La obra invierte también la moralidad del policial, basada en la voluntad del detective por restituir el orden roto por el crimen cometido. Según Piglia, “el detective funciona a su modo, imaginariamente, en la serie de los sistemas de vigilancia y control. Es su réplica y su crítica”. En efecto, solemos asociar al detective con un sujeto moral que restituye la norma y en esa medida ejerce la coerción -una suerte de pequeño Estado al interior de la trama. Esto no ocurre aquí: en el comportamiento y discurso de Carter no se vislumbra en ningún momento un deber ser: en lugar de restituir el orden social y garantizar el statu quo, opera bajo la lógica de la incorrección política, pero también de la incorrección estética. Hacia el final de la obra, el paradigma holmesiano en donde tradicionalmente el detective soluciona el enigma durante una reunión con los sospechosos, queda en suspenso, con lo que la hermenéutica positivista y el fetichismo del conocimiento (Vizcarra) propios del policial clásico se diluyen, creando una ficción de posibilidades y no ya una ficción de certezas (Tani). En su lugar, el texto muestra el reconocimiento liberador del fracaso, la imposibilidad de acceder a la verdad y la dimensión lúdica y catártica de agredir a quien representa el buen gusto, el dinero y la cordura: “Detrás de él hay un espejo […] Mi imagen se acerca, gozosamente cansada, a la superficie del espejo, y desde allí, a espaldas del lord, le hace ademanes obscenos y groseros, y cuernos con dos dedos de la mano. También se dirige a mí, con una mirada de brillante simpatía y una mueca amistosa” (92).
En Carter no existe algún tipo de superyo que establezca barreras entre el desear y el hacer (entre el ello y el yo); de ahí que se la pase rompiendo las morales establecidas y cometiendo crímenes de toda índole (desde el acoso a una mujer en el baño de un tren, hasta la violación de una niña, hija del lord que lo contrató para investigar el caso). Gracias al humor que rige todo el texto, este tipo de eventos no generan en el lector ansiedad o shock, a pesar de todos los tabúes que son rotos. Este es uno de los logros del texto: los personajes generan empatía a pesar de sus defectos o de su conducta socialmente inadmisible. Un ejemplo de ello es el momento en que nos damos cuenta que Nick Carter explota sexualmente a su secretaria, Virginia, cuyo nombre es claramente irónico:
Abro la puerta de mi despacho justo a tiempo para ver salir a un hombre. En el baño de servicio se oye el ruido del bidé, y en un instante sale Virginia respirando agitadamente aún. Extiendo la mano. Ella niega con la cabeza.
-Era mi hermano Alfonso – dice-. En realidad es medio hermano, pero me parecía inmoral aceptarle una propina.
-¡Lo que es inmoral –exclamo, indignado- es utilizar mi oficina para mantener relaciones incestuosas y gratuitas! (58)
El universo narrativo que propone Levrero es un mundo sin restricciones morales: todos los personajes (salvo Lord Ponsonby) tienen como móvil sus pulsiones, como si la realidad que habitan fuese el inconsciente. Como ha dicho Jesús Montoya, a lo largo de la novela las referencias topográficas escasean y cuando las hay remiten a espacios genéricos o cargados de ambigüedad. En un apartado se refiere el espacio de las acciones como “la Zona Siniestra de París”, aunque como afirma el narrador “en realidad, no tiene nombre” (44). “Es un lugar de terror puro, donde en muy raras ocasiones ocurren hechos reales. […] Allí se respira violencia. Violencia oculta, contenida; violencia que en cualquier momento puede desencadenarse contra nosotros, bajo cualquier forma; y se siente que cuanto más tiempo tarde en estallar, con tanta mayor fuerza lo hará cuando llegue el momento” (44-45). En el resto del texto, el espacio donde se mueven los personajes se multiplica, de modo que las acciones que ocurren en la realidad también ocurren pervertidas o tergiversadas en un programa televisivo, en los espejos o en los sueños. Así, la representación de lo real (y de los acontecimientos) se vuelve muy inestable, lo que también opera contra el precepto de verosimilitud del género policial, tan marcado por el realismo.
Contra este tipo de representación, el diálogo con lo sobrenatural aparece de muchos modos en la novela, como cuando el protagonista debe enfrentar en las cañerías de la ciudad a “monstruos marinos” o cuando cae en la red de la Arácnida. Esta vuelta al género fantástico (según Piglia, el policial se deriva de ahí) pone en duda si realmente estamos leyendo un relato detectivesco y si el narrador es confiable o la trama es producto de su delirio. A estas dudas se añaden otras gestadas por los juegos de identidad que aparecen en la novela. Como en los sueños, en que las identidades cambian repentinamente, a lo largo de la obra se reproducen las máscaras, las identidades postizas y los disfraces. Además, los personajes sufren metamorfosis y duplicidades, cambian de nombres o profesiones, resultan ser quienes no son: Tinker es Watson, los crímenes se multiplican, Nick Carter es también Cart Nicker, y oficia como jardinero, pero también como psicoanalista, doctor, notario, repartidor… y suele verse reflejado en espejos rotos.