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Oración a los despiadados

El rezo que nace del desasosiego, un rezo inventado, sólo así funciona.
Cuando estés desesperada, decían, encomiéndate a los malos,
porque los buenos jamás han atendido a las súplicas de los desposeídos, de los miserables.
[…] Debo seguir con mi oración:
Ixtab, Atila, Hitler, Vlad, Medusa… […] Herodes, Drácula, Hitler, Nerón,
Charles Manson, Satanás, Adonis, Azael, Belcebú, Lenin, Stalin, Lucifer…
Bibiana Camacho, Lobo
¿Cuál es tu nombre?
Contestó él: Legión. Porque habían entrado en él muchos demonios.
Lucas, 8, 30
 Al que se queda vacío cualquiera lo puede matar.
Liliana Colanzi, “Chaco”

No hay, en nuestros días, oráculos. Esto quizá se debe a que, permítase el lugar común, no existen palabras sin cierta carga de energía embustera. ¿Quién, en juicio saludable, creería en un discurso que pretende ser irrevocable? Desconfiamos de la palabra porque en nuestras poleis el ensañamiento, la crueldad y la mentira aparecen en demasía, muchas veces sostenidas con la fuerza de la convicción o de un pretendido brío divino. Este sería un segundo lugar común, pero es desde ellos desde donde me interesa partir.

Lo que sí hay, en nuestro tiempo, son esfuerzos de entendimiento por todas partes, actos críticos, y ojalá estos fueran también lugares comunes. Mientras los portavoces de los diversos poderes ―políticos, conductores de noticieros y representantes institucionales― construyen con frecuencia y chapuceramente versiones distorsionadas de hechos concretos o tal vez repiten mezquindades para eliminar la existencia cruda de sus crímenes, casi a la par, algunas personas piensan en la forma que debería tener la verdad, la certeza, lo frontal, y se hunden por medio de la reflexión en posibles respuestas ―insisto: éstas son siempre críticas― para negar esas palabras farsantes que toman la forma de tramposos vaticinios y falsas virtudes.

Esas personas intentan imaginar esas palabras secretas que no se dicen o se escuchan mucho, pero se saben necesarias. Entre la locura y el horror, hay voces que detectan las fallas del lenguaje y ahí, en esa falla y en la doble carga semántica, crean una pintura, una pieza teatral, una escultura, un ensayo, un poema o un relato que se traduce en una consulta a la sociedad, un cuestionamiento imposible de evadir.

Actos críticos con forma de arte, con energía de arte, podrían llamarse. Si no tenemos verdaderos oráculos ni virtudes, sí contamos con ‘testigos-artistas’. Hay escritores que funcionan como exégetas de aquello que se oculta en una sociedad dada; señalan la parte horrible de nuestro rostro colectivo. Siguiente lugar común: el arte no afirma (o rara vez lo hace) y, sin embargo, sugiere; más aún, permite comprender, muestra, y por eso nos faculta para ver a través del fraude y del engaño.

Una narración, para mostrarnos algo, debe transformarse en eso que se intenta exhibir. En la novela Lobo (Almadía, Oaxaca de Juárez, 2017), de Bibiana Camacho (Ciudad de México, 1974), para señalar la alucinación, la demencia y el miedo que lleva ya décadas azotando nuestro territorio, la autora expone un proceso muy detallado de cómo tales abstracciones van apoderándose de todo.

Berenice protagoniza una historia que comienza por mostrar sus esfuerzos por convertirse en una investigadora y viaja al norte de México para colaborar con una importante profesora que, por el paso del tiempo y, sobre todo, a causa de una personalidad enajenada, está yendo a menos en lo personal y lo académico (pertenecer a la academia es estar más o menos enajenado). Sin embargo, Berenice formará parte de acontecimientos insólitos que van apoderándose de la diégesis y que culminan con la ausencia de aquellos con los que la muchacha establece relaciones, lo que complica hasta la imposibilidad los planes con los cuales viaja a El Lobo, pueblo en que tiene lugar buena parte de la historia.

