que tienen sobre Risso. Al igual que el protagonista, no terminamos de comprender qué aparece en la imagen y sólo al relacionarla con las fotografías que llegan después comprendemos que la cara angustiada rodeada de sudor corresponde a la de Gracia César. En la segunda fotografía que Risso destruye sin ver, la mujer está acompañada de “un hombre visiblemente distinto” y hasta este momento se aclara que las imágenes son elaboradas composiciones sexuales en las que Gracia se entrega a otros hombres.

De la descripción de las fotografías el narrador pasa a la narración de los preparativos para tomarlas; las primeras imágenes son reconstrucciones de situaciones vividas con Risso, pero frente al no saber si él las recibe, Gracia Cesar crea imágenes que nada tienen que ver con ellos:

Consideró necesario dejarse resbalar de espalda e introducirse en la fotografía, hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María.

El resto de “las sátiras del amor” ya no son enviadas directamente a Risso, pareciera que Gracia intuye que él ha dejado de mirarlas y por eso opta por mandar las imágenes a otras secciones del periódico pidiendo que sean donadas a “la colección Risso”. El cerco tendido por Gracia se estrecha paulatinamente, una fotografía más llega a la casa de la abuela de su hija, hasta que “la maldita arrastrada mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas […] segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable”.

La sucesión de fotografías en “El infierno tan temido” alterna con la narración del pasado y el presente de Risso y Gracia César, la vida que tenían antes de conocerse, los momentos que compartieron y sus acciones en torno a las imágenes que la mujer envía. En este caso no puede suponerse la existencia de un género fotográfico con el cual relacionar las fotos que Gracia César compone con paciencia y odio infinitos, de hecho la ecfrasis de cada una de ellas pasa por los elementos visibles de forma rápida para detenerse en las reacciones que las imágenes causan en los pocos espectadores que las miran. Las fotografías en este cuento no sólo son imágenes monstruosas, también fungen como un código secreto, un puente de destrucción entre el mutuo desconocimiento de quienes fueran esposos.

El segundo cuento que abordaré es “Apocalipsis de Solentiname”6 de Julio Cortázar; esta narración es claramente un relato autoficcional en el que lo único que se escatima es el nombre del propio autor, además hay ciertos elementos que lo orientan al terreno de lo fantástico. El protagonista del cuento, un escritor y traductor argentino que vive en París, viaja a Costa Rica para encontrarse con varios amigos  que lo llevarán a Nicaragua y de ahí a Solentiname. Antes de partir se toman fotos “con una cámara de esas que dejan salir ahí nomás un papelito celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes paulatinas”, el asombro que le causa el invento hace que le pregunte a sus amigos que pasaría “si alguna vez después de una foto de familia el papelito celeste de la nada empezara a llenarse con Napoleón a caballo”. Esta pregunta aparentemente inocente cifra lo que vendrá después, la posibilidad de que la imagen muestre el oscuro reverso de la dicha.

En la comunidad a la que lo llevan, el protagonista encuentra un conjunto de pinturas hechas por los campesinos del lugar, poco antes de volver a Costa Rica, decide fotografiar cada uno de los cuadros para proyectarlos en su casa. Tiempo después y ya en Paris, el protagonista se dispone a mirar las imágenes de su viaje, empezando por las pinturas que tanto le gustaron. Las primeras fotografías son de una misa, y son “más bien malas por errores de exposición”, continúa pasando las diapositivas por el proyector hasta que:

[…] miré sin comprender, yo había apretado el botón y el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo, una cara ancha y lisa como llena de incrédula sorpresa mientras su cuerpo se vencía hacia adelante, el agujero nítido en la frente, la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y árboles.

El retrato de un asesinato es lo que tiene ante sus ojos, los elementos que componen la imagen aparecen congelados y expresivos en la luz proyectada sobre una pantalla. En las siguientes fotografías hay un salitral con “cuerpos tendidos boca arriba”, “cuatro tipos apuntando a la vereda donde alguien corría”, “la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo”. Asqueado y triste, el posible Cortázar de este cuento huye al baño y deja que Claudine, su pareja, mire las fotografías sin saber muy bien por qué lo hace. Al regresar ella está feliz y le pregunta quién pintó “la madre con los dos niños y las vaquitas en el campo”.

Cada personaje ha visto un lado distinto de la realidad captada por la cámara, las fotos de la violencia se asemejan a la nota roja, al foto reportaje de guerra, a las imágenes que en todo lugar se ocultan. En la sucesión de imágenes no se describen elementos materiales (exposición, color, tamaño), pero sí se narra un muestrario del crimen en Latinoamérica; es en la conjunción de la breve descripción y la narración vertiginosa que se da la ecfrasis de la brutalidad militar, la tortura, el terrorismo… El protagonista proyecta un conjunto de instantáneas de la violencia, “documentos de barbarie” que atestiguan el reverso brutal de las pinturas que quiso llevar a París.

