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La novela policial como literatura social en América Latina

(Texto presentado en el XXI Coloquio de Investigación del CIALC, «Escenarios político culturales de Nuestra América», 10 de noviembre de 2015)

En este texto me propongo abordar uno de los vínculos más perceptibles de la novela policial, literatura de coyuntura, y su entorno social latinoamericano, desde una perspectiva histórica y pragmática, es decir, cómo ha surgido y qué tipos de narrativa policial se han desarrollado en América Latina. Por literatura policial entenderemos, a grandes rasgos y en una definición lo más concisa posible, un género literario narrativo en el cual la estructura está guiada por una investigación que va del no saber al saber: una trama que va de la incógnita al descubrimiento paulatino.

Al menos de forma potencial, la fórmula de la ficción detectivesca puede servir de patrón para cualquier tipo de anécdota; sin embargo, resulta sintomático que ciertos tipos de ficción policial alternen su popularidad en relación con las preocupaciones inmediatas del país o la cultura en que se insertan (por lo que, en el párrafo anterior, me referí a ella como coyuntural). Así, por ejemplo, observamos que las tendencias temáticas varían de una nación a otra, y, en relación con la cantidad de novelas que se producen anualmente, pocas son las obras que consiguen trascender ya no las fronteras de la lengua, sino por lo pronto las fronteras delineadas por la distribución editorial, pese a los grandes emporios comerciales que dominan el mercado del libro actualmente. En consecuencia, salvo pocas excepciones, las obras policiales suelen llevar la impronta de su origen, y bien pueden ser interpretadas como crónicas testimoniales, la mayor parte de las veces con un matiz denunciatorio (de ahí el fuerte vínculo entre el periodismo de nota roja y la non-fiction novel o novela-testimonio en los clásicos In Cold Blood del estadounidense Truman Capote, Operación masacre del argentino Rodolfo Walsh o Los albañiles del mexicano Vicente Leñero), circunstancia que revela, por mencionar un mínimo de casos, que la novela policial cubana de los últimos años se centre en los cambios que sobrevinieron tras la caída del muro de Berlín; en el caso de la narrativa argentina, los años de la Junta Militar y, más recientemente, la crisis económica de 2001; en Perú, los conflictos de la época de Sendero Luminoso; en Europa occidental, la dificultad para lograr una adaptación favorable por parte de los inmigrantes; las operaciones de grupos de ultraderecha, en los países escandinavos; en el México actual, obviamente, el fenómeno de la narcoviolencia.

¿Por qué literatura social?

A diferencia de la novela policial temprana de Francia, Inglaterra y Estados Unidos, donde la sociedad industrializada en general confiaba en la racionalidad y en el positivismo para resolver enigmas, en América Latina la novela policial empezó a formularse como mero pastiche o imitación de modelos clásicos como Arthur Conan Doyle, Émile Gaboriau o, naturalmente, de Edgar Allan Poe, fundador del relato policial según la tradición letrada. La idea de que la novela policial no puede instaurarse en Latinoamérica porque la realidad no corresponde a la manera de impartir la justicia según la ficción de detectives surge de esa premisa —particularmente en países cuya corrupción elevada disuelve la confianza en las autoridades, como en México—.

Se trata, en efecto, de un debate largo que ha sido rebasado (pues no podemos negar que existe la novela policial en México), pero que da pautas para analizar, por contraste, el modelo de literatura policial que se genera en este tipo de regiones, modelo que resulta ser extensivo a los países de Europa del Este, a Italia, a España, a Grecia, a África y a algunas zonas de Asia.

