Gabriela Jáuregui, La memoria de las cosas, Ciudad de México: Sexto Piso, 2015 (pp. 125).
Sólo es posible separar la paja del trigo mediante una crítica interna.
Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios: Morfología e historia
En tiempos pasados, cuando se quemaba un libro, se perdían lazos entre los posibles lectores y el mundo. Con la censura (proceso igualmente debilitador en las distintas épocas) tiene lugar una privación similar. Quemar libros —además de contaminar— es hacer hoyos en mundo, en los ojos de nuestra, ya de por sí, enceguecida especie. Censurar es casi siempre un menoscabo para determinados y casuales receptores. Bueno o malo, inteligente o ignorante, un libro está ahí para leerse y, por lo general, dice algo para alguien. Quemar un libro o censurarlo es quitarle a alguien lo necesario para encontrarse, para vincularse con el mundo y consigo mismo.
Algunas veces, parece que la labor de la crítica es hacer la contra de la quema o de la censura (no hablaremos aquí de los casos opuestos, donde el crítico, con razón o sin ella, es el más adepto incinerador o el más abusivo censor). Retener. Tal es la consigna. Nuestra consigna. Si bien vivimos de segunda mano, del pequeño acerca de… o del sobre…, los críticos podemos (¿debemos?) hacer ígneo lo que sólo la lectura rev(b)ela, como hace el fuego con “el anillo que los gobierna a todos” en la obra de John Ronald Reuel Tolkien.
O no. Siempre podemos fallar. Pulso secundario, la crítica es más propensa a la deficiencia que la propia literatura. Esa constante presencia del posible desperfecto crítico es uno de los “peligros” de esta profesión. Un buen profesor siempre decía, en clase de Literatura popular, que “los médicos entierran sus errores; nosotros los publicamos”. Sin embargo, lo cierto es que muchas veces el crítico siente que algo le sale bien: leer, emocionarse, ajustar a las palabras y a la sintaxis lo que ha encontrado y que, certeza medio inefable, quiere compartir.
Dejando parafernalias y justificaciones —y muy a título personal—, los críticos debemos reconocer que el acto crítico es, sí, retener, pero también compartir. Aunque suene cursi o ingenuo, en una época donde ya no se queman libros porque el papel no es ya el soporte y porque el libro se hunde solo y sin ayuda en las profundidades de la Internet —unas veces por olvido, otras por desatención, casi siempre porque compite con una infinita multiplicidad de otros libros—, el crítico es un lector que comparte. In(ter)ventor de aquello que considera necesario (re)tener para otros lectores.
Es en ese cuerpo de retentiva, identificación y conmoción donde hallamos el goce crítico (y en los depósitos bancarios, tan necesarios). La lectura crítica, entonces, es una crítica interna: encontrar un fenómeno en la lectura de cierto libro, cierto capítulo, cierto párrafo, cierta palabra que nos habla, que nos dice, que nos representa quizá. El libro le habla a un yo interior del lector (perogrullada necesaria para este argumento). Hallado el fenómeno, tratamos de explicarlo, de ponerlo en vocablos, comunicarlo, y devolverlo, —transformado en discurso— a nosotros mismos. Y ya luego, si somos afortunados, muy afortunados, alguien leerá ese intento de transmisión del proceso interno crítico.
Pues bien, La memoria de las cosas (Sexto Piso, 2015) de Gabriela Jáuregui (Ciudad de México, 1979) es una obra de crítica a la vez que es literatura. O, más bien, es literatura porque es crítica en el significado propuesto aquí. Porque ahí hay una crítica interna en la cual el acto metafórico es el protagonista. A lo largo de sus páginas, el libro va tejiendo una red de vínculos: nudos entre una imagen y una idea, entre un pensamiento tal vez aleatorio, tal vez producto de una larga reflexión. Difícil saberlo. Como sea, la idea del vínculo como artificio prevalece a lo largo de los diecinueve textos breves que conforman el volumen.
