No es difícil comprender esta divergencia: mientras Pacheco persistía en la noción de perfeccionamiento estético, heredada del clasicismo de Alfonso Reyes, Monsiváis había abandonado, prácticamente desde sus inicios, la idea de publicar LA OBRA. En ese sentido, no sólo tenían ideologías distintas respecto a la idea de trascendencia, sino que practicaban dos formas del periodismo diferenciadas: si Monsiváis hizo de la crónica el centro de su creación, Pacheco estaba más cerca del periodismo de opinión y lo concebía de manera secundaria, lo que le permitía privilegiar a la poesía sobre esta otra faceta de su escritura. Lo digo de otro modo: mientras Monsiváis estaba instalado en el asfalto y participaba de los acontecimientos de su presente político, Pacheco optaba por descifrar el pasado y prefería mirar la calle desde su ventana.
En todo caso, el hecho de que Inventario no haya tomado la forma de libro, si bien ha preservado esa parte de su obra de cierta canonización, nos arrebató algunos de los volúmenes de crítica cultural más significativos de la intelligentzia mexicana y nos impidió acercarnos a la escritura de Pacheco sin la carga aurática que profesó en el resto de sus escritos. De igual modo, esta carencia hizo perdidizos ciertos eslabones de la historia del periodismo cultural mexicano y las formas innovadoras con que Pacheco lo practicó. Habría que indagar al respecto.
Si algo define a sus colaboraciones semanales es la intención de preservar el carácter propedéutico y la preceptiva pública del periodismo. A la hora de reseñar textos o hablar de algún suceso, Pacheco apuesta por volverse un intermediador entre el conocimiento erudito y el lector común. Se trata de construir panoramas literarios, históricos y culturales que sean accesibles, aportar a la formación del gusto literario, combinar amenidad e información, combatir la ignorancia y el analfabetismo funcional, usar la literatura para problematizar identidad, mundo social y nación. Hay en esta actitud tanto la idea de que la divulgación no puede estar separada de la crítica, como la fe en que la literatura es el resultado de un ejercicio colectivo y no debe desvincularse de la arena pública.
Esta concepción en torno al escritor, tan ajena al campo cultural de nuestros días (conciencia ética y estética aparecen ahora muchas veces desligadas), puede rastrearse en el siglo XIX, pero adquirió rasgos específicos en (y le fue propia a) el grupo en el que se formó Pacheco. Cada uno a su manera, Monsiváis, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Margo Glantz… cobraron conciencia de la necesidad de hacer prevalecer la vocación pública de la literatura, un aprendizaje que retomaron de Reyes y en particular de Fernando Benítez y de José Revueltas. Las circunstancias históricas también fueron propicias para llevar a cabo tal proyecto, en la medida en que tal idea en torno a la literatura sólo pudo adquirir concreción gracias al surgimiento de una serie de publicaciones de carácter liberal que buscaban nuevos canales de expresión en un medio acostumbrado a la censura autoritaria. En un tiempo en que el Estado era el único patrocinador, el gran censor de todo discurso que no correspondiera con las claves cristalizadas del nacionalismo posrevolucionario, puede considerarse en verdad una revuelta cultural, el surgimiento de ciertas publicaciones como México en la Cultura (del diario Novedades), La cultura en México (del semanario Siempre!), la aparición de Proceso o la renovación que vivió La Revista de la Universidad (que en aquel entonces era, vaya nostalgia, un espacio de apertura, frescura y vitalidad). La función de estas publicaciones y de los intelectuales asociados a ellas contribuyó a inventar el periodismo cultural como actividad ajena al Estado.
Si la democratización de los bienes culturales y cierto liberalismo político resultan aspectos generacionales, Pacheco los proyecta a través de una escritura cuya exploración estilística apunta a una concepción dinámica y creativa del lector. En un texto titulado “Conversación entre las ruinas” (mayo de 1978), retrata la incertidumbre y las contradicciones que generan los cambios urbanos en un grupo de vecinos y apunta a una suerte de autogestión cívica del conocimiento:
Artemia: Sí, claro, desde tiempos de la colonia se dice: “Qué bonito va a ser México cuando lo acaben de hacer”.
Critilo: Miren, yo creo que los asuntos públicos son para discutirse públicamente y no en conversaciones personales.
Artemia: Además, ¿por qué no mandó llamar a nadie antes de poner en marcha su plan? Es el mismo sistema de Echeverría. ¿Se imaginan? Yo muy valiente hablando aquí o escribiendo mis textitos: pero comparezco ante el Poderoso y allí me vuelvo una pobre pendeja que dice a todo -¿quién no?- “Sí, señor”, “cómo no, señor”, “perdone usted, señor”, “lo entendía mal, señor”. Y luego, como me escuchó cinco minutos, no necesita ni siquiera comprarme: me tiene para siempre en su bolsillo […]
Andrenio: No sean apasionados ni arbitrarios: hay que esperar el juicio de la Historia.
Artemia: Me vale madre el juicio de la historia: juzgo lo que tengo aquí enfrentito de mis ojos. ¿Quieres más juicio que éste?
Critilo: Bueno no se peleen. Me permiten tomar un libro, antes que tenga que deshacerme de ellos, y leer unos párrafos?
Andrenio: ¿De quién?
Critilo: De Walter Benjamin. Creo que vienen muy al caso.