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Escritura a tajo abierto: Destinos inciertos de David Elí Salazar

David Elí Salazar, Destinos inciertos, Editorial San Marcos, Lima, 2017, 92 pp.

Publicado por vez primera en 1998 —luego de que obtuviera el primer lugar en el II Premio Anual de Literatura, convocado por la Municipalidad Provincial de Pasco un año antes— y reeditado en 2006, 2010 y 2017, Destinos inciertos reúne seis relatos que ofrecen distintas perspectivas sobre la actividad minera en los Andes Centrales del Perú. Se trata, pues, de un libro que de acuerdo con la taxonomía usual de la historiografía literaria peruana podría calificarse de “rural” o “regional”:1 fue escrito y está ambientado en Cerro de Pasco, una pequeña (aunque históricamente muy importante) ciudad del interior —también conocida como la “capital minera del Perú” y ubicada a más de 4300 m .s. n. m.—, la cual “no obstante el enorme apogeo material y social, no tuvo expresiones literarias y artísticas equiparables” (9) y donde, en consecuencia, “el cultivo del cuento con intencionalidad literaria ha sido un ejercicio esporádico” (16), como sostienen, respectivamente, Manuel J. Baquerizo y Luis Pajuelo, prologuistas del volumen.

El tema que de manera explícita o latente hilvana los cuentos de Destinos inciertos, la minería, constituye una veta muy explorada por los narradores peruanos: de un lado se hallan quienes han insertado en sus novelas algunas referencias (breves las más de las veces y poco determinantes para el desarrollo de los acontecimientos narrados) sobre la extracción de minerales en distintas zonas del país (como es el caso de Clorinda Matto de Turner en Aves sin nido, el de José María Arguedas en Todas las sangres o el más reciente de Laura Riesco en Ximena de dos caminos); del otro, en cambio, es posible identificar a los autores que le han dedicado libros enteros, como ocurre con El tungsteno (1931) de César Vallejo, En la noche infinita (1965) de Miguel de la Mata y Volcán de viento (2008) de Roberto Rosario, por mencionar sólo algunos ejemplos.

Para decirlo en grueso, si la producción cuentística en la región ha sido exigua, los antecedentes literarios sobre el asunto minero, en cambio, son numerosos y diversos entre sí, como lo ha demostrado el mismo David Elí Salazar en sus indagaciones de índole académica.2 De ahí que Destinos inciertos exija, al mismo tiempo, atender el inexorable vínculo del libro con Cerro de Pasco (en tanto que la historia, el emplazamiento,3 las costumbres, las manifestaciones artísticas y la vida cotidiana de la ciudad son aludidas constantemente en todos los cuentos) y reconocer su filiación con un corpus narrativo más amplio y prolífico.

Los seis relatos que integran Destinos inciertos, pese a su desigual factura y a su aparente monotonía (o, mejor dicho, gracias a ellas), refrendan de un modo u otro —ya sea por medio de las voces narrativas empleadas y por el dialogismo sociocultural que ellas representan de manera conflictiva, ya sea por la inestabilidad de los tiempos verbales empleados— la pretensión, cuyo arraigo en la narrativa latinoamericana puede rastrearse, incluso, desde las Crónicas de Indias escritas por los naturales de la región, de denunciar los abusos perpetrados por los detentores del poder en la serranía peruana.

Así, el relato que abre el volumen, “Ciudad del futuro”, presenta la narración de un hombre a punto de huir. ¿El motivo? La minúscula casa en que habita está en una zona flagelada por la soledad y el frío, pues su antigua vivienda fue devorada —al igual que muchas otras, las cuales integraban la “ciudad vieja”— por el inmenso tajo de una mina. Mientras espera el amanecer, el hombre rememora algunos episodios fundamentales de su infancia, vinculados siempre a su oscuro presente. Entre sus recuerdos destaca el de aquella vez que su padre lo llevó a conocer la maqueta de “Villa de Pasco”, la nueva y moderna ciudad que la compañía minera prometió construir:

Reflejado por brillo de luz, vi un pueblo pequeñito donde las casas, calles y plazas estaban ordenadas reposando en la superficie de un escritorio […] Todos los hombres observaban pasmados de curiosidad […] Vi a mi padre feliz, sus ojos brillaban de contento y su sonrisa era de nunca acabar. Lo cierto es que a mí me pareció el juguete más hermoso que un niño quisiera tener. Incluso insistí para que el viejo me comprara ese juguete. Una ciudad de cartón para jugar, y él, alborozado de alegría me dijo que no era un juguete de verdad, sino las maquetas de la nueva ciudad de Cerro de Pasco (24).