En la tradición de la ficción policial del capitalismo avanzado de Europa, la ideología tiende hacia el conservadurismo, hacia la preservación del statu quo y la defensa de la propiedad privada, como se hace patente en la confección del personaje más emblemático de la literatura policial, Sherlock Holmes: individuo burgués, a favor del imperio británico y victoriano recalcitrante. En la década de los años treinta del siglo pasado, Serguei Einsenstein afirmó que esta narrativa «es la forma más abierta del slogan fundamental de la sociedad burguesa de la propiedad pues toda la historia del policiaco se desarrolla alrededor de la lucha por la propiedad […] A partir de la mitad o de la segunda mitad del siglo XIX, ¿quién se convierte en el protagonista? El investigador, el tutor del patrimonio, el que “pesca” a los canallas que osan atentar contra la propiedad»1. Es aquí cuando Einsenstein, y otros críticos y filósofos interesados en la literatura de masas, detectan la manipulación o influencia que puede existir desde una literatura de tanto arraigo y tanto peso en el imaginario. Tal como un eslogan de mercado, cierto tipo de literatura de entretenimiento y de amplio consumo puede proveer de un modelo ultrasancionador, sobre todo hacia aquellas instancias que no están alineadas con el sistema, y con ello instituir un parámetro ético y moral de la conducta que conviene a quienes ostentan la propiedad privada y los medios de producción. Por eso, efectivamente, la novela policial de ese tipo fue inoperante para la realidad de nuestra región, salvo, como mencioné anteriormente, en aquellos intentos por imitar modelos extranjeros.

Paradójicamente, el tipo de narrativa policial que se naturaliza en América Latina proviene de Estados Unidos. La novela negra, que empieza a circular ya desde finales de la década de los veinte en Norteamérica, justo en los años de la gran depresión económica, sirve como base para la novela policial latinoamericana de índole social. Novelas como Cosecha roja y El halcón maltés, publicadas en pulps, fueron escritas por quien es considerado el padre de la novela negra o hardboiled, Dashiell Hammett, miembro del partido comunista estadounidense y encarcelado por meses durante la caza de brujas implementada por Joseph McCarthy. Influencias como la de Hammett y Raymond Chandler, su sucesor norteamericano, se perciben claramente en la novela El complot mongol del mexicano Rafael Bernal, publicada en 1969. Se trata de una novela similar a las de espionaje, de un thriller político de escala internacional que pone a la Ciudad de México en el centro de atención mundial en un momento de tensión entre los Estados Unidos, la URSS y China. En El complot mongol se intenta detener el supuesto plan de asesinato del presidente de Estados Unidos a manos de una célula maoísta afincada en el barrio chino del Distrito Federal; dicho plan se ve desplazado en la intriga cuando los servicios de inteligencia mexicana, la CIA y la KGB son puestas en alerta de una nueva estrategia de los chinos: en realidad pretenden invadir Cuba para quitar la influencia soviética de la isla y hacerse de ella. Finalmente, ambas conjeturas son falsas, pues el verdadero complot está en algunos de los mandos principales del ejército mexicano, quienes aprovecharían la confusión y, en un acto público, asesinarían al presidente de México. Obviamente, ninguna de las tramas se cumple. El personaje principal, Filiberto García, además de tener las características del estereotipo del detective norteamericano (es decir, se trata de un detective duro, alcohólico y soltero), es algo parecido a una especie endémica de la sociedad mexicana: un sicario a las órdenes de políticos, que fue un niño de la bola durante la Revolución Mexicana, y que está más o menos convencido del régimen posrrevolucionario para el cual trabaja como mercenario; sin embargo tras el anunciado y falaz milagro mexicano, Filiberto García se da cuenta de que no encaja en esa modernidad, de que, a los ojos de esa sociedad moderna, es un ciudadano desechable. En Chandler y Hammett, precursores de Bernal, existe una crítica a la estructura del poder local, no de la estructura de poder nacional, como sí lo hay en El complot mongol.

En la década de los setenta, con el precedente de Bernal, la literatura policial se decanta por una estética de la violencia y un programa político denunciatorio en prácticamente toda América Latina. Surge lo que fue llamado por los escritores de este género (entre difusores, críticos, defensores, que finalmente eran los mismos que cultivaban esta narrativa) el neopolicial, término popularizado por Paco Ignacio Taibo II en España y América Latina. Por razones del contexto latinoamericano de la época, con frecuentes golpes de estado, exilios masivos y dictaduras militares, la novela negra de estos países fungió como un vehículo de denuncia de la llamada violencia de estado, y de la violencia en general. A manera de ejemplos concretos, mencionaré a continuación a algunos de los autores más conocidos.