El último relato que analizaré se distingue de los dos anteriores porque parte de una fotografía verdadera y la desdobla en 13 variantes ecfrásticas que dan cuenta de cada una de las personas retratadas. En “Una horda de locos”7 de Julián Herbert y León Plascencia Ñol, aparece impresa la imagen de un grupo de internos del manicomio de La Castañeda; la fotografía no ha sido retocada ni intervenida de alguna otra forma, es a través de los breves relatos posteriores que adquirirá sentidos diversos, evidenciando que en la ecfrasis operan principios similares a los de la construcción de la trama: en una primera selección se eligen los elementos que serán representados y después se establece la manera en que aparecerán para construir una narración ecfrástica.

Es pertinente señalar que “Una horda de locos” difícilmente puede definirse como un cuento, pues no existe un hilo narrativo que vincule los trece apartados que aparecen agrupados bajo el título. Cada uno funciona como un relato relativamente autónomo vinculado a los otros a través de la fotografía impresa, punto de partida de las historias que la filtran haciendo visibles sólo algunos elementos. Antes de comenzar la lectura podemos mirar detenidamente la fotografía y aún así cada uno de los apartados nos revelará detalles que pasamos por alto, fragmentos mínimos que reconfiguran la totalidad de la imagen, de tal manera que cada ecfrasis propondrá historias distintas que surgen de los mismos elementos.

La estrategia seguida en cada uno de los apartados es la misma: se elige a uno de los internos de la fotografía y partiendo de algún rasgo que lo distinga (la ropa, la postura, la mirada, etcétera) se elabora una breve narración protagonizada por una variante del propio interno. Por ejemplo, uno de los enfermos mentales de la imagen viste formalmente y lleva una bata, tiene barba y el cabello un poco largo, lo que hace que parezca un pintor o escultor; con base en estos rasgos se convierte en “Antonio Fabrés, a la sazón director de la Academia de San Carlos, aparece representado al extremo izquierdo; le acompañan alumnos y maestros de su preferencia […] el joven sentado en una silla es, al parecer, Diego Rivera”. El “joven sentado” es otro enfermo, moreno y obeso, que si en este relato remite vagamente al muralista mexicano, en el apartado que protagoniza se transforma en el coronel Catalino Cerralvo, retratado en 1914 después de la toma de El Anhelo.

De los trece relatos, cada uno dedicado a un interno distinto, sólo dos están narrados en primera persona; además, el último destaca por ser el más largo y porque en él se habla de la fotografía como si fuera el cuadro Dios y su pandilla de ángeles del “oscuro dibujante suizo” Arlin Vadeker. En este caso, la ecfrasis se vale del registro propio de la crítica de arte para hacer visible a una de las figuras que aparece en segundo plano en la imagen, de tal manera que no es claro si se trata de un médico o un enfermo. La posición que ocupa en la fotografía hace que en la ecfrasis sea descrito como el punto de fuga del cuadro y se transforme en Dios acompañado por doce arcángeles. Se resumen interpretaciones que diversos críticos han hecho sobre el cuadro, también se habla de la influencia del muralismo mexicano sobre el pintor e incluso se aventura la hipótesis de que cada uno de los rostros corresponde a un escritor de la época, como Pound, Eliot o Joyce.

El final de este último apartado remite a la fotografía de la que parten los relatos, el pintor Vadeker le confiesa a una periodista que sus intentos por mirar el paraíso de frente fueron vanos: “Fracasamos: buscábamos la radiografía del corazón del universo y sólo hallamos esta foto de un hospital psiquiátrico inmundo”, foto que hemos mirado transformarse por la acción de las palabras que la devuelven al fluir del tiempo.

En cada uno de los relatos que he tratado se desarrollan vertientes distintas de ecfrasis fotográfica, aunque los tres coinciden en potenciar el carácter narrativo de la imagen descrita para integrarla al entramado de acciones en las que se sustenta el relato. Sin duda aún falta mucho por explorar en este campo, lo importante es no perder de vista que cada vez son más los relatos literarios con un origen rastreable en la imagen captada por una cámara.

Acerca del autor

Armando Octavio Velázquez Soto

Profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor en las áreas de …

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Notas al pie:

  1. Irene Artigas. “De lo borroso: fotografía y alegoría”. Walter Benjamin, dirección múltiple. Ed. Esther Cohen. México: UNAM, 2011. 125.
  2. Vid. Luz Aurora Pimentel. El espacio en la ficción. México: Siglo xxi Editores, 2001. 110-127.
  3. Michael Riffeterre, “La ilusión de la ecfrasis”. Literatura y pintura. Ed. Antonio Monegal. Madrid: ArcoLibros, 2000.166.
  4. Roberto Cruz, “El perro y el pintor”, en https://goo.gl/uXrnnd, consultado el 14 de junio de 2013.
  5. Juan Carlos Onetti, “El infierno tan temido”, Cuentos completos. Madrid: Alfaguara, 2003. 213-226.
  6. Julio Cortázar, “Apocalipsis de Solentiname”. Cuentos completos 2. México: Alfaguara, 2008. 155-160.
  7. Julián Herbert y León Plascencia, “Una horda de locos”. Tratado sobre la infidelidad. México: Conaculta, 2010. 43-50.