La fascinación que la maqueta ejerce sobre el padre del narrador/protagonista lo llevará a sustituir a la ciudad real (la vieja Cerro de Pasco) por la “ciudad de cartón” colocada sobre un mostrador, tal y como le ocurre al fotógrafo que esconde en su casa del barrio de Flores una réplica de Buenos Aires, según se lee en el prólogo de uno de los libros más emblemáticos de Ricardo Piglia: El último lector (2005).4 Empero, en Destinos inciertos el padre del protagonista modelará el futuro de su familia a partir de la ciudad imaginada: “Desde ese día mi padre decidió planear todas las cosas que debemos hacer en nuestras vidas” (24. Énfasis mío). El relato imbrica permanente y conflictivamente, el pasado y el presente, la proyección esperanzada del padre con el desaliento del hijo, la felicidad otrora producida por el descubrimiento de la maqueta con la actual desconfianza por cualquier forma de representación: “los proyectos, los planos, solo fueron montones de papeles que esconden raros misterios entre sus líneas” (28).

Mineros carrilanos (quienes conducen los vagones dentro de la mina). Fotografía: Repositorio de la PUCP.

“Las aguadoras” en cambio, es un texto que, como bien apunta Manuel Baquerizo, posee un registro “más cercano a la leyenda, a la tradición y a la memoria popular que al cuento propiamente” (10). Tal característica constituye, a mi parecer, una virtud del cuento antes que un defecto, pues la narración, en apariencia convencional, contiene algunos detalles sugestivos: un personaje colectivo y femenino —el grupo de “mujeres gordinflonas” (33), “recias, descendientes de los Cusichaca, Ayala, Guacrapáucar, valerosos curacas huancas” (34)— que se encarga de preservar limpia la laguna Patarcocha y de acarrear el agua hacia el centro de la ciudad; la descripción de algunos episodios —risibles antes que dramáticos— en los que la pureza del agua (y, por tanto, la labor de las aguadoras) se ve amenazada por algunos rufianes locales; la aparente narración en tercera persona que, al final, revela la localización discursiva y geográfica de la voz imperante como la de un habitante de la ciudad; y, por último, la elisión del conflicto central del relato, ocurrido entre las huanquitas aguadoras y la compañía minera que, con su llegada, cambió por completo la dinámica en Cerro de Pasco (“las luchas y resistencias entre estas valerosas mujeres y la empresa minera comprenden un episodio poco feliz para la historia del pueblo […] sería revivir rencores colectivos muy profundos que a muchos viejos les zapatea el hígado”, 39-40).

“El socio mayor” se articula a través de los diálogos que, en distintos momentos, mantiene un mismo personaje, Leiva, con Daniel Balarín (un inversionista afincado en la capital) y con Juanito (sobrino y confidente del protagonista), a propósito de la explotación de una mina. La yuxtaposición de fragmentos de una y otra conversación permite al lector advertir la forma particular en que Leiva se expresa y se comporta de acuerdo con las relaciones de poder y de confianza que mantiene con cada uno de sus interlocutores. Acaso el elemento más sobresaliente del cuento sea la imposibilidad de comunicación alguna entre Balarín y Leiva, la cual alcanza su punto más álgido cuando la escritura (bajo la solicitud de una firma) instaura su fijeza y su poder para separarlos.

En “Reprenda al cielo abierto” —el texto más breve del conjunto—, la ciudad, convertida en personaje por medio de la prosopopeya, apostrofa a su enemigo vitalicio, el tajo abierto de la mina. Quizá el aspecto más relevante del cuento sea la desproporción de las fuerzas en pugna: el desmesurado crecimiento de la mina ha terminado por devorar todo a su alrededor: lagunas, plazas, torres, patios y barrios enteros. Las comparaciones y metáforas mediante las que se expresa la violenta expansión del tajo abierto en detrimento de cualquier otra actividad, son, además de vastas, muy reveladoras: el tajo es como un “coleóptero” sucio (57), un “pulpo” que extiende sus tentáculos, un “enorme bebé” insaciable (59), un ”dragón que arroja fuegos incandescentes” (58), un “embudo gigante” (59), una “batea infernal” (60) o un “toro bravo” (60) que muge sin descanso. En todos los casos, es patente la condición antinatural (sino es que monstruosa y brutal) que se le atribuye a la extracción de minerales.

