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Pensar la forma (o la creación como crítica)

“escribir es incursionar en la lengua como error,
hacer de ese error una poética, y de esa poética una política”
Juan Martini

I.

Roland Barthes sostenía la utopía escritural de hacer de la crítica un ámbito creativo. De algún modo volvió tal fantasía realidad: Fragmentos de un discurso amoroso, para poner un ejemplo muy conocido, logró borrar las fronteras entre ejercicio crítico y creación literaria, de modo que la identidad entre ambos ámbitos parecía un edén alcanzable. En México se suele apelar a este carácter estético de la crítica como un modo de reivindicarla, otorgándole el prestigio del cual carece. De ahí que el ensayo aparezca como el género válido para ejercerla y la jerga académica como el demonio a vencer. Ya en varios textos Ignacio Sánchez Prado ha desmontado cómo tales concepciones privilegian el estilo sobre las ideas, son un factor importante en el bajo nivel de las polémicas intelectuales, acotan la noción de crítica a una sola de sus manifestaciones y fomentan la ignorancia generalizada en torno al pensamiento que se produce sobre la literatura en el país. No es que sea imposible existan o puedan escribirse textos críticos con carácter estético, pero suponer que las funciones de la crítica deban proyectarse necesariamente en términos artísticos constituye una postura reduccionista y suele resultar contraproducente: en lugar de reivindicar en sentido amplio el ejercicio crítico, lo vislumbra desde los prejuicios anti-intelectuales de la sociedad mexicana (¡vaya paradoja!), sin arrojar luz sobre los nexos profundos entre pensamiento y creación, entre teoría y escritura literaria.

II.

El fenómeno tiene su contratara: “la escritura literaria no debiera ser un ámbito contaminado por la teoría o la crítica”, le he escuchado decir a más de un escritor mexicano. ¿Estarían de acuerdo con tal profilaxis textual escritores como Brecht, Saer o Coetzee? Probablemente contestarían lo contrario: la creación literaria que no se alimenta de alguna conversación intelectual está condenada a la extenuación y al fracaso. Para la gran literatura, el contagio que ejercen ideas, perspectivas filosóficas o polémicas teóricas no es el síntoma de un padecimiento, sino un signo de vitalidad. ¿Pudo Joyce gestar el Finnegans Wake sin haber leído los Principios de ciencia nueva de Giambattista Vico?, ¿el monólogo interior que practicaron Proust o Woolf habría brotado con tal vigor sin las teorías en torno al inconsciente que propagó Freud o sin la noción de temporalidad que nació de la mente de Bergson?, ¿Paradiso habría sido lo que es sin la fecunda lectura de filosofía gnóstica, culteranismo e idealismo platónico que llevó a cabo Lezama –o para ponerlo de manera más concreta, si éste no hubiese sido investigador del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de La Habana? En la literatura valiosa, la creación no está peleada con la crítica o la teoría. Por el contrario, siempre se han dado la mano, dependen una de la otra. Suponer que “crear” es alejarse de la “reflexión” es apostar al mutismo intelectual, justo lo que los grandes creadores nunca han hecho.

III.

A pesar de la fertilidad creativa que genera la crítica, en México la idea de rechazar el diálogo intelectual es generalizada y se proyecta de modo incluso institucional. Hace no mucho formé parte del jurado de un premio nacional de ensayo convocado por Conaculta. Me llamó la atención que los otros miembros desdeñaran textos valiosos y muy bien escritos por el hecho de volver más explícita la conceptualización de sus argumentos, de modo que resultaban vetados y satanizados bajo el signo de lo académico. Desde su perspectiva, ni Benjamin ni Foucault merecerían un premio de ensayo. Este tipo de prejuicios aparecen, incluso, en ámbitos universitarios. En la licenciatura de escritura creativa en la que imparto clases se reproducen ideas similares entre docentes y estudiantes: que las materias históricas son inútiles, que el curso de semántica no debería abrirse, que es necesario dejar de teorizar y ponerse a escribir… Como si “tallerear” textos fuese el único medio para crear, o como si este tipo de práctica gestara, necesariamente, literatura valiosa. Detrás de este equívoco se encuentra el rechazo de lo que puede aportar la crítica, pero también la oposición rancia entre razón y emoción, intelecto y espíritu. El novelista galo François Mauriac escribió que “un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón por la cual un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre”. Quizá por ello Julia Kristeva dijo respecto a las letras francesas que “están demasiado habituadas al lenguaje bello y tienen temor del razonamiento”. Algo parecido puede argumentarse frente al campo cultural mexicano: sostener que creación y crítica (literatura y mundo académico, arte y teoría) se excluyen, supone pensar lo literario como un espacio que corresponde sólo al ámbito de lo imaginativo, lo sensible y lo intuitivo, y cercenarlo de los muchos otros impulsos y funciones que lo habitan. Hay que decirlo con claridad: la resistencia a la crítica es una resistencia a la lectura, o para ser más exactos, a ciertos modos de leer y de escribir.