Los participantes de la narración acaban inmersos en la locura y la paranoia, víctimas de algo que no tiene nombre y que se lleva a la gente (dentro y fuera de la diégesis): “― ¿Cuáles asesinos? ¿Quiénes? ―pregunté con hilo de voz. Sabía a quiénes se referían, pero su reticencia a nombrarlos me llenaba de terror. Casi esperaba que me dijera otra cosa, que me dijeran nombres, algo que le diera cara, aunque desconocida, al enemigo, al peligro” (p. 201).

La novela Lobo es miedo, demencia, alucinación. En esa obra se ha construido un relato que se conforma con ausencias. Para probar esto, sólo tenemos que observar los leitmotivs que conforman esta obra: secretos jamás contados, aullidos y ruidos sin emisores claros, desapariciones sin explicación, individuos y pueblos mexicanos que se desvanecen, recuerdos que evanescen, muertes sin una aparente justificación además del propio enajenamiento y el temor.

Camacho propone una posible ―y muy factible― sintaxis del miedo, una expresión de la angustia que se basa en la construcción de la partida de los personajes: en los episodios en que éstos van desapareciendo no tenemos un ente específico que los rapte y, sin embargo, dejan de estar o aparecen para inmediatamente abandonar la escena, como si fuesen espejismos. Un acto crítico de la escritora capitalina, en esta novela, radica en mostrar asimismo la presencia invisible del sujeto agente. De éste sólo vemos sus acciones o, más bien, los resultados de éstas: sustracciones indefinidas, inasibles e indescriptibles que sumen al lector en la incertidumbre. Eco del contexto contemporáneo.

Importante: no es ésta únicamente una incertidumbre todoroviana que nos hace preguntarnos ‘¿qué pasó en la narración?’, el trabajo estético y de denuncia de Bibiana Camacho va más allá y se escurre fuera del libro para recordarnos que no hay culpables ni actores en las ausencias que torturan hoy en día a nuestra sociedad. No es sólo una técnica, sino un vistazo crítico a la realidad (nuestra realidad): como una buena historia, los recursos estilísticos de esta escritora en Lobo no sirven exclusivamente para formular una obra ficcional, también son eficaces para definir el entorno en que la obra vio la luz (igualmente indescifrable, paranoide, medroso y que, a la manera de la propia novela, también urge decodificar). Respuesta por demás crítica y a la vez desconsoladora la que se propone sobre el tema de la desaparición forzada: no hay nadie (nada) que señalar. Se ha escindido la parte que pueda dar respuestas. No hay oráculos ni personajes virtuosos (falsos o verdaderos). No hay más que una terrible oquedad de sentido.

Muchos dirían que precisamente esa urgencia del sentido está sobrevalorada, que la sociedad sigue su camino, que la rutina no requiere del entendimiento, que la inercia cotidiana sobrevive pese al desconocimiento, no en vano la narradora en primera persona concluye contundente: “qué poca importancia tiene la gente que desaparece por accidente, por su voluntad o porque alguien se la lleva” (p. 195). Es ahí donde Lobo cobra relevancia como narración: niega que la rutina y lo cotidiano queden impolutos ante las desapariciones y su falta de sentido. Los microcosmos más ajenos a la experiencia de la violencia (no así a su reflexión y crítica) se trastocan después de la primera desaparición en la novela, que tiene lugar en el mundillo académico instalado en el sur más meridional de la Ciudad de México.

Esos loca humanistas de la capital del país ―“casi utópicos por aislados”, escuché decir a un importante investigador― son alcanzados por ese ente innominado y dos profesores se esfuman sin motivos ni causalidades: “Quién iba decir que meses después ellos serían la primera pareja de «desaparecidos» conocidos” (p. 85); luego ocurre lo mismo con los personajes del norte del país, donde se narran prioritariamente los hechos.

Es curioso: con esa primera ausencia de los investigadores, Camacho invierte en su novela el orden histórico de las desapariciones. Si en los archivos nacionales (susceptibles siempre de duda) se observa que los primeros casos registrados tuvieron lugar en el norte de México y después pasaron a la urbe capitalina, en Lobo ocurre lo contrario pese al reconocimiento del orden historiográfico: “De golpe me llegaron todas esas historias de masacres y de crimen que ya asolaban al país, pero que en la Ciudad de México todavía parecían relatos de terror ocurridos en tierras lejanas” (p. 64).

http://www.ororadio.com.mx/noticias Fotografía de Jorge Luis Plata.