En México, el ya referido Paco Ignacio Taibo II, quien es sin duda el primero en conseguir un ciclo narrativo sólido en ventas con su serie sobre el detective independiente Héctor Belascoarán Shayne, que hasta la fecha consta de diez novelas con el mismo protagonista y varias películas filmadas sobre el personaje; Rafael Ramírez Heredia, quien incursiona en el género con la novela Trampa de metal y, pese a sus carencias estéticas, consigue darle un tono marcadamente mexicano a la literatura policial; Jorge Ibargüengoitia, con su novela Las muertas, establece el vínculo de la novela policial con el periodismo, y, en comparación con Heredia y Taibo, eleva la calidad de la prosa y de la narración, como haría en Argentina el escritor Rodolfo Walsh con Operación masacre, libro que, junto con su militancia y activismo político, le costó ser una de las víctimas desaparecidas por la Junta Militar.

A propósito de los literatos argentinos, podemos mencionar a escritores en el exilio, como Mempo Giardinelli y su Luna caliente, así como a los miembros del grupo denominado argenmex Miriam Laurini y Rolo Diez; Juan José Saer con La pesquisa, Néstor Ponce con La bestia de las diagonales y Osvaldo Soriano con Triste, solitario y final, los tres exiliados en Francia, completarían esta brevísima panorámica de escritores de novela policial argentina con matices denunciatorios.

En Brasil destaca, sin duda, Rubem Fonseca, creador del abogado detective Mandrake, y autor de Agosto, importante novela histórico-policial sobre el tenso clima político de 1954 que termina con el suicidio del presidente Gétulio Vargas. En Chile, que tiene una cierta tradición reciente en la literatura policial de denuncia, sobresalen, a finales de los ochenta, Roberto Ampuero y Ramón Diaz Eterovic.

¿Por qué se toma el modelo policial para abordar estas problemáticas?

En primer lugar, durante el siglo XX, la ficción policial fue una narrativa que se extendió no sólo en la literatura, sino también en radionovelas (las aventuras de Peter Perez, detective de Peralvillo, son emitidas en la radio mexicana con el popular actor de comedia Clavillazo) y, sobre todo, en la cinematografía, de donde viene el principal catálogo de clichés instalados en el imaginario colectivo: ya Orson Welles había filmado su policial fronteriza entre México y Estados Unidos, Touch of Evil; Luis Buñuel trasladado Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, a la cinematografía; el también español Juan Orol, tanto en Cuba como en México, había incursionado en el cine noir muy a su estilo, particularmente con el clásico Gángsters contra charros; Ripstein, en los setenta, filmaba Cadena perpetua y, por último, Jorge Fons llevaba a la pantalla su versión de Los albañiles. Por otra parte, el régimen de censura es más limitado en cuanto a la producción literaria que contra el periodismo o el cine. Asimismo, existe una cierta censura que no viene del poder político sino del poder cultural (la alta cultura, la academia literaria), que margina esta literatura de los estudios y de la vida cultural, lo cual provoca que los escritores se vuelvan hacia un ejercicio de la literatura menos canónico, más de militancia, imponiendo estos proyectos denunciatorios y casi pedagógicos a la calidad de los textos. En efecto, las limitaciones estéticas suelen ser pronunciadas, pero se gana en didactismo: esta literatura es leída por ciertas capas sociales medianamente ilustradas, un poco a manera de una didáctica popular.

El caso de Cuba

Dejé fuera del breve listado anterior un caso particular, distinto a la inercia que existía en otros países de Latinoamérica. En el campo literario cubano, luego del triunfo de la Revolución en 1959, se manifestó un fuerte interés por el policial; sin embargo, ante el lugar de privilegio que gozaba la ideología por encima del trabajo artístico, hubo que modificar ciertas pautas del género y, como por decreto, fundar uno nuevo (o por lo menos uno que se apegara al paradigma sociopolítico instaurado): el policial revolucionario o la verdadera novela policial. Luis Rogelio Nogueras y Guillermo Rodríguez Rivera, en su texto «¿La verdadera novela policial?», elaboran una suerte de manifiesto prescriptivo de aquellas obras que aspiren a ser incluidas en dicha parcela y, sobre todo, diferencian este nuevo canon de las «decadentes» novelas negras:

En primer lugar, el delincuente se enfrenta […] al estado revolucionario, al pueblo en el poder. En segundo lugar, el investigador no es un aficionado, sino un verdadero policía, que representa a ese mismo pueblo. En tercer lugar, y como lógica consecuencia de lo anterior, ese investigador recibe la colaboración de las organizaciones populares de la Revolución, especialmente de los cdr [Comités de Defensa de la Revolución]. Y en cuarto lugar, no se trata en puridad de un investigador (aunque exista el investigador-jefe como figura central), sino de un equipo, que realiza su trabajo de manera coordinada y científica2.

En la parte formal de esta narrativa no hay, pues, un detective individual, y mucho menos un detective privado (imposible en el imaginario socialista cubano de aquellos años), sino un grupo de trabajo que somete a los desestabilizadores sociales. Los cuerpos policiacos conforman una perspectiva ética afín a los ideales de la Revolución, mientras que su contraparte, el delincuente, es el resabio de las conductas antisociales, de épocas prerrevolucionarias, y no atenta en contra de la propiedad privada en vías de erradicación, sino en contra del progreso del socialismo en el país; no se trata de un delincuente común, sino de un delincuente contrarrevolucionario. Salvo esta particularidad, el resto de las reglas se apegan estrictamente a la más ortodoxa de las tradiciones del relato policial clásico.

La promoción de los valores del «Hombre nuevo» guevariano a través de la verdadera novela policial correría a cargo de la Dirección Política del Ministerio del Interior, que, en 1972, convocó al primer premio de novela policial «Concurso Aniversario del Triunfo de la Revolución». El propósito didáctico de las ficciones policiales quedó instituido por dicho certamen y por la crítica literaria oficialista. Así lo corrobora Luisa Campuzano en su texto «La literatura policial»:

Que la novela criminal con todas sus variantes sea un producto netamente burgués […] no significa que no exista para ella un lugar en la sociedad socialista, con un enfoque y una finalidad nuevos […]. El criminal no será el primer motor que desencadena una historia gratuitamente enigmática, sino un miembro descarriado de la sociedad, un enemigo de ella 3.

El deterioro en la calidad de las ficciones policiales se hizo obvio cuando la palabra teque empezó a ser un calificativo frecuente para describir las narraciones del género. Según el Diccionario de la Real Academia Española, teque es un coloquialismo cubano que significa ‘conversación larga y tediosa que persigue convencer a alguien para que tome una acción determinadaʼ. En el ámbito que nos ocupa, teque refiere al conjunto de estrategias mediante las cuales la narración intenta solucionar los misterios planteados dentro de las reglas del policial revolucionario sin tomar en cuenta la lógica ficcional; textos en los que, como afirma José Fernández Pequeño,

campean las fábulas forzadas y repletas de casualidades; la aparición de personajes prefabricados […]; el hastío de un mundo presentado que se repite novela tras novela con muy tímidas variantes; la recurrencia de un lenguaje desconocedor muchas veces no ya de la creatividad literaria, sino incluso de las más simples construcciones sintácticas4.

Por razones de espacio, hasta aquí me detengo con el caso de la novela policial revolucionaria surgida en Cuba, a la cual, tras todo ese desgaste referido, sigue una renovación tras la caída del bloque soviético y la implementación del Periodo Especial, renovación que comienza con las obras de Leonardo Padura, quien actualmente es, quizá, el autor de novelas policiales latinoamericano de mayor renombre internacional.

¿Hay actualmente literatura de masas en América Latina como lo hay en Francia, Estados Unidos o Inglaterra?