IV.

Si los libros son puertas hacia el placer y la felicidad (Borges dixit), también son modos del conocimiento, formas de la reflexión y del actuar. La idea de que la abstracción o la teorización sobre lo literario es un peligro en la medida en que intoxica los textos o desmantela el encanto que éstos generan, es propia de campos culturales conservadores. Esta resistencia a la teoría apela implícitamente a cierto purismo estético basado en la centralidad de lo literario (al interior del ámbito público) y en su autonomía inquebrantable –ideas que son, en la actualidad, imposibles de sostener con seriedad. Nuestro campo cultural creció al amparo de una serie de concepciones románticas en torno a la obra y al autor que operan a pesar de que su fecha de caducidad está en el pasado. Enumero, sin orden, las más relevantes: la creación artística como invención de mundos inexistentes (y no como representación de realidades simbolizadas y de los imaginarios que las acompañan); la lectura como experiencia relacionada con el divertimento y la fuga (y no vinculada a funciones sociales y políticas más amplias, como la discusión del mundo); la fetichización del autor como genio individual (lo que dificulta pensar la producción artística como una práctica sociocultural y colectiva); la creación como ejercicio imaginativo, espontáneo y sensible (y no como reflexión creativa o como decisión estética derivada de preocupaciones respecto a una discusión intelectual); la obra como monumento terminado, trascendente e inmutable (y no como herramienta o intervención contingente y en proceso); la escritura estética como producto del talento (y no como el resultado de una circunstancia cultural y el aprendizaje de un oficio); la actividad artística como placer (y no como forma de la crítica) que debe responder a la intención (no a la interpretación), es decir, que tiene como centro la autoría (no la lectura) y la creación (no su exégesis). Quienes logren resquebrajar esta multitud de nociones unívocas y extendidas son quienes podrán renovar la literatura mexicana de nuestros días.

V.

No se trata de construir dicotomías fáciles o perspectivas maniqueas en torno a las cuales debamos elegir una postura, sino de pensar lo literario como un fenómeno complejo con múltiples dimensiones frente al cual resulta absurdo privilegiar sólo una visión de lo que es literatura. Por ello, suponer que lo creativo se opone a la conceptualización es un malentendido. Todo lo contrario. La literatura concilia territorios disímiles. Intuición y reflexión, placer y conocimiento, crítica y creación conviven en el mapa de la escritura que importa. (De hecho resulta imposible hablar de obras literarias sin conceptualización. Si no, que alguien intente explicar lo que escribe, de manera mínimamente significativa, sin decir las palabras “novela”, “personaje”, “historia”, “estilo”, “verosimilitud”, “trama”… que son conceptos todos elaborados desde la teoría). Ricardo Piglia lo pone en estos términos: “No creo que existan escritores sin teoría: en todo caso la ingenuidad, la espontaneidad, el antiintelectualismo son una teoría, bastante compleja y sofisticada por lo demás, que ha servido para arruinar a muchos escritores”. Pienso en grandes autores y, salvo los verdaderos genios, ninguno creó obras valiosas sin reflexionar activamente sobre la forma: estaban dialogando muy conscientemente con una o varias tradiciones, realizaban intervenciones críticas, se preocuparon por abrazar modelos estéticos que les sirvieran en la disputa que sostenían al interior de un campo cultural. Por ello, no es extraño que un medio tan reacio a leer teoría como el nuestro no formalice de algún modo sus búsquedas estilísticas.

VI.

Un síntoma de nuestro vacío intelectual es la ausencia de poéticas, las cuales aparecen cuando un creador responde interrogantes artísticas ante nuevos escenarios que no enfrentaron los escritores previos. (Baudelaire, Breton y Borges; Jarry, De Campos, Wolfe; Cortázar, Calvino o Carrión… lo supieron bien). Una poética, algún decálogo, la redacción de un manifiesto… son relevantes pues muchas veces establecen modelos de escritura que permiten pensar, concebir y crear obras de distinta manera a las gestadas en el pasado. Se trata de textos críticos que permiten pensar la forma y ofrecen con ello la posibilidad de tomar conciencia sobre las cualidades, el funcionamiento, el lugar, el origen y el valor de la propia obra. ¿Hace cuánto que en México no se produce algo así?, ¿por qué? Quizá porque cuando no se recurre a una perspectiva crítica, se escamotean, se naturalizan y se fijan sentidos, cristalizándose formas de lectura y escritura que parecieran inmutables, pero no lo son. No se puede pensar que escribir gran literatura está desligado de estudiar, poner en duda, o establecer diálogos con formas previas –como si lo artístico, lo creativo, lo literario fuesen nociones fijas, obvias, que no cambian con el tiempo, que por tanto no deben pensarse o discutirse. ¿Aquello que en el siglo XIX, o en los años cincuenta, se concibió como literatura, sigue siéndolo o teniendo la misma capacidad estética? Cualquier ejercicio de imaginación histórica nos demuestra que no. Los escritores mexicanos tienen mucho que aprender aún de la historia.

