Español, inglés, francés apalabran una autobiografía extraña en la cual el eje es la lengua o mejor las lenguas. “La adquisición de los tres idiomas —escribe— no ocurrió simultáneamente sino de manera escalonada y cada idioma pasó a ocupar distintos espacios y a teñirse de afectividades diversas” (9). Como cuando murió su abuela, una migrante inglesa. La autora tenía cuatro años. Evoca una última visita que le hizo. Asegura haberle hablado, pero no sabe en qué lengua. “Este recuerdo, este no saber en qué idioma le hablé, no me deja” (11). Los fragmentos auditivos nos llevan a la casa de infancia, a la herencia del francés por parte de la familia materna, legado que la madre perdió volviéndose monolingüe. “Es como si el francés, en esa familia, se hubiese escondido en el clóset” (14). Molloy pide aprender el idioma. La profesora se llamaba Madame Suzanne. Usaba turbante y les hacía escuchar a Charles Trenet. “Aún hoy, si escucho Ménilmontant, inevitablemente vuelvo al comedor de la casa de mis padres, a Madame Suzanne, mi hermana y yo inclinadas sobre la vitrola, y a mi madre que nos mira desde el otro lado del cuarto, como si quisiera unirse a nosotros y no se atreviera” (15). El espacio de aprendizaje de la lengua y la “condición ventanera” que adquiere la madre, describen una escena total por donde se cuelan el secreto, las genealogías truncas, la escucha.
Cada idioma tiene su territorio. El colegio al que asistió, por ejemplo, tenía el espacio del inglés por la mañana y el español por la tarde. Dentro de cada horario, hablar otro idioma estaba prohibido. Por la mañana, los chistes verdes se contaban en inglés. Pero éste abarcaba sólo la anécdota, mientras que “las partes” eran contadas en español. “Como aquellos textos médicos decimonónicos que acudían al latín para hablar de lo innombrable” (19), escribe. En la casa era distinto: “español con la madre, inglés con el padre”(19). La mezcla era clandestina. Se daba entre hermanas.
Los contrabandos lingüísticos necesitan de un apoyo. Para Molloy este soporte se da siempre desde un idioma. Se piensa la otra lengua desde un punto extranjero. Recuerda la frase de Joseph Conrad: “yo no elegí el inglés, el ingles me eligió a mí” (23). Existe una especie de posesión, de toma del espacio. Luego se reconoce una falta, una ausencia presente. Desde esa fantasmagoría se convive con la otra lengua. El mundo es ese “entre” siempre confuso. Y a la vez es el extrañamiento cuando una de ellas se impone ¿En qué lengua se le habla a los animales? ¿Con cuál se muere?
El multiculturalismo, el amor, el trauma, el nacimiento: todo pareciera estar aquí atravesado por la lengua. El texto está atento a los indicios que deja la palabra heredada y la atravesada por el exilio. Por ejemplo, relata la historia de José Ramírez Salguero, un migrante salvadoreño en Estados Unidos. El hombre es “algo” bilingüe. Formó una empresa de construcción. Tiene permiso para trabajar, “algo así como un huésped legal”. Pero “se le ilumina la cara cuando se da cuenta de que su interlocutor habla español” (37), asegura. José ha ideado un idioma intermedio para sobrevivir en el cual la sintaxis es española y el nombre técnico de los materiales es siempre en inglés.