Esta pérdida de identidad, de la memoria y de la libertad que sufre el personaje no es insólita en la narrativa de Rey Rosa. No es la primera vez que utiliza el secuestro como eje principal de su narración. Los sordos, El cojo bueno y El material humano son algunos ejemplos. En esas tres novelas, el guatemalteco explora, con una prosa hipnótica y vertiginosa, los rincones cotidianos de la violencia en Latinoamérica. Su manera de escribir tiene una naturalidad endiablada que inevitablemente acerca al lector a ese territorio hostil que Rey Rosa describe en la mayoría de sus narraciones que, hay que decirlo, casi nunca dan la sensación de ser ficcionales. La cercanía y la familiaridad de esa violencia es tanta, que pareciera que el escritor sólo necesitó una detallada conversación con alguno de nosotros para extraer sus historias. Y esto no representa ningún intento por demeritar su escritura, sino una razón más para elogiar el pulso tan certero que tiene su pluma al momento de traer a sus páginas el infierno de esta realidad.
En esa Guatemala (que al mismo tiempo es toda América Latina) que retrata, siempre convulsa y violentada, el secuestro parece ser lo único seguro en el día a día. El personaje de “Cárcel de árboles” se ve sustraído de su lugar de origen para ser insertado en un lugar desconocido, un laberinto repleto de peligros y de enigmas aparentemente imposibles de sortear. Su memoria le es borrada todos los días y el lenguaje mismo le es negado parcialmente desde el momento en el que llega a esa cárcel de árboles. Es interesante la imagen mental que representa esta cárcel, pues la expresión de la libertad y de la bondad de la naturaleza puede relacionarse con los árboles, con el verde de sus hojas y con las aves. Y es eso exactamente lo que toma el autor para convertirlo en una prisión sin rejas. El golpe más duro que Rey Rosa lanza al lector es hacer que, junto con el personaje, se sienta aislado y desesperanzado aun bajo la otrora salvadora sombra de un árbol.
Como se verá más adelante en el relato, este personaje ha sido víctima de un experimento que lo dejó vulnerable a la voluntad del perpetrador —cuya identidad real desconocemos, aunque sabemos muy bien a quién representa simbólicamente—. Cada individuo recluido en la cárcel de árboles está programado para hacer algo determinado y decir un par de sílabas (marcadas en el árbol al que están encadenados) para que, al juntar a todos los sujetos, formen una turba imparable que recite y realice cualquier cosa que el perpetrador desee. Así, el autor pone al Estado como un ente omnipotente que posee recursos inimaginables para someter a cualquier persona. Este Estado ejecuta una apropiación de su ser, como si las personas fueran una página en la que se borrara todo el texto preexistente para, después, escribir en ella algo nuevo. Rey Rosa habla de cosas que no nos son ajenas en ninguna de sus dimensiones. Tal vez haya que señalar que impregna al texto con maniobras ficcionales propias de cualquier escritor, pero no deja de recalcar varios asuntos relevantes en el contexto político de América Latina: el secuestro, la desaparición y la apropiación como armas de poder y de control sobre los individuos.
Este escritor se ha convertido en el forense de cabecera de la literatura latinoamericana contemporánea, un escritor-forense que practica una autopsia al cadáver de su masacrada nación. Pero lo cierto es que ni siquiera busca ya la causa de la muerte, sino la manera de evitar que esta pandemia de muertes violentas se contagie. ¿Cómo? A través de la escritura constante de un ahora y un ayer igualmente dolorosos. El guatemalteco no pretende reescribir este ingrato presente con una nueva luz esperanzadora. No, porque eso sería una traición evidente a la realidad e incluso al futuro de su país. Rodrigo Rey Rosa exhuma el cadáver mediante la observación aguda y profundamente crítica de un contexto aparentemente inalterable. No busca el sentimentalismo ni las lecciones morales. Está más comprometido con la estructura caótica de la realidad y las secuelas que deja en el presente. “Cárcel de árboles” es, pues, la autopsia de una nación masacrada. Es una exhumación que no está exenta de suposiciones y, acaso, predicciones de un oscuro futuro. En la mente del forense Rey Rosa no hay más autor del crimen que el Estado. Ni siquiera se empeña en buscar otro. La respuesta, por lo menos para él, es evidente desde el comienzo.
Pero para hablar de cadáveres no sólo hay que referirnos al cadáver de Guatemala y de Latinoamérica. Es necesario también hablar del cadáver del lenguaje que el personaje de este relato exhuma. Desentierra un conocimiento, una facultad que le fue arrebatada para después apropiarse (otra vez) de ella. La apropiación en este caso es un acto más de recuperación que de resignificación. Pero no puede hacer lo mismo con la memoria. ¿Qué sucede con los rasgos esenciales que viven en los recuerdos de cada individuo? La aniquilación de la memoria significa la eliminación de la personalidad. Ese cadáver, desafortunadamente, no puede ser exhumado por el personaje. Sólo puede reconstruirlo a través del lenguaje y de lo que él mismo es ahora, no de lo que fue. La memoria colectiva es, también, borrada o en el mejor de los casos sepultada constantemente por el Estado. Rey Rosa sabe que la memoria de su personaje es la memoria de todo un país, de todo un continente. Que él no recuerde quién es ni de dónde viene nos duele como lectores porque ese parece ser nuestro sentir constantemente cuando los actos de violencia se intensifican en nuestro territorio.
El guatemalteco ya había explorado los alcances de la memoria y su caótico discurrir en el espacio y en el tiempo en El material humano. En esa obra también se atrevió a someter al Estado a un escrutinio exhaustivo en busca de la verdad, intentando recuperar los rostros y los nombres de los desaparecidos y asesinados por montones. Para el autor, los muertos deben dignificarse, deben dejar de ser considerados como un número más en una estadística brutal. El Estado, entonces, se convierte en el usurpador de la humanidad entera de sus personajes y del lector mismo. Es un secuestrador que se deshace del cuerpo, lo convierte en cenizas y las esconde. Es lo que Sergio Villalobos Ruminott llamaría “la desaparición de la desaparición”. La memoria de los personajes de ambas obras es, también, los muertos y los desaparecidos de toda América Latina. Son cadáveres que no se pueden hallar, que no pueden ser exhumados, que están perdidos en un territorio hostil que parece configurar un laberinto de muertes y de violencia constantes. Como lectores, entonces, quisiéramos tener la capacidad de Rey Rosa para ser los forenses de nuestro territorio, para encontrar la causa de toda la muerte sin sentido y de la terrible desaparición y así evitar el contagio. Pero no podemos. El Estado no deja huellas, no deja rastros. Y si los deja, parecen no ser castigables.