“Las aguadoras” en cambio, es un texto que, como bien apunta Manuel Baquerizo, posee un registro “más cercano a la leyenda, a la tradición y a la memoria popular que al cuento propiamente” (10). Tal característica constituye, a mi parecer, una virtud del cuento antes que un defecto, pues la narración, en apariencia convencional, contiene algunos detalles sugestivos: un personaje colectivo y femenino —el grupo de “mujeres gordinflonas” (33), “recias, descendientes de los Cusichaca, Ayala, Guacrapáucar, valerosos curacas huancas” (34)— que se encarga de preservar limpia la laguna Patarcocha y de acarrear el agua hacia el centro de la ciudad; la descripción de algunos episodios —risibles antes que dramáticos— en los que la pureza del agua (y, por tanto, la labor de las aguadoras) se ve amenazada por algunos rufianes locales; la aparente narración en tercera persona que, al final, revela la localización discursiva y geográfica de la voz imperante como la de un habitante de la ciudad; y, por último, la elisión del conflicto central del relato, ocurrido entre las huanquitas aguadoras y la compañía minera que, con su llegada, cambió por completo la dinámica en Cerro de Pasco (“las luchas y resistencias entre estas valerosas mujeres y la empresa minera comprenden un episodio poco feliz para la historia del pueblo […] sería revivir rencores colectivos muy profundos que a muchos viejos les zapatea el hígado”, 39-40).
“El socio mayor” se articula a través de los diálogos que, en distintos momentos, mantiene un mismo personaje, Leiva, con Daniel Balarín (un inversionista afincado en la capital) y con Juanito (sobrino y confidente del protagonista), a propósito de la explotación de una mina. La yuxtaposición de fragmentos de una y otra conversación permite al lector advertir la forma particular en que Leiva se expresa y se comporta de acuerdo con las relaciones de poder y de confianza que mantiene con cada uno de sus interlocutores. Acaso el elemento más sobresaliente del cuento sea la imposibilidad de comunicación alguna entre Balarín y Leiva, la cual alcanza su punto más álgido cuando la escritura (bajo la solicitud de una firma) instaura su fijeza y su poder para separarlos.
En “Reprenda al cielo abierto” —el texto más breve del conjunto—, la ciudad, convertida en personaje por medio de la prosopopeya, apostrofa a su enemigo vitalicio, el tajo abierto de la mina. Quizá el aspecto más relevante del cuento sea la desproporción de las fuerzas en pugna: el desmesurado crecimiento de la mina ha terminado por devorar todo a su alrededor: lagunas, plazas, torres, patios y barrios enteros. Las comparaciones y metáforas mediante las que se expresa la violenta expansión del tajo abierto en detrimento de cualquier otra actividad, son, además de vastas, muy reveladoras: el tajo es como un “coleóptero” sucio (57), un “pulpo” que extiende sus tentáculos, un “enorme bebé” insaciable (59), un ”dragón que arroja fuegos incandescentes” (58), un “embudo gigante” (59), una “batea infernal” (60) o un “toro bravo” (60) que muge sin descanso. En todos los casos, es patente la condición antinatural (sino es que monstruosa y brutal) que se le atribuye a la extracción de minerales.