Tajo abierto de Cerro de Pasco. Fotografía: Marco Polo Taboada.

Es con “La mafia” que Elí Salazar explora otros asuntos: en este caso, las vicisitudes de un grupo musical que viaja a la capital para grabar su disco. A partir de la conversación entre un tecladista experimentado y un guitarrista novato, aquél le explica a éste cómo en el estudio de grabación, él y los demás músicos de la banda fueron suplantados por otros, al mismo tiempo que sus canciones sufrieron un destino similar: “Escuchábamos por el monitor cómo nuestra música se iba deshilachando en varios pedazos retaceados por manos extrañas […] Sentíamos cómo nuestra composición se vestía de ropaje extraño. Hasta las letras fueron cambiadas bajo pretexto de ser muy lloronas y tristes” (71). El fragmento condensa el costo que para los músicos provincianos implica desplazarse hacia la capital para grabar (es decir, de fijar) sus expresiones artísticas y culturales en un entorno ajeno y hostil. Por lo demás, no es gratuito que, para referirse al estudio de grabación, uno de los personajes recurra a la imagen más habitual y lóbrega de Cerro de Pasco: la mina: “Daba la impresión de estar metido […] en el nivel 2000 donde sofoca como en un horno […] cuando estuve en la sala de grabación volví a sentir la misma sensación de calor” (66) y “ese salón tétrico sin ventanas que da la impresión de estar en la mina” (74).

El relato que cierra el volumen, “El espejo de Comala”, de evidentes reminiscencias rulfianas, se asemeja a “La ciudad del futuro”: un minero se adentra en el socavón y, al hacerlo, también tantea en sus recuerdos. Al igual que el protagonista del primer cuento, ha visto la debacle que la extracción ha provocado en la ciudad; ha presenciado la partida de familias enteras y la destrucción de lugares queridos: “Cada vivienda que caía, era como si estuviesen quitando a Crispín algo de su cuerpo” (88). La diferencia, empero, reside en dos aspectos sustantivos: por un lado, Crispín —de manera opuesta a lo que le ocurre al personaje de “La ciudad del futuro”— se resiste a abandonar el pueblo, ya que pese a las adversidades logró formar una familia; por otro, se ha aficionado a la lectura y “trata de devorar empedernidamente novelas para descubrir, aunque sea de viejo, aquellos mundos de ensueños” (89). En el desenlace, las almas de Comala pueblan los sueños de Crispín y él las supone buscando refugio en los socavones de las minas. El fragmento —que merece, sin duda, una revisión mucho más detallada de la que puedo insinuar aquí— implica, me parece, un cambio respecto al cuento inaugural, pues en “El espejo de Comala” no es el protagonista quien emigra, sino los personajes de Pedro Páramo los que se trasladan en sueños hacia él. Estimo que el cotejo entre las ideas subyacentes en “La ciudad del futuro” y en “El espejo de Comala” puede contribuir a echar luz sobre lo que puede significar, según la poética del texto, el acto de leer en el contexto de la serranía peruana: un traslado de la letra a la voz y, con ello, otra forma de pervivencia de las voces de Comala en un territorio distinto.

Mineros en la bocamina de Morococha. Fotografía: Repositorio de la PUCP.

Por último, quisiera referirme a un aspecto que recorre, de manera soterrada, todos los cuentos de Destinos inciertos. Se trata de una “irregularidad” que, considero, está íntimamente ligada a la escisión, esbozada a lo largo del libro, entre dos épocas distintas —un antes en el que las actividades de la ciudad se desarrollaban con relativa armonía y un después (que es, las más de las veces, el tiempo en el que se sitúan los relatos) signado por el caos, la destrucción, la carencia de empleo y la desesperanza—: la falta de correspondencia entre los tiempos verbales en que se narran los acontecimientos. Los ejemplos son incontables, pero me contento con mostrar unos cuantos: “No se interesó por comprar nada, ni siquiera quiso arreglar los tejados de la casa que poco a poquito se estaban cayendo […] a la puerta teníamos que ponerle varios tapones para que la gente no vea por esos agujeros lo que estábamos haciendo” (“La ciudad del futuro”, 24-5); “Ellos, tras numerosos rastreos de catadores expertos, descubrieron que más de dos siglos y medio escarbando […] no le habían hecho ni cosquillas al rico filón que existía en la profundidad del suelo cerreño. Por eso compraron todo a como lugar, ofrecieron buen dinero” (“Las aguadoras”, 39); “Desde el amanecer hasta que caiga la noche mi trabajo era solo la mina, así fuimos creciendo rápidamente” (“El socio mayor”, 48); “El patio del Concejo Provincial […] no fue obstáculo para que ingreses osadamente a devorarte la torre del Hospital Carrión, único collar que adornaba mi garganta” (“Reprenda al cielo abierto”, 59); “Y tú, durante toda la semana, me chantajeabas, me fastidiabas a cada rato, logrando siempre sacarme algo de propina para que no avises a mi mujer” (“La mafia”, 65); “Los franceses, bajo el pretexto de quiebra, obligaron a todos los mineros de Huarón a que abandonen sus jornales […] A partir de ahí, se vio desfilar cada día a grupos de familias” (“El espejo de Comala”, 88).5

