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El deseo nace del derrumbe

ROBERTO JACOBY. El deseo nace del derrumbe. Acciones, conceptos, escritos. Buenos Aires / Barcelona: La Central/Adriana Hidalgo Editora / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, con edición al cuidado de Ana Longoni, 2011, 503 pp.

Un libro y una retrospectiva en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 2011. De eso se trata esto. O mejor, al revés: una retro de un libro, de una vida. El texto es de Jacoby. Corrijo: los textos. Alrededor de 500 hojas espectrales. Hojas que convocan a los significantes más potentes de la cultura argentina de la segunda parte del siglo xx, y que dan cuenta de un trabajo inacabado e inabarcable como la vida del propio artista. Sociólogo, letrista de rock, actor, escritor de cómics, performancero, Jacoby pareciera ser todo y más en esta narrativa expo, en esta puesta escritural, mezcla de proyectos inconclusos, verdaderas y falsas entrevistas, novelas truncas y mucho vagabundeo por la cultura del under porteño.

Sindicatos y artistas confluyen desde las primeras líneas en el ya mítico Tucumán Arde. El texto del 68 es arrollador. Un documento parteaguas: «Los artistas deberemos contribuir a crear una verdadera red de información y comunicación por abajo» (p. 121). El registro sociológico, antropológico, el recurso de la entrevista, de la encuesta, el dato duro como material afectivo, como discurso para ser expuesto en una sede de un sindicato. Y el arte como parte de un discurso social y punto límite donde se pone en práctica el ejercicio de la contrainformación, la contrainteligencia, y las nuevas formas de organización. A eso se dedicó Jacoby: al planteamiento de otra vida en la comunidad improvisada (Manuel Castells).

Lo hizo, no obstante, mucho antes de Internet. En 1967 escribe: «El viejo conflicto entre arte y política (‹El arte debe reflejar la realidad›, ‹Todo arte es político›, ‹Ninguno lo es›, etcétera) al que siempre se quiso superar introduciendo ‹contenidos› políticos en arte, tal vez sea superado por el uso artístico de un medio tan político como la comunicación masiva» (p. 74). El mensaje, la comunidad, el lenguaje, las tecnologías como nuevas formas de sociabilidad y de subjetivación ya operaban en el imaginario de sus planteos artísticos. Un ejemplo es el proyecto Internos realizado entre 1979 y 1985 que en plena dictadura intentó trazar redes de afectividad a partir de escritos en fotocopias y llamadas telefónicas, un recuerdo de los Samizdat rusos, textos clandestinos mecanografiados o manuscritos hechos de a pocos ejemplares, pero que permitían la circulación de un discurso alterno, una especie de interferencia mínima en la matriz dictatorial. A la manera de Heidegger, hacer era ya suficiente para estar en otro lado. Bola de nieve, en 1998, conformó una base de datos interconectada; Chacra99 fue una comunidad de artistas en el campo bonaerense; Proyecto Venus (2000), en plena crisis neoliberal, el nombre de una red que trabajaba con una moneda propia. «Queremos producir en redes, como un sujeto más vasto, múltiple. Son las redes virtuales las que están generando nuevas articulaciones de saberes y deseos, así como de intercambios de saberes y deseos» (p. 397), escribió junto al escritor Pablo Pérez. Sobre Chacra99 remarcó tres elementos básicos: «uno es el entrecruce de artistas de distintas disciplinas; otro es el contacto con la tecnología; y el tercero es que esas dos cosas sirvan para producir formas de vida mejores» (p. 388).

¿Qué tipo de evocación confieren estos experimentos? Raymundo Mier escribe que lo político surge intempestivamente, que lleva la marca, el signo del acontecimiento colectivo, y que involucra heterogeneidades en crisis, representaciones, afectos de espera y riesgos asumidos. Lo que el momento político pareciera arrastrar sería toda la urgencia del deseo que se materializa en un tiempo propio, trazado a partir de nuevas tramas de solidaridad. El territorio comunal que expone Jacoby crea los marcos para nombrar e inéditas maneras de contar. De esta forma, el grupo aparece a partir de una memoria alterna. No existe fracaso en lo que irrumpe para convocar nuevas formas de habitar, de contar, de vivir. El arte carga con su inevitable caída. Pero la caída, el fracaso, no sólo posibilita la alteridad representativa, sino un acto performático, una acción, la materialización de algo nuevo en su negatividad. La potencia Jacoby, los ejemplos y permisos que inaugura a partir de estas sociedades de emergencia, nos recuerda los textos de Hakim Bey. Pero también entabla diálogos históricos con la colonia anarquista fundada en el Paraguay por Macedonio Fernández o con las comunidades experimentales del agrónomo Giovanni Rossi en tierras brasileñas a fines del siglo xix.

