La construcción en fracciones produce un ritmo de corto aliento que coincide con los personajes de pocas palabras y con la protagonista, cuya verdadera acción es contemplar el paisaje; no dice más que las palabras “agua” o “mío”. Por lo tanto, en la contundencia de cada página se percibe una atmósfera de silencios: ya sea porque el retraso mental o permite más diálogo o también porque los personajes no quieren hablar al respecto.
Pero la fragmentación no sólo influye la manera de narrar, también se observa con nitidez en el cuerpo de la protagonista. La condición corporal de la mujer Ladrillo es el verdadero motor para que la narración se lleve a cabo y, por tanto, conviene detenerse en algunas de las implicaciones que encierra la tematización del cuerpo incompleto.
Del artículo “La horizontalidad del cuerpo en dos novelas de Mario Bellatin y Salvador Elizondo”, de la autora Petra Báder, es posible rastrear algunos aspectos útiles para el estudio del cuerpo en la literatura, sobre todo cuando éste tiene todos los reflectores encima, como es el caso de La mujer ladrillo. Los elementos a considerar y que servirán como puntos de acercamiento a la novela de Eduardo Rojas son: la cosificación de lo humano, la tensión entre la movilidad y la inmovilidad, la animalización, y la dualidad entre lo bello y lo feo.
En cuanto a la cosificación de lo humano dentro de esta obra, el apodo del personaje principal da cuenta de ello. A pesar de que sus padres le dan el nombre de Milagro, todos los de su entorno se acostumbran a llamarla Ladrillo: una forma de caracterización que define el aspecto físico y marca una postura agresiva, de burla y de rechazo por parte de quienes la nombran así. Pero, sobre todo, este apodo impone una cualidad de objeto que deshumaniza a la protagonista; un ladrillo aislado, además, no tiene ninguna utilidad, tan sólo un peso.
El rasgo de inmovilidad en la Ladrillo, a causa del cuerpo que nace incompleto, va de la mano con la misma cosificación del personaje. En sus primeros años los padres la colocan en un cajón o jaba forrado de toalla, con rueditas de patines. “Cuando su padre, temprano de mañana, se ponía con las faenas del corral, ella ya miraba desde su jaba, igual que un santo en el nicho. De vez en vez la movía y le espantaba las moscas. Aunque había días de tal bochorno que las moscas la cubrían como a un gigantesco trozo de caca” (29). Al crecer, la colocan en una carretilla, pero igual queda inmóvil. La inmovilidad es pretexto para que los mismos padres la descuiden, y sea mejor una “vecina metiche” quien sugiera la construcción de una sombra para proteger a la niña del sol. Aunado a esto, los niños del pueblo suelen aventarle piedras, degradando su condición humana y haciendo patente su imposibilidad de movimiento. Independientemente de la agresión, ella respondía con una sonrisa ajena a la maldad.
Además de la cosificación, la mujer Ladrillo también sufre una animalización. Para empezar, cuando nace, la madre se reúsa a alimentarla, debido al rechazo físico que siente por su hija. Entonces el padre, para impedir que muera de hambre, la acerca a una chiva que acaba de parir y la nutre con su leche. Por esta razón, los más pequeños del pueblo inventan la historia de que la niña Ladrillo es producto de la relación del loco de su padre con una chiva y con este cuento justifican su aspecto corporal.
Asimismo, el narrador continuamente equipara a la Ladrillo con un caracol, pues a ella le gusta arrastrarse en el barro, justo después de llover: “Se decía que en otra vida fue un caracol. Había que ver lo que le gustaba deslizarse boca abajo sobre la tierra recién llovida y dejar aquel rastro cruzando la calle en zigzag. Una vez que alcanzaba el otro lado, giraba la cabeza con la suavidad de un molusco y volteaba los ojos al cielo: como dos cuernitos queriendo tocar el sol” (16).
Tanto la animalización como la cosificación construyen la deformidad de la protagonista. Sin embargo, también hay un momento en el que sus padres y vecinos llegan a aceptarla y acostumbrarse. Y es en la relación con los demás cuando se genera una tensión entre lo bello y lo feo para cuestionar las fronteras de cada uno de los polos.