En suma, algo que llama la atención de La memoria de las cosas y que hace del libro algo atractivo para nuestra sensibilidad actual son, sin duda, las asociaciones lúdicas, excéntricas y siempre agudas entre un objeto y otro, entre una idea y otra. El nudo impensado, inesperado. Tal característica conforma un cúmulo de textos que hablan sobre la vida interior no sólo de la escritora, sino también del lector, pues pone en crisis las certezas con las que nos relacionamos con el mundo.
Tres calas. Primera: el verbo reflexivo ‘camuflarse’ adquiere un peso diferente al proponerse que esa acción que los individuos llevan a cabo sobre sí mismos puede entenderse en multiplicidad de sentidos: camuflarse para cazar, pero también para esconderse con timidez, para imitar, para ser parte de una decoración, para disimular ser algo, para mentir, para sobrevivir. Un único verbo se vincula con varias de sus posibles acepciones y se explota para abrir el significado y así expandir y extender su uso. Lo anterior, creo, acusa un proceso crítico: identificar la multiplicidad de un vocablo, interiorizarlo y lanzar sus nexos factibles con ciertos actos. Se dijo ya: la crítica como literatura/ la literatura como crítica.
Segunda cala: en un proceso similar al descrito arriba, la pelusa se hace ver como el símbolo de la espera de unos músicos: cuando los personajes del texto “Pelusa” esperan a unos narcos, meten las manos a sus bolsillos —acción inconsciente e inocente—; esa mínima imagen es el pretexto perfecto para la búsqueda de las razones del estado actual de las cosas, para la exaltación del terrible vacío moderno, para hablar del poder que los criminales ejercen sobre los artistas (y sobre todos nosotros)… “Esperan que [los narcos] no lleguen. Siguen esperando” (Jáuregui, p. 125). La pelusa/espera. La espera/pelusa. En medio, la desesperanza, las lavadoras que crean eso que se desprende de la tela, la incertidumbre contemporánea de esta vida, el miedo.
Último ejemplo: volver y revolver. En “Revolver” esos vocablos son sinónimos de mezcla, de confusión, de intranquilizar, del disfrute (la bebida, la vida, el caos), del tango de Gardel, de la no menos famosa canción “La batidora”, de la elipsis. De esa otra elipsis tan necesaria hoy, la “Revolución: revuelto hasta el asco el estómago ante la situación. Levántate en armas (¿revólver?), que es lo opuesto a estarte quieto: movimiento, ruido, despierta. […] Sé como las cenizas de todos nuestros muertos que revientan con revuelo contra la cara del orden público. Haz mudanza” (Jáuregui, pp. 111-112), propone la voz diegética. Volver y revolver como provocación, como reacción ante un mundo en caos que necesita de otro caos menos cruel y más lúdico, como despabilo humano. Volverse baile: rito de liberación. Revolverse para re-crearse. Imperativos que hoy necesitamos.
Metáforas desarrolladas —conceptos casi—, los ejemplos citados son sólo una muestra de cómo esta figura retórica nos ayuda expandir nuestra concepción del mundo: la racionalidad, escribió Mary Hesse, “consiste precisamente en la adaptación continua de nuestro lenguaje a un mundo en continua expansión; la metáfora es uno de los principales medios para hacerlo” (Mary Hesse, apud. Ricoeur, p. 320). Esta memoria otra de las cosas que conforman el libro de Jáuregui es un ejemplo de ello; una radicalización discursiva de la energía cognitiva que supone la metáfora. Logro nada pequeño. Dicha memoria otra es una divertida y sentida forma de entender cómo la literatura suscita “otro mundo distinto con otras posibilidades distintas de existir”, siguiendo a Paul Ricoeur en su libro La metáfora viva (p. 303). Así, la metáfora en el primer libro de cuentos de Gabriela Jáuregui se afirma como el instrumento de la crítica interna, como un espacio donde el vínculo muestra toda su potencia: establecer la conexión entre dos elementos que en la mirada convencional no tendrían un enlace aparente. Ahí, la metáfora revela nuestro posible yo interno.