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Ignorados perros

Uno de los elementos paratextuales que tal vez no ha recibido suficiente atención de la crítica son las dedicatorias; si se compara la cantidad de trabajos realizados sobre otros paratextos (títulos, epígrafes, etcétera), resulta evidente que las dedicatorias ocupan una posición ligeramente marginal dentro de los estudios literarios, quizá porque en ellas la subjetividad autoral, el autor como persona, se hace más evidente. En la narrativa latinoamericana hay una dedicatoria que ha logrado cierta separación del relato al que precede, el cual fue publicado por Juan Carlos Onetti en 1960: “La cara de la desgracia” es la única narración que le dedicó a su última esposa, con quien vivió por más de cuarenta años. En obras previas es posible rastrear los amores y amistades del uruguayo al identificar a la persona nombrada en la dedicatoria: La vida breve (1950), además de tener un epígrafe de Walt Whitman, está dedicada “A Norah Lange y Oliverio Girondo”; Los adioses (1954) le corresponde “A Idea Vilariño”, la poeta con quien mantuvo una relación de muchos años; Para una tumba sin nombre (1959) es “Para Lity”, la hija que tuvo con su tercera esposa, quien le presentó a su cuarta y última pareja, Dorotea Muhr. “La cara de la desgracia”, esa larga narración que a veces pasa como cuento y otras como novela breve, está destinada “Para Dorotea Muhr – Ignorado perro de la dicha”, la belleza y oscuridad de la dedicatoria han conmovido a la mayoría de los lectores de la obra, quienes nos preguntamos qué significa la frase: es posible que, así como existen los perros de la guerra, ¿existan los de la dicha? En algunas entrevistas Dolly Muhr ha comentado que esta dedicatoria nunca fue un insulto, ella afirma que para Onetti los perros representaban una manera incondicional del amor, de esa forma del amor que conduce a la felicidad casi total1.

Símbolo de la amistad y la fidelidad, el perro forma parte de la vida de los seres humanos desde mucho antes de la domesticación de otros animales. Algunas investigaciones afirman que humanos y perros hemos convivido desde hace quince mil años, pues se han encontrado tumbas con restos fósiles de ambas especies; no obstante, recientes pruebas científicas aseguran que la relación comenzó hace treinta mil años y también ponen en duda que nosotros hayamos domesticado a los perros, pues es posible que en distintos lugares manadas de lobos poco agresivos siguieran voluntariamente a los humanos para comerse los restos de comida, lo cual significaría que los perros se inventaron a sí mismos. En estricto sentido, lo que nosotros llamamos amistad es una forma de parasitismo que desde hace varias décadas ha dado lugar a una verdadera industria dirigida al cuidado de los perros; para hacernos una idea del tamaño de esta industria, consideremos que se calcula que en la actualidad hay en el mundo alrededor de mil millones de perros, la cuarta parte de ellos son mascotas y el resto malvive en las calles de pueblos y ciudades2. Diversos monumentos en el mundo, como el que desde el 2008 existe al sur de la Ciudad de México, han sido dedicados a los perros callejeros, esos perros de nadie que también habitan la literatura: a finales del XIX encontramos en “El pinto (notas biográficas de un perro)”, del mexicano Ángel de Campo, un relato que da cuenta de la caída en desgracia de un perro doméstico.

La presencia de los perros en la vida humana también ocupa un sitio importante en la literatura, aunque son relativamente pocas las obras centradas por entero en la vida de un perro, estos animales aparecen en narraciones tan antiguas como La Odisea, en la cual el viejísimo Argos reconoce a Odiseo después de dos décadas de ausencia; la anciana mascota, enferma y olvidada, muere después de haber recibido a su amo con un trabajoso movimiento de cola… La fidelidad de Argos contrasta con la brutalidad de Cerbero, el mítico can infernal que con sus tres cabezas vigilaba la entrada del Hades para impedir la fuga de los muertos y el paso de los vivos. La nómina de personajes caninos es sumamente amplia, en su interesante trabajo en torno a los “imaginarios perrunos” el chileno Bernardo Subercaseaux hace un largo y preciso recuento de muchos de estos perros, además de proporcionar al paso un detalle significativo: mientras los perros de la literatura europea y norteamericana son casi todos mascotas de raza, en la mayoría de las obras latinoamericanas tenemos perros callejeros mestizos (“quiltros” como los llaman en Chile)3.