En Lobo, como en el plano empírico (también llamado ‘realidad nacional’), no hay lugar intocable para aquello que sustrae a los personajes sin previa manifestación. Como en el juego infantil llamado comúnmente El lobo, ningún participante está a salvo; así, todos los protagonistas, sin excepción, acaban por esfumarse en un clima fantástico y maniaco. Hacia el final de la novela, Berenice está sola en la casa de la investigadora:

Afuera, ya con el sol despuntando, había un mundo nocturno desconocido que susurraba. A veces se escuchaba que algo se arrastraba, una rama que se rompe, pasos, el ruido de un animal que se escabulle, que escarba. Dentro escuchaba portazos a lo lejos, quizá en la cocina o el comedor. Pasos apresurados y alguien que le sopla a las velas. Ya nada de esto me asustaba, pero me sentía    tan mal que me empezó a entrar una especie de paranoia y tuve la duda: ¿me estaré volviendo   loca?
Escuchaba los ruidos con mayor intensidad que de costumbre. Me repetía constantemente que si uno pone suficiente atención a los ruidos es posible escuchar prácticamente cualquier cosa, hasta las que no ocurren (p. 194).

¿Tienen lugar o no esas cosas que la joven escucha? Difícil dar una respuesta, pues el texto no permite adoptar una postura incuestionable. Son pasajes fantásticos que determinan no sólo la diégesis, sino nuestro estado actual con respecto a las desapariciones. Uso el término ‘fantástico’ con toda su carga filológica, porque acaso las desapariciones, podría sugerirse desde una lectura de la novela, son fantásticas por reales y realistas por fantásticas, pues nuestra realidad está sin duda, en este aspecto, marcada por “la incertidumbre y la vacilación”, como propusiera Tzvetan Todorov en su clásico estudio Introducción a la literatura fantástica:

En un mundo que es seguramente el nuestro, el que conocemos, un mundo sin demonios, ni sílfides, ni vampiros, se da un acontecimiento que no puede explicarse con las leyes de ese mundo que nos es familiar. Quien percibe tal acontecimiento debe optar por una de dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y, en tal  caso, las leyes del mundo subsisten tal y como son; o bien el acontecimiento ha sucedido realmente, es parte integrante de la realidad, y, entonces, esa realidad está regida por leyes desconocidas. […] Apenas se ha optado por una u otra solución, se abandona la dimensión de lo fantástico. […] Lo fantástico es la vacilación que experimenta un ser, que sólo conoce las leyes naturales, ante un conocimiento aparentemente sobrenatural (p. 28; las cursivas son mías).

Otro acto crítico de Camacho: señalar lo insólito como rasgo primordial de nuestra realidad. ¿Hay que hacer mimesis fantásticas al hablar de las desapariciones en México? Quizá, pues los métodos con los cuales desciframos la realidad han sido puestos en crisis hasta su inutilidad; de ahí que no tengamos respuesta. Algo se lleva a la gente. “Casa tomada” cede el paso a “Personas tomadas” (otro lugar común de nuestro tiempo). Se hace posible y crítico hasta la radicalización el dicho paremiótico: “la realidad supera la ficción”, ese dicho nunca fue más verdadero que a la hora de buscar causalidades y autorías de las desapariciones en este país: “Ahora mismo pienso en los peores escenarios, […] lo que imaginamos casi siempre se queda muy por debajo de lo que realmente puede ocurrir. Las peores atrocidades del mundo han sido reales, la fantasía nunca le llega ni a los talones, por despiadada que sea” (p. 13).

La historia de Berenice muestra que la rutina tiene baches imposibles de obviar, que la inercia cotidiana se tambalea a causa de hechos insólitos y terribles: personajes, personas (no olvidemos, insisto, la importancia del supertexto llamado ‘realidad’) que se convierten en entes “ni vivos ni muertos”, como se titula el documental de Luis Ramírez y Federico Matrogiovanni. 1 Sin un cuerpo para llevar a cabo los ritos de despedida, ¿cómo podrían tener certezas los deudos? No se violenta sólo al desaparecido, también a cualquiera que lo conoce. Reitero: ese limbo sin nombre construido por la vacilación y la incertidumbre no es, desafortunadamente, solo un recurso literario; forma parte de la retórica terrorista de nuestros días más “cotidianos”, de nuestro mundo “que es seguramente el nuestro, el que conocemos, un mundo sin demonios, ni sílfides, ni vampiros” y, sin embargo, es un orbe en el que la gente se borra, como en la novela pasa con Felicia, la profesora, y su pareja. Desaparición espontánea.