VII.

Si la literatura es una noción mutante (no fija) cuya naturaleza es debatible, tal disputa se lleva a cabo en términos críticos. Escribir está vinculado a reflexionar sobre la escritura. La creación como ejercicio crítico implica historizar, conceptualizar, problematizar y contextualizar lo literario, lo cual nos permite tomar distancia respecto a la propia obra. La crítica es útil para la escritura creativa no sólo porque ayude a leer mejor, sino porque permite no escribir desde el vacío. Comprender qué tipo de obra estamos produciendo, cómo opera respecto a otras producciones culturales del presente, qué lugar ocupa en la tradición, qué redes de significación la constituyen y cuál es su valor al interior de un campo cultural… todo ello hace de la crítica un camino para evitar la mediocridad y el conservadurismo estéticos. De hecho, me resulta difícil pensar un diálogo fértil con la tradición sin la crítica como perspectiva de escritura. Y cuando hablo de crítica, hablo de la posibilidad de leer la historia de las formas desde una posición, de los modos de usar los textos del pasado para producir estéticas nuevas. En suma, de una política de las formas. En su libro Literatura de izquierda, Damián Tabarovsky lo plantea en términos beligerantes: “Esta es mi idea de política literaria: allí donde hay un canon, hay que cargar contra él, cualquiera que éste sea… El asunto reside en de qué manera se carga contra un canon, con qué valores, desde qué lugar”. La crítica importa por eso, porque a través de ella podemos definir esos valores y ese lugar. La tradición es la manera en que los escritores conciben sus relaciones con las obras del pasado y siempre se acercan a ella mediante una serie de interpretaciones que los sitúan enarbolando vínculos de afinidad o rechazo. Se trata de un contexto generado en tensión con el pasado, a partir del cual adquiere valor la obra del presente. Así, el que la literatura se vuelva crítica, depende de una política de la representación y de un diálogo con la tradición en términos de debate o disputa de sentido. El problema, según lo veo, es que en México no se dialoga, de manera sistemática, con la tradición; no se estudia el contexto (social, ideológico, estético) frente al cual se ha de tomar posición, en buena medida se le desconoce o, peor: se le alaba, en lugar de contrariarlo. ¿Se quieren más pruebas de nuestro conservadurismo intelectual?

VIII.

Vivimos una asfixia cultural; cualquiera que sale del país se percata de ello. No me refiero a que en México falten críticos, creadores o editores; todo lo contrario, en nuestra historia nunca ha habido mayor cantidad de personas vinculadas al mundo de la letra. Se trata, digo yo, de una crisis de la conversación intelectual. No hablo con nostalgia del ámbito de la bohemia, el cual sigue siendo cultivado por unos y por otros, de manera fehaciente o penosa. Ni remito a la dificultad para lanzar las preguntas que algunos sugieren y quisieran encarnar: “¿por qué no hemos producido nuestro propio Steiner?”, “¿quién será el Kapuściński que describa nuestra contemporaneidad, o el Sebald que la ficcionalice?” El problema no es una cuestión de potencialidad irrealizable o de personalidades ausentes, sino la vida institucional en que está circunscrito el mundo cultural mexicano. Si el panorama crítico es significativo y variado (no lo suficiente), se encuentra fracturado respecto al ámbito de los creadores, y por ello opera en cierto limbo. Lo que nos define –cada vez es más evidente– son aquellas tradiciones que tienen a la sordera como eje. Y lo asfixiante es no poder debatir o escuchar. Es clara la dificultad para tener diálogos que vayan más allá de perspectivas limitadas en torno al arte, son manifiestos los prejuicios que combaten las miradas críticas, se han reducido las posibilidades para generar vanguardias artísticas o para ejercer la disidencia estética, la idea de autonomía del arte (purismo estético, literatura en sí y para sí) sigue siendo hegemónica, y persiste una matriz liberal dominante que impide pensar desde otros lugares la experiencia literaria. Joseph Roth escribió que “el mayor enemigo de la literatura es la vida oficial” –estaba pensando en México, por supuesto. Las condiciones institucionales de la cultura en nuestro país (los sistemas de becas, la ausencia de un público lector amplio y diverso, la crisis del sistema público de educación, la necesidad de ampliar el mercado editorial, los prejuicios ante la teoría) reducen la capacidad crítica de las escrituras literarias y lleva a muchos hacia el centro (es decir, hacia estéticas hegemónicas). Esto impide explorar márgenes significativos y modos de construir la palabra que sepan responder de otro modo a los retos del mundo actual. Hay que escuchar con atención lo dicho por María Negroni: “no existen los hechos estéticos dentro de la convencionalidad”. Nuestra asfixia cultural es una miopía. No somos capaces de verla, pero nos impide respirar. Las señales están por todos lados: escritores que no leen su propia tradición y sólo piensan la literatura como evasión y búsqueda de placer (nunca como problematización de lo real); artistas con bagaje cultural vergonzoso y obras improvisadas; novelistas que creen estar innovando y sólo repiten modelos de escritura del siglo XIX; críticos incapaces de comprender la dimensión artística del arte conceptual; cronistas que representan a los sujetos sociales desde el desdén y la superioridad moral, no desde la proximidad comprensiva; instituciones que fomentan la idea de cultura como ejercicio arrogante de una élite letrada y no como herramienta para formar una sociedad de lectores inteligentes con los cuales dialogar. Por supuesto, generalizo y esquematizo. Hay escritores, críticos, editores, cronistas, búsquedas estéticas y proyectos culturales de otro tipo, pero no constituyen el eje rector del panorama cultural mexicano.