Si una parte de la literatura latinoamericana empieza con el diario y las cartas de Colón, no puede sorprendernos que en esas relaciones fundacionales estén presentes los perros. Además de los noventa tripulantes que viajaron con el Almirante en su segundo viaje hacia el Nuevo Mundo, también venían perros peninsulares usados para fines militares; los perros de la guerra eran empleados en Europa desde hacía siglos, su tamaño y fuerza contrastaba con la de los perros que encontraron en La Española, los cuales eran tan pacíficos que ni siquiera ladraban. La mayoría de los perros nativos de América se caracterizaban por ser pequeños y mansos, eran criados para nutrir la dieta de los indígenas o destinados a sacrificios rituales; casi todas estas razas fueron aniquiladas durante la conquista y colonización, los españoles los consumieron por completo antes de comerse a sus propios perros. Los canes que llegaron con los conquistadores no sólo estaban entrenados para cazar y matar animales, también se empleaban para perseguir y asesinar indígenas. Fray Bartolomé de las Casas refiere en varias partes de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias como el “aperrear indios” era una práctica común durante las guerras de conquista; no obstante, en muchas ocasiones se hacía solo por diversión, a los soldados les producía risa la horrorosa muerte de los indígenas causada por los perros.

El papel desempeñado por los perros de la guerra no se limitó a las funciones bélicas, Ricardo Piqueras ha estudiado una verdadera multitud de cartas, crónicas y relaciones para rastrear las funciones que los canes realizaron durante este periodo. Además de luchar contra los indígenas, los perros eran utilizados como centinelas en los campamentos militares, servían para amedrentar a las poblaciones con el aperreamiento, capturaban animales para alimentar a los conquistadores y, en casos extremos, eran sacrificados cuando no había nada que comer. A mediados del siglo XVI, conquistados muchos de los territorios americanos, los perros de la guerra perdieron su función dentro del mundo colonial; habituados a la violencia, muchos de ellos no encontraron acomodo en las relativamente pacíficas ciudades que se fundaron, por lo cual fueron abandonados a su suerte. La capacidad de estos perros para sobrevivir los convirtió en una amenaza para las poblaciones, inmensas jaurías se formaron en los montes y bosques aledaños a las villas, por lo que sus ataques al ganado eran frecuentes. Diversas ordenanzas establecieron como necesario el aniquilamiento de los perros, además de reglamentar cuántos podían vivir en las casas y cuál debía ser su función. Como señala Ricardo Piqueras, “la utilidad del perro en tiempo de conquistas, se vuelve en contra de los españoles en tiempos de paz” (199)4.

A partir del siglo XX los “imaginarios perrunos” estarán presentes en muchos relatos latinoamericanos, en 1917 Horacio Quiroga publica Cuentos de amor de locura y de muerte, en la “Insolación” narra la suerte de los cinco fox terrier de Míster Jones, el dueño de un racho que fallece después de una larga caminata bajo el sol inclemente del verano; los perros, personificados con un nombre y ciertas actitudes que los individualizan, ven a la muerte de su patrón un día antes de que ocurra, temiendo “el cambio de dueño, las miserias, las patadas” que los esperan cuando Míster Jones perezca. En este mismo libro está “El perro rabioso”, relato a modo de diario en el que se cuenta la forma casi sobrenatural en la que distintos perros acechan un pueblo, contagiando la rabia al atacar a humanos y animales por igual; a diferencia del otro relato, en éste los perros son vistos desde fuera, reducidos a su furia destructiva.

En El llano en llamas (1953) los perros representan la esperanza de salvar al hijo moribundo, “No oyes ladrar los perros”, quizá el relato más breve de Rulfo, se construye en torno al diálogo entre Ignacio y su padre, quien lo lleva cargado a buscar un médico en el pueblo de Tonaya. Las piernas de Ignacio cubren las orejas de su padre y no lo dejan oír el ladrido de los perros que anuncia la cercanía del pueblo; mientras camina y le reprocha su vida violenta, el viejo le pide que mire a lo lejos en busca de las luces de las casas, le pregunta si escucha a los perros y le promete salvarlo: “Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho”. La esperanza del padre se derrumba cuando siente como el cuerpo de Ignacio se suelta, balanceándose de un lado a otro. Al llegar al pueblo, el viejo baja a su hijo y liberado escucha el ladrido de los perros: “¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza”.

Aunque la mayoría de las veces los perros son connotados positivamente, también es cierto que los dichos y “metáforas perrunas” destacan el sufrimiento de estos animales y el escaso valor que tienen para muchos humanos. Llevar vida de perros y recibir el trato de un perro son sólo dos ejemplos que contrastan con la fidelidad de los canes; es precisamente en este espectro negativo en el que se inscribe La ciudad y los perros (1962) de Mario Vargas Llosa. En el colegio militar Leoncio Prado las jerarquías no sólo se rigen por los grados militares, la antigüedad de los alumnos en la institución les confiere una autoridad sobre los estudiantes nuevos; los de recién ingreso son “los perros” y se les trata como tales. Frente a la agresividad de los cadetes, la mascota del colegio constituye un contrapunto de bondad incuestionable, la Malpapeada es una perra que la Boa, un alumno, adopta; él la trata como si fuera su pareja, pasando de la ternura a la violencia más inesperada. Uno de los episodios más brutales de la novela quizá sea el gratuito tormento de la perra… En Los cachorros (1967) Vargas Llosa caracteriza a los adolescentes protagonistas como inmaduros y torpes, de ahí que se les llame cachorros; sin embargo, todo cambia el día que Judas, el perro del colegio, ataca a Cuéllar y lo castra de una mordida; a partir de ese momento, Cuéllar es conocido como “Pichulita” y su vida se verá irremediablemente marcada por lo que le ha ocurrido, pues se transforma en un hombre violento que busca afirmar su masculinidad comportándose de manera casi suicida.