Al respecto, piensa Berenice: “Por un lado los quería abrazar, y por otro gritar. Lo primero era saber que estaban bien. Pero no estaban” (p. 196). ‘Pero’, el gran adversativo, se usa con toda su fuerza para que la frase última caiga como un yunque: no estaban. Punto. Nada qué decir, nada más por hacer. No estaban bien, simplemente no estaban. El verbo se usa de nuevo para negar toda clase de posibilidades. “Pero no estaban”, y la vacilación se impone como consigna y única respuesta, pues la estudiante recuerda “las desapariciones que desde hacía meses ocurrían por todas partes. La percepción de los acontecimientos cambia cuando nos alcanzan. No sabía qué pensar” (p. 201). Y como reacción a su orfandad e inminente demencia, sobreviene un temor muy natural pero ocasionado por algo sin lógica ni causalidad: “El miedo antes agazapado se manifestaba con toda su fuerza devastadora” (p. 203).

Como dice el epígrafe de este texto, “Al que se queda vacío cualquiera lo puede matar”, sugiere un personaje del cuento “Chaco” de Liliana Colanzi 2; también, se demuestra en Lobo, al que se queda solo cualquiera lo puede desparecer. La incomunicación, la incertidumbre y la vacilación obligan a cualquier ser humano a la búsqueda de respuestas en uno u otro plano. Ahí tienen lugar los mitos, las religiones, las academias, las supercherías, las mentiras y, asimismo, las posibles verdades.

Camacho expone esto cuando, como consecuencia de su miedo sin nombre, la personaje principal da la espalda a sus convicciones científicas y a la convención religiosa y decide, desesperada, hacer caso a la sugerencia de las tres extrañas hermanas que conoce en su periplo por el norte del país, las llamadas “Belugas”: “si me concentro en el miedo me voy a desplomar. […] Si nos encuentran, vamos a desaparecer” (p. 13), le dice aterrada la narradora a un inquietante gato que rescató en la casa de Felicia, la investigadora (p. 44 y ss.). Este animal es su único acompañante en la huida de aquel ente inefable que, en ese momento narrativo, la persigue. A causa de la inquietud, la desolada protagonista recuerda en el capítulo “0”, con el cual abre el libro:

Desde que salimos recito una y otra vez la oración del miedo, la que me enseñaron las Belugas. El rezo que nace del desasosiego, un rezo inventado, sólo así funciona. Cuando estés desesperada, decían, encomiéndate a los malos, porque los buenos jamás han atendido las súplicas de los desposeídos, de los miserables. Quizá los dioses despiadados, por la poca atención que les profesan, te escuchen, en todo caso no te encomiendes a los dioses buenos, no escuchan súplicas, no favorecen a los desprotegidos. Si estás murmurando la oración del miedo, es porque la suerte buena te ha abandonado (pp. 11-12).
No sé de dioses, tampoco de religiones, así que digo nombres al azar, de personas que han sido malas, y quizá de algunos dioses: Nerón, Hitler, Nerón, Atila, Stalin, Vlad, Medusa, Ixtab Torquemada. Los repito una y otra vez y sólo les pido que nos dejen llegar sanos y salvos a Loreto, Torquemada. Los repito una y otra vez y sólo les pido que nos dejen llegar sanos y salvos a Loreto, ya luego veremos si podemos abordar un autobús que nos lleve de regreso a la Ciudad de México. Es el único lugar que se me ocurre, tampoco es un lugar seguro pero al menos ahí está mi familia,  mis amigos (p. 12).

Luego vuelve a su particular rezo cuando se pregunta por algunos de los hechos que la han llevado a su desesperado periplo: “Debo seguir con mi oración: Ixtab, Atila, hitler, Vlad, Medusa…” (p. 13) y más adelante: “Herodes, Drácula, Hitler, Nerón, Charles Manson, Satanás, Adonis, Azael, Belcebú, Lenin, Stalin, Lucifer…” (p. 14). ¿Cuál es el gesto escondido tras tal acto? Alarmada y atónita por los hechos extraordinarios, Berenice reconoce que la convencional reacción de conjurar a “los buenos” (quienesquiera que sean) no dará resultado por su condición “desposeída”, “miserable”, “desprotegida”.