En dos ocasiones el lector es advertido de que la protagonista deforme es guapa. Primero, cuando la “vecina metiche” sugiere la sombra para que la niña no se haga prieta, habla de su carita linda, y el padre se da cuenta de que su hija es bonita. Pero este descubrimiento no sería un hallazgo, si el resto del cuerpo no fuera contrariamente feo. Asimismo, hay un vecino, más o menos de la edad de la Ladrillo, a quien le apodan el Chicharrón, pues sufrió quemaduras fuertes en su cara y la piel adquirió un efecto arrugado. Este personaje es el primero en acercase a la protagonista, mostrarle su colección de lagartijas y visitarla todos los días. Respecto a la amistad con el niño, el padre piensa: “El pobre es feíto, pero de seguro que me la trataría como a una reina” (43). Esta reflexión demuestra una visión del centro sobre el margen, de quien no ha sufrido ninguna deformidad, sobre los que sí. Aunque tanto el Chicharrón como la Ladrillo manifiestan paz y tranquilidad, a diferencia de quienes los juzgan.
En la segunda parte del libro, la narración queda en manos del hijo de la Ladrillo, producto de la violación de un pariente sobre ella. Este niño nace sano. Y marca el contraste más fuerte entre la belleza del que está completo y la animalización y cosificación de la protagonista Al principio, el niño odia a su madre, ella le genera repulsión, pero al igual que los demás, se acostumbra, llega a entenderla y a quererla así como a reconocer su belleza: “Cuando la veía dormida, sin sus gestos chuecos y babeados, me daba la sensación de ver a una mujer de verdad, una mujer guapa. Y entonces pensaba en el pariente. Pensaba que él también tuvo que descubrirla dormida, quieta, y así debió acurrucarse a su lado: sin despertarla siquiera” (105). Esta mirada del hijo, así como el cambio abrupto entre la repulsión y el cariño que siente hacia su madre, evidencian la fragilidad de lo feo y su colindancia con la belleza.
Los aspectos que definen lo feo en la protagonista son aquellos que remiten al cuerpo, como las moscas a su alrededor, sus secreciones, la inmovilidad. Mientras que los elementos internos, como su inocencia a causa del retraso mental, la manera de contemplar la buganvilia, oler el mar a lo lejos o presentir la lluvia, la conciben como un personaje puro. La armonía faltante en el cuerpo predomina al interior. Y de ello dan cuenta los personajes que la rodean; incluso se advierte en la relación con la madre: “A veces hasta parecía que sentía envidia de su hija. De que fuera más feliz, de que en su vida pequeña y estática pareciera tenerlo todo. Ser capaz de envidiarla la atormentaba” (101).
En un comentario breve sobre la novela, podría parecer que la historia es un drama con tintes rosas por la temática que ocupa. Sin embargo, el lenguaje y la estructura conviven acertadamente con las situaciones, produciendo una obra completa y sólida que jamás cae en dramatismos ni moralejas innecesarias. Como se mencionó líneas atrás, la estructura del texto es fragmentada, compuesta de silencios acordes con la situación de los personajes de pocas palabras. Asimismo, respecto al lenguaje, en la cuarta de forros del libro se mencionan las reminiscencias al estilo rulfiano, pues el ambiente de los personajes permite metáforas sobre la naturaleza y sentencias contundentes para configurar la sencillez y sabiduría de los que saben observar su entorno; así se conforma la atmósfera de un espacio geográfico donde conviven el mar y el desierto (probablemente Baja California).
Además, podría agregarse las reminiscencias a la obra de Inés Arredondo, por los asuntos de la naturaleza que anuncian, proféticamente, un cambio en los personajes. Así, cuando los padres esperan el nacimiento de Milagro: “vieron una lluvia de estrellas, miles de lucecitas cayendo como el granizo” (20).
Pero el recuerdo más nítido con la obra de Inés Arredondo está en el cuento “Orfandad”, donde la autora sinaloense describe un sueño en el que la protagonista no tiene piernas ni brazos y ninguno de sus familiares la acepta en adopción. Algunos de ellos, incluso, asumen una posición de burla y la colocan en una especie de riel, moviéndole sus muñones, como a una “muñeca grotesca” .
La novela de Eduardo Rojas no tematiza lo grotesco, tan sólo queda latente, quizás en secreto, y es totalmente olvidado cuando el cuerpo de la Ladrillo pasa a un segundo plano para priorizar, entonces, sus cualidades internas como la armonía y la inocencia. Que, nuevamente, no serían admirables si el cuerpo no apuntara hacia el lado contrario, hacia lo feo e intranquilo.