Eduardo Berti. La sombra del púgil. Norma: Bogotá, 2008, 181 pp.
En apariencia, existen pocos oficios tan dispares como el de un relojero de barrio y el de un boxeador profesional. Justino, el hombre que está detrás del título de la novela de Eduardo Berti, los adopta en diferentes etapas de su vida, el primero como herencia familiar y el segundo, más rudo, salvaje, corporal, pero quizá igual de solitario, por voluntad propia.
Los boxeadores creados por la ficción literaria suelen ser perdedores, desde los pugilistas miserables de Jack London que se juegan la vida a principios del siglo veinte por pocos dólares, hasta Torito, de Julio Cortázar, el Rayo Macoy de Rafael Ramírez Heredia o el Laucha Benítez de Ricardo Piglia. El drama de Justino, no obstante, está lejos de ser tan súbitamente trágico como el de los citados: en realidad es el personaje que sirve de enlace para contar la historia íntima de una familia bonaerense de clase media, cuyo jefe de familia (en el sentido más tradicional) trabaja como burócrata en el Congreso durante los años más feroces de la dictadura militar argentina.
El leitmotiv del reloj en forma de catedral, instalado en la casa de las tías solteronas, no deja dudas sobre el peso que el tiempo tiene en La sombra del púgil. Ese aparato que fascina a los miembros más pequeños de la familia, construido para medir el paso de las horas, paradójicamente, está pausado casi siempre, con excepción de segundos inexplicables en que sus manecillas giran, de cuando en cuando, sin razón aparente. Ahí arranca la voluntad del narrador por relatar las múltiples anécdotas de su familia, los Hernández, esperanzado por dejar constancia de las muertes y las desdichas antes de que los recuerdos se extingan (o se congelen, como el reloj) junto con los paricipantes directos: padres, tías, el vecino relojero y ex boxeador.
Si bien Justino nunca fue un púgil maravilloso, las dimensiones con que su carrera deportiva es rememorada crecen al interior del seno familiar de los Hernández: además de ser el relojero del barrio donde viven, coquetea torpemente con alguna de las tías solteronas, acaso con las dos, y frecuenta el mismo club que el padre de familia. Así, la historia deportiva y amorosa del relojero —mitad conjetura, mitad invento— se va ensamblando noche a noche a la hora en que el padre, de vuelta del Congreso y del club, relata a sus hijos y a su esposa la vida del susodicho, único boxeador que logró derrotar a la actual luminaria del box cuando éste apenas debutaba. Así, Justino se vuelve un personaje de ficción para quienes escuchan sus hazañas y desventuras a lo largo de los años. Se construye, como cualquier protagonista de novela, en ese relato oral creado por el padre y complementado por los tres hijos, inclusive cuando la mayoría de los partícipes han muerto. A aquel logro casi heroico de Justino arriba del cuadrilátero y sus consecuencias años después (el actual campeón está obsesionado con sacarle un contrato de revancha), se añade su fallida historia amorosa que, para mayor interés, también compete a las dos tías, rivales e inseparables.
Así, los dieciséis capítulos de La sombra del púgil están atravesados por enfermedad, muerte, rupturas familiares, desilusiones amorosas y un poco de box, pues el transcurso del tiempo, como anuncia el reloj del íncipit de la novela, se va llevando consigo las minúsculas y efímeras glorias de los aludidos en las páginas. El padre fallece en 1991. La madre, diez años después, y la tía Aurelia en 2003. Para entonces sólo quedan vivos los tres hijos y la prima cuervo, «personificación de la palabra luto», quien aparece, infalible, cada vez que un deceso tiene que ser anunciado.
En el discurrir de la novela (en la voz narrativa, para ser precisos), se mezclan las perspectivas de los tres hijos varones que crecieron escuchando el relato de la vida de Justino. En esta apuesta técnica se encuentra, desde mi punto de vista, el mayor logro de La sombra del púgil: una voz triple unificada en el peculiar uso del narrador en primera persona del plural (y su focalización resultante), muy pocas veces ensayado. Con ello se logra el efecto intimista de una historia que se circunscribe a esferas cada vez más amplias: del oscuro comedor donde se halla colocado el reloj de las tías, al comedor donde los niños atienden expectantes las fábulas que refiere su padre; del barrio común donde todos se conocen, al club donde los oficinistas y otros empleados se reúnen antes de volver a casa; del pasado remoto de la infancia hogareña durante la dictadura militar, al presente en que cada uno de los que conforman la voz narrativa sigue su propia historia. Con esa voz, que sirve de guía en la trayectoria de los Hernández y de su vecino el boxeador y relojero, Eduardo Berti rinde tributo en La sombra del púgil, su cuarta novela, a las batallas cotidianas y elementales, más no por ello menos intensas, de la existencia de una familia común donde la heroicidad y los prodigios no se miden por la fama, sino por la capacidad de cultivar obsesiva y cotidianamente la memoria y la creatividad narrativa.