Su respuesta ―oración extraña― no deja de tener sus bases empíricas: ante la corrupción de nuestras instituciones y sus abanderados, ante el terror innombrable que recorre las tierras nacionales, muchos, en mayor o menor medida, consideran (consideramos) en sus propios términos, dentro de sus esferas íntimas y en sus colectividades, la violencia y la mentira como opción; conjuran, desmoralizados y encolerizados, a “los malos” y a “los despiadados”. La letanía perversa de la estudiante (posiblemente un guiño a los evangelios de Lucas y Marcos, donde se habla de los muchos demonios que entran a habitar un cuerpo) es un síntoma exagerado, mas diáfano, de esa posible reacción.

¿Deberíamos, entonces, en nuestro abandono individual, conjurar a los despiadados? No. Ésa sería una lecto facilio: una interpretación probablemente ingenua. (Sobre)vivir, en estos días y lugares complicados para la moral, implica contender al despiadado y al mentiroso, preguntarnos si no somos nosotros nuestro propio ente inefable que se lo lleva todo, que desaparece silencioso a nuestros seres queridos y, de ser así, si podemos (y queremos) guerrear con él.

Acaso la respuesta sea conjurar a quienes se hacen las preguntas sobre la sociedad y el ser humano. Evocar a los escritores que plantean un último juicio sobre nosotros mismos. Hay autores que, en la supuesta desolación de sus personajes, en el medroso periplo de sus protagonistas, en la malsana enajenación de sus historias, nos muestran la verdad y la urgencia ya no de ser Legión ―cúmulo simbólico de demonios―, sino de hacer comunidad: un fin mucho menos esotérico, pero más urgente.

La posible lección de Lobo es que en soledad y desamparo somos vulnerables y susceptibles de convocar el perjuicio: nótese que ningún personaje de la novela desaparece en la intimidad y la protección que le brinda el grupo con el que convive ―no se da un caso como el que, vergonzoso y estremecedor en muchos sentidos, ocurrió en 2014 en Iguala―; habría que preguntarse si, al menos en la diégesis, los personajes unidos y acompañados, en familia o en grupo, son menos vulnerables.

Al inicio de este comentario propuse que no hay oráculos porque no hay discursos infalibles. De acuerdo, pero novelas como la aquí revisada nos muestran que siempre tendremos la posibilidad de buscar respuestas propias en el arte y en nuestra comunidad crítica. También dije que no existen palabras exentas de un uso corrupto. Cierto. Sin embargo, contamos con herramientas para fiscalizar cualquier palabrería, cualquier falsa parafernalia.

A esas herramientas les llamamos artificio, técnica, análisis, (re)lectura, cuestionamiento, crítica, ficción, literatura, arte. Tales manifestaciones de la reflexión, así agrupadas, conforman también una letanía. Si en Lobo se expone una oración de los despiadados, a partir de su interpretación podemos proponer una jaculatoria del quehacer intelectual. Es tarea de quien lea estas líneas elegir cuál letanía es, hoy, más importante, íntima y necesaria.

Acerca del autor

Juan M. Berdeja

Profesor investigador del Programa de Estudios Literarios de El Colegio de San Luis, A. C. (México). Es doctor en Letras hispánicas del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México…

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Notas al pie:

  1. Luis Ramírez y Federico Matrogiovanni, Ni vivos ni muertos. Coconut Films, https://www.youtube.com/watch?v=C4YsPZUj05I&t=267s. Consultado el 6 de enero, 2018. Este material audiovisual se desprende de la investigación de Federico Mastrogiovanni: Ni vivos ni muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror. Edición actualizada, Jaime Avilés (pról..), México: Debolsillo, 2016. Esta investigación fue reconocida con el Premio PEN México 2015 XLIV: Certamen Nacional e Internacional de Periodismo.
  2.  Liliana Colanzi, “Chaco”, en Nuestro mundo muerto, Almadía, Oaxaca de Juárez, 2016, p. 81.