IX.

Hay una conexión entre resistencia a la crítica y banalización de la literatura. En medio de un mundo editorial que publica tantos libros sin valor, sólo los creadores con alta conciencia sobre las cualidades de su obra, su lugar en la tradición, los modelos estéticos que practican y su voluntad de ruptura, son capaces de producir escritos que escapen de las trampas de la producción en masa de textos banales. No comparto la idea de que el mercado o la academia son las dos cabezas del mismo monstruo contra el que combate la literatura. En esos espacios se producen escrituras homogéneas, sin duda, pero satanizar prácticas y dinámicas en las que lo literario, querámoslo o no, se mueve, es mistificar la realidad y generar imágenes maniqueas que no ayudan a pensar la tensión entre literatura y mundo global. Judith Butler escribió que “aprender las reglas que rigen el discurso inteligible es imbuirse del lenguaje normalizado, y el precio que hay que pagar por no conformarse a él es la pérdida misma de inteligibilidad”. Tiene razón, pero la disyuntiva no puede ser tampoco entre best seller y literatura ininteligible. Más que asumir una guerra entre enajenación absoluta y autonomía radical, me parece que la escritura debería pensarse como una práctica que no escapa de la tensión irresoluble que se produce entre disenso personal y público masivo, entre transgresión estética e industria cultural. En cualquier caso, la banalización de la escritura se combate entrando en contacto con la esfera pública. La cada vez mayor marginalidad de la literatura en el mundo social debería hacernos repensar nuestra imagen de lo literario. No es casual que en México sigan prevaleciendo los acercamientos intrínsecos al texto (filología, estilística, estructuralismo), que pensemos las obras en total desconexión respecto a los contextos socioculturales, sin tomar conciencia de las condiciones institucionales que reproducen ciertas poéticas y sin atender otros horizontes de lectura. Se trata de un síntoma de la misma ceguera. La forma no es un rasgo accesorio o exterior, sino la expresión de un modo de ver la realidad. La literatura resulta siempre de una experiencia de los sujetos en el mundo, por lo que estilo e ideología están íntimamente conectados. Así, cómo contar una historia no debe ser una pregunta que sólo nos lleve a la técnica, sino también a la historia y a la política. Ya lo dijo Steiner: la crítica debe rastrear no sólo los adelantos técnicos en las obras, sino el modo en que éstas contribuyen a la inteligencia moral de una época. Escribir se vuelve, en ese sentido, un modo no de retratar (o evadir) el mundo, sino de significarlo –a través de un lenguaje que escapa a sus usos oficializados. “Porque la literatura trabaja con la realidad elaborándola en una lengua opaca, el escritor resuelve las cuestiones estéticas planteando problemas de formas” afirma Adriana Rodríguez Pérsico. Si la crítica de las formas implica también la crítica de las costumbres, la literatura que siga queriendo volcar, generar anomalía, producir incomodidad, debe ejercer la crítica desde la experimentación con el lenguaje y hacer del ejercicio verbal una exploración crítica de la realidad.

[Una versión de este texto apareció en la antología Crítica y rencor, editada recientemente por la editorial Cuadrivio.]

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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