Por literatura de masas entendemos una serie de géneros narrativos formulaicos consumidos por el gran público, generalmente con fines de entretenimiento, con amplia distribución y a precios accesibles. Para considerar que existe una literatura de masas en una sociedad es necesario que la lectura sea una actividad constante, reiterada. Desafortunadamente, al menos en México, la lectura no entra en este rubro, por lo tanto ni la literatura policial ni cualquier otro género literario entraría en ese ámbito. Hay, en efecto, publicaciones y géneros narrativos masivos no literarios, como el melodrama televisivo, la prensa de nota roja o el periodismo sensacionalista de espectáculos; sin embargo, dado que no consideramos a dichos medios como literarios, me parece inviable hablar de literatura de masas en la mayoría de los países de Latinoamérica.

No obstante, utilizando esta distinción, es posible hablar de dos vertientes de la novela policial en América Latina, una de temática erudita y otra de índole más popular. La diferenciación entre ambas (no una frontera precisa) radica en la intencionalidad del discurso. En este texto me he centrado en una forma del policial bastante reconocible, de un género duro, por llamarle de alguna manera, que tiende a hacer explícita su filiación a la normatividad estructural de la narrativa policial: la novela policial popular, no por su forma de distribución, evidentemente, sino por sus motivaciones antisistémicas. Por otro lado, existe una narrativa policial de aspiraciones más literarias, una vertiente que incluso ha sido aceptada sin vacilación en los estudios de la academia (a diferencia de la otra), a la cual podemos llamar erudita, que recurre más al terreno de la metaficcionalidad, de la intertextualidad y de la parodia a los esquemas del género para construir sus tramas. Además del obvio ejemplo de Jorge Luis Borges, referente para este tipo de narración policial no sólo en América Latina sino en muchas otras literaturas, está Ricardo Piglia, gran conocedor del género, y autor de novelas y relatos que conjugan erudición y trama detectivesca llevados por su personaje Emilio Renzi; Jorge Volpi, que con En busca de Klingsor llevó la intriga policial al mundo de la ciencia, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial; Leonardo Padura, que con El hombre que amaba a los perros, pone a La Habana como uno de los centros de la política internacional del siglo xx, y con La novela de mi vida reconstruye el origen de la historia literaria cubana y de los numerosos exilios intelectuales de Cuba, o Roberto Bolaño, quien opta por personajes excéntricos que, en distintos contextos, intentan resolver enigmas vinculados con manuscritos o escritores perdidos.

Así pues, la historia literaria de la novela policial ha estado y seguirá estando relacionada con la problemática social en América Latina, desde aquella que tiene como objetivo denunciar abiertamente la injusticia hasta aquella que se decanta por la reflexión metaliteraria, a veces con tintes más políticos, a veces más encerrada en su propia ficcionalidad, y casi siempre con un ánimo subversivo frente al poder y frente al orden canónico literario. Para terminar, retomo la sentencia de Ernest Mandel a propósito del tema que ha ocupado estas líneas, de su libro Crimen delicioso: «La historia de la literatura policiaca es una historia social, ya que aparece entrelazada con la historia de la propia sociedad moderna. Si se preguntara por qué se refleja en la historia de un género literario en particular, la respuesta sería: porque la historia de la sociedad moderna es, asimismo, la de la propiedad y de la negación de la propiedad, es decir, la del crimen» 5.

Acerca del autor

Investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Traductor literario. Secretario de redacción de la revista Literatura Mexicana. Co-coordinador del volumen…

 

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Notas al pie:

  1. S.M. Eisenstein, «El género policiaco», en Román Gubern, La novela criminal, Barcelona, Tusquets, 1970, p. 29.
  2. Nogueras, Luis Rogelio, y Rodríguez Rivera, Guillermo, «¿La verdadera novela policial?», en Luis Rogelio Nogueras (selección), Por la novela policial, La Habana, Editorial Arte y Cultura, 1982.
  3.  Campuzano, Luisa, «La novela policial», en Luis Rogelio Nogueras (selección): Por la novela policial. La Habana, Editorial Arte y Cultura, 1982, pp. 125-126.
  4.  Fernández Pequeño, José M., Cuba: la narrativa policial entre el querer y el poder (1973-1988), Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1994, p. 22.
  5. Ernest Mandel, Crimen delicioso (trad. Pura López Colomé), UNAM, México, 1984, p. 174.