En Cuando ya no importe (1993), la última novela de Onetti configurada a modo de diario, la entrada del “27 de noviembre” es protagonizada por el perro que Carr le compra a un niño después de aceptarle la mentira de que es un animal de raza; desde el principio la mascota se gana la voluntad del misántropo protagonista: “Aquel perrito, perro perrazo, tenía un exceso de confianza. […] Todas mis negativas, mis falsos gritos y amenaza morían en su mirada cariñosa”. Aunque es algo que tendría que comprobarse después de un análisis preciso, casi es seguro que este “perrito” es uno de los poquísimos diminutivos empleados por Onetti, uno que tiene una carga afectiva evidente (quizá Dolly está en lo cierto). En recuerdo de un perro que nunca tuvo, Carr decide llamarlo Trajano, pero paulatinamente la desidia hace que el nombre quede en una sola sílaba, Tra. “Y en este cuaderno de memorias el perro Tra es inexcusable: porque me acompañó hasta el final, porque jugaba conmigo cuando se produjo en mi vida una dicha muy grande, como también una melancolía que conservo hasta hoy”.

Vinculadas de formas distintas con el conflicto armado que enfrentó al ejército y al grupo terrorista Sendero Luminoso en el Perú de los años ochenta, Abril rojo (2006) de Santiago Roncagliolo y Un lugar llamado Oreja de Perro (2008) de Iván Thays describen en sus páginas la táctica de torturar y crucificar perros para amedrentar a las poblaciones civiles y también a policías y soldados. En la novela de Roncagliolo, el fiscal adjunto Félix Chacaltana observa horrorizado a un perro clavado en un poste y se pregunta si acaso eso signifique la vuelta de los terroristas. Oreja de Perro es un conjunto de casas desperdigadas por La Mar, cerca de Ayacucho; este lugar fue duramente golpeado por el terrorismo de hace treinta años, por esta razón el protagonista de la obra, un periodista, recorre los poblados buscando información sobre aquella época para aportar información a la Comisión de la Verdad formada para esclarecer los crímenes, una historia que escuchara varias veces es la de los perros crucificados, casi siempre perros, en algunas ocasiones seres humanos.

Además de la estimulante propuesta de la postautonomía literaria que Josefina Ludmer desarrolla en Aquí América latina. Una especulación (2010), hay en este diario de teoría una entrada dedicada a los perros. El domingo 12 de diciembre Ludmer se encuentra con su amigo Ariel Schettini; después de discutir distintos temas, él comienza a hablar del Ñoqui, su perro, “una carencia, una forma de la conformidad y el adocenamiento burgués”. Y continúa: “Es increíble cómo mis sentimientos autoritarios se alimentan de mi perro: lo castigo sólo por amor y para que aprenda; ignoro su voluntad de juego porque se juega cuando yo quiero […] exijo acariciarlo en las horas ociosas. En fin, genero el deseo de mí. Mi mascota edípica, por su parte, desconoce todo el mecanismo del amor. Simplemente me llama para comer (aprendió a no exigir con patadas sino a demandar con lengüetazos, su forma asquerosa de brindar ternura)”. Transcribo esta cita mientras la leo por enésima ocasión, sin que deje de sentir una forma de culpa frente a mis perros, que me miran esperando que deje de escribir para darles de comer. Los miro y pienso qué tanto este texto surgió de ellos, de los libros que he leído mientras ellos (o los que estuvieron antes) andaban por ahí siendo perros para mí… Mejor volver a Dolly y Onetti, no leerlos desde lo que cuenta Ludmer en su diario; tal vez Dolly tenga razón y la dedicatoria sólo sea un cifrado gesto de ternura, tal vez todos los perros sean “ignorados perros de la dicha”.

Acerca del autor

Armando Octavio Velázquez Soto

Profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor en las áreas de …

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Notas al pie:

  1. Leila Guerriero, “Dorotea Muhr: vivir la vida breve”, https://goo.gl/6yWLm6
  2. James Gorman, “¿Amigo fiel o parásito?, https://goo.gl/Z9SVge
  3. Bernardo Subercaseaux, “Perros y literatura: condición humana y condición animal”, Atenea 509, I sem. 2014, p. 33-62.
  4. Ricardo Piqueras, “Los perros de la guerra o el «canibalismo canino» en la conquista”, Boletín Americanista, 56, 2006, p. 186-202.