El nervio óptico (Mansalva, 2014), primera obra literaria de María Gainza, es un texto que recuerda narrativamente el cuadro de Teniers II. Es una obra que no se ciñe a un género específico y que puede leerse como novela, como colección de relatos o como guía de museos. Los fragmentos seleccionados de la historia del arte que sirven de refugio a la narradora (una joven que ha crecido renegando de los prejuicios de la clase alta de donde proviene su ahora empobrecida familia) permiten que, por medio de una elegante, delicada y sencilla narración, el lector se halle ante una colección de once pinturas, once artistas y once personajes con los que la narradora va construyendo un relato del que ella termina siendo el punto focal, el centro desde el que se organizan las figuras del tapiz.
Durante su infancia, la narradora de El nervio óptico sufrió de diplopía, una enfermedad ocular que le hacía ver doble. El tratamiento que siguió consistía en unir, mediante la fuerza de los músculos oculares, las siluetas idénticas de un mismo gato separadas por un espacio en blanco. Este ejercicio de ver siluetas y de unirlas gracias a la fuerza de esos músculos también recoge, en gran medida, el sentido de esta obra de Gainza. A lo largo de once capítulos, el lector contempla una serie de escenas en las que se van uniendo o entrelazando en un único lienzo las vidas de los artistas, sus cuadros y las experiencias de un grupo de personajes, cuyas vivencias permiten a la narradora reflexionar sobre sus propias preocupaciones. La obra muestra una serie de duplicaciones en la que los cuadros sirven como un espacio emocional en el que el ojo de la escritora reúne a los pintores junto con los personajes. Al mismo tiempo, las pinceladas en los cuadros, los trazos, evocan la pronunciación de las palabras. Poco a poco, va construyéndose una imagen emocional y vital de la narradora que solo podrá apreciarse cuando se haya leído la última página. El lector deberá reducir la multiplicación de las imágenes, de su silueta, a la unidad última del proceso de terapia. Esa unidad última entendida como lectura. Acabada esta, podrá reducirse a una sola imagen todo lo que las imágenes particulares ofrecían de forma dispersa y privativa. La capacidad de ver a través de las siluetas la unidad íntima de las formas culminará el proceso de la cura; la salud óptica óptima será la que restituya lo idéntico a su condición de partida.
El nervio óptico despierta en el lector las sensaciones simultáneas, enfrentadas entre sí, de ser indiscreto y de ser invitado a participar de un secreto. Es un libro delicado y refinado, como los trazos que dan forma a las pinturas sobre las que se narra. Como las escenas que se representan en las pinturas, puede ser un libro bello, doloroso o profundo. Llama la atención el acierto de Gainza al evitar describir los cuadros o relatar las biografías de los artistas. Esta no es una novela en clave ecfrástica, y tampoco es autobiográfica o autoficcional, aunque hayan coincidencias biográficas entre la narradora y la autora, sino que es una obra en la que se explora el universo de emociones, sensaciones y reflexiones que crea la narradora al observar una serie de pinturas; y es también una reflexión sobre cómo estas reproducen o explican una parte esencial de la vida de quien observa. La unidad que debe hallar el lector al final de su lectura es la misma unidad cuya restauración curativa, la regeneración del nervio óptico dañado es el empeño del personaje principal de la obra.
María Gainza consigue transmitir y mantener, a lo largo del texto, una forma de disfrute estético, una comunión y un diálogo entre su mirada y la de los posibles lectores. Atraviesa todo el relato la reacción de la narradora cuando al contemplar por primera vez la Caza del Ciervo, de Alfred De Dreux, recuerda que «en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte, y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias» (13).