Sospecho que la discordancia entre los tiempos verbales en Destinos inciertos —ya se trate de una estrategia deliberada o, como sospecho, de un “accidente” bastante elocuente— funge a la manera de una “sutura” textual que pretende unificar dos temporalidades disímiles e irreconciliables. Así, el uso del tiempo presente en modo subjuntivo (vea, , caiga, ingreses, etcétera) es, acaso, el único hilo que sostiene la deseada continuidad entre el añorado pasado y el presente desolador e incierto, como bien indica el título del libro.

Mineros y reparadores en Cerro de Pasco. Fotografía: Repositorio de la PUCP.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Destinos inciertos demanda una lectura capaz de sustraerlo del lugar que, dentro del panorama narrativo peruano, suele conferírsele a los libros escritos fuera de los grandes circuitos de producción, difusión y consumo de literatura. De ahí que el marbete de “regional” resulte vano para referirse a un volumen como este: como en su momento insistieron Antonio Cornejo Polar, Edmundo Bendezú y otros tantos críticos, la clasificación de la literatura peruana de acuerdo con criterios geográficos es tan inoperante como la que atribuye valor (frescura, actualidad, innovación) a lo reciente por el simple hecho de serlo. La novela “urbana” o citadina no es menos “regional” que la ambientada en la serranía o en la selva, por ejemplo. En todo caso, la vigencia de Destinos inciertos estriba en que, sin salir de los confines de una pequeña ciudad de provincia, cada cuento yuxtapone y re/presenta las distintas aristas de la modernidad periférica que caracteriza a los países del subcontinente. Así, las discontinuidades (ya temáticas, ya formales) que surcan el libro de David Elí Salazar tienen la facultad de instalar al lector frente al tajo abierto de nuestra —desigual, entreverada, profunda— historia.

Acerca del autor

Marco Polo Taboada Hernández

Candidato a Doctor en Estudios Latinoamericanos (área de literatura y crítica literaria) por la Universidad Nacional Autónoma de México. Licenciado en Letras Hispánicas y maestro en Humanidades (línea de Teoría literaria) por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. En 2018 realizó una estancia de investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha participado en congresos sobre literatura en México, Ecuador y Perú.

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Notas al pie:

  1. Friedhelm Schmidt distingue entre dos nociones (a menudo complementarias de este regionalismo): la primera remite a la literatura «del interior», «provinciana» que insiste en mostrar el «color» local de la zona en cuestión y que niega la migración y la transculuración; la segunda puede vincularse con la denominada «literatura de la tierra» o con el indigenismo, en tanto manifestación que desea representar lo «autóctono», las más de las veces, a partir de estrategias narrativas afines al naturalismo y al realismo decimonónicos. Véase «Regionalismo abstracto y representación simbólica de la nación en la literatura latinoamericana de la región». http://www.scielo.org.mx/pdf/rz/v33n130/v33n130a6.pdf
  2. Muestra de ello son sus libros Discursos del socavón. Imágenes del universo subterráneo en la novela En la noche infinita (2006), Proceso de la literatura pasqueña, tomo II, narrativa (2016), y  su artículo “El realismo social y las metáforas del socavón en la novela minera peruana”, (2017), disponible en: http://www.redalyc.org/pdf/310/31054991012.pdf
  3. Y con ello me refiero también a la altura, pues Cerro de Pasco es la ciudad más alta de América Latina y la segunda a nivel mundial.
  4. “Russell cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor dicho, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de representación, de modo que la ciudad real es la que esconde en su casa y la otra es sólo un espejismo o un recuerdo».Ricardo Piglia, El último lector, Anagrama, Barcelona, 2005, pp. 11-12. Cursivas mías.
  5. En todos los casos, las cursivas son mías.