Los cruces históricos y las constantes evocaciones disparan las propuestas hacia el futuro, actualizando viejos debates en formatos nuevos, como si la obra de Jacoby fuera parte de una puesta que sólo apareciera en su paradoja anacrónica, en una especie de pasado novedoso con el que cargaría toda sociedad utópica. Por momentos parece rastrear todo lo opinable, lo que circula, lo que se manifiesta como síntoma en la cultura. Esos estudios de campo, de rituales y lenguaje, le dan las herramientas para atravesar la realidad (o la tópica, como diría Angenot) de una forma liminal y disruptiva. La moda, el rock, el Di Tella, Cámpora, el genial Masotta, el grupo Virus, la apuesta del cuerpo como respuesta política a la parálisis dictatorial, el Centro Cultural Ricardo Rojas o el mítico Cemento funcionan aquí como una toma de palabra, como una palabra ajena que se inserta y produce un tipo de afectividad que todavía en la actualidad genera los objetos más potentes. La historia anterior y ulterior en la toma de un espacio esperanzador, en un nuevo espacio del deseo, como afirmara Didi-Huberman.

Lo que maquina Jacoby pareciera estar más ligado a una vuelta fantasmagórica a un mejor retorno, a la vez que a un intenso careo con las narrativas nacionales y sus conflictos. La herida, el dolor, los sueños, pero también los miedos sociales son constitutivos de ese Aleph donde todo pareciera encontrar su traducción reveladora. En octubre de 1986, por ejemplo, realizó un estudio bajo la dirección de Juan Carlos Marín.  El texto se llamó «¡Mirá como tiemblo! Una exploración sobre el miedo en la sociedad argentina» y fue publicado en la revista Crisis. «Hasta qué punto el actual período constitucional es una época condicionada por el terror y las secuelas de la dictadura militar es algo que los analistas de la realidad argentina se preguntan poco» (p. 275), plantea en sus primeras líneas. Y sigue: «Una de las manifestaciones extremas del miedo, el terror, desconcierta, altera la capacidad de razonamiento» (p. 277). El uso político del miedo compone una tecnología que no cesa de perfeccionarse» (p. 278). Las respuestas de los encuestados son contundentes: ¿A qué le teme? «A los militares, golpe de Estado, guerra, bomba» (p. 282). Otro joven contesta: «Al abuso de poder: la disponibilidad de la vida del otro. Sensación de ahogo» (p. 282). El texto habla de las fobias a los espacios abiertos, pocos años después de la dictadura; del vínculo de la amistad y cómo éste presenta una fuerza defensiva frente al temor; habla también de la manipulación de los medios para mantener aterrorizada a parte de la población. «Pronto ya no recordaremos a qué le teníamos miedo. Comenzamos a convivir con él de manera natural. Nos adaptamos» (p. 297). Las teorías y estudios sociales logran su espejeo en la praxis artística. En 1994, Jacoby realiza la acción Yo tengo SIDA, una serie de serigrafías sobre remeras. Leemos: «La penalización del goce estaba institucionalizada, así como la culpabilización de la víctima, del paciente» (p. 332). Visibilidad, desencanto del halo maligno y enunciación individual de la enfermedad, a eso resume Jacoby su gesto, que deviene, como casi toda su obra, en un acto colaborativo, político y profundamente comunicacional.

El diálogo se extiende. Algunos años después de la edición del libro, Jacoby, con motivo de la puesta Diarios del odio y otras acciones realizada en colaboración, declaró que el hecho hacía visible «todo ese material lingüístico que refiere siempre a términos degradados, a términos como la basura, el excremento, los insectos, los microbios, las bacterias, enfermedades como el cáncer, todos elementos que hay que extirpar, cortar, limpiar, fumigar». Frases como «Negros KK» o «Hay que matarla», en referencia a Cristina Kirchner, fueron escritas en paredes utilizando carbonilla, un material que como la escritura en Facebook desaparece con facilidad. Las palabras fueron extraídas del sector de comentarios de los portales online de los diarios Clarín y La Nación. El hecho de juntar este material, sacarlo del anonimato de los chats y volcarlo a un museo, hace aún más violento el acto por su condición fronteriza. No obstante, es este evento el que abre la polémica, la discusión política. Si el neoliberalismo moralina y feliz expone su rostro abyecto en estos espacios, el artista posibilita el pase, el tránsito, como un chamán que sólo sana por la herida.

Entonces, ¿de qué forma acercarse al libro de Jacoby? ¿Hay que hacerlo desde el formato de una caja, cajón o archivo? ¿Hay que leer la posibilidad de un mapa, eso que siempre excluye para luego hacer el trazado topológico? En todo caso lo que se junta, lo que se recoge es la materialidad significante que ve y deja ver una discursividad y sus cartografías deseantes. Ana Longoni acentúa bien: aquí más que transdisciplina hay indisciplina. En todo caso, lo que vemos, lo que nos queda de este magnífico trabajo es una politicidad en ensayo constante, algo que no sutura y que logra sobrevivir en la mueca de una sonrisa perturbadora.

Acerca del autor

Iván Peñoñori

Licenciado en Creación Literaria por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y diplomado en psicoanálisis por la misma institución. Actualmente realiza la Maestría en…

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