La equiparación del marxismo con el dogma cristiano ha ocupado cientos de páginas en la literatura, desde las reflexiones de Albert Camus en El hombre rebelde, hasta las reflexiones de José Revueltas en Los días terrenales, pasando La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa; no obstante, la novela de Alfredo Núñez no sólo ahonda en este tema (tan fácilmente aceptado desde el colapso de los proyectos socialistas en el mundo), sino que también centra su diégesis en cómo los individuos se adaptan a cualquier sistema de pensamiento para sobrevivir. Es decir, más que comprender la novela como la lucha antagónica del individuo frente al Estado, de lo diverso contra lo único, donde un héroe capitalista restituye el valor de lo privado y demuestra los errores del proyecto socialista encabezado por Tomás Garrido Canabal, la novela funciona como un recordatorio de las emociones egoístas y desinteresadas que sustentan, y en algún modo determinan, los proyectos ideológicos, cuyos dogmas terminan por fuerza, siendo reinterpretados, confundidos o burlados. Cuando los cristianos perseguidos reordenan su congregación y su fe, rotando a la efigie salvada entre las casas y estableciendo medidas de seguridad, el culto no se mantiene indemne. La abuela de José oficia bodas clandestinas y, exclama: “En ausencia de un representante de Dios, yo, Juana Lanz, con todo el respeto que me merece la fe católica, los declaro marido y mujer” (39). De la misma manera, un socialista homosexual, en medio de un estamento patriarcal, logra ir escalando los peldaños del poder, sin que su situación le impida ser al mismo tiempo un camisa roja y un protector oculto del cristianismo.
Amador, quien ha sido educado para ser siervo, para servir a los amos, ha adoptado dos preceptos para sobrevivir: pertenecer para ser y ser siempre otro. Por estos motivos está habituado a los disfraces y a los roles que deba tener, ya sea un torero de broma o un camisa roja: “Si te molesta el traje, imagínate los disfraces que los curas han usado por siglos para dominarnos” (43). Si su actuar en algún punto tiene correferencia con la historia del apóstol Pablo (quien de ser perseguidor pasa a ser un ferviente defensor del dogma), su verdadero eco se encuentra con Judas Iscariote, el traidor. Por su condición de superviviente, traiciona a su comunidad (al ser camisa roja), a los camisas rojas (al proteger a José y al culto cristiano), y a José (al tratar de suplantar, con la delación, la afición que tiene por él). No obstante, su traición es similar a la de José quien se queda con el dinero recolectado por su comunidad y monta un negocio de plátanos, para construir un nuevo espacio privado, lejos de Villahermosa, lejos de su abuela, lejos de Amador, lejos de todo para seguir siendo un amo.
La novela describe la relación del individuo frente a las ideologías que tratan de controlar y disciplinar a los cuerpos, para normarlos e indicarles, no sólo lo que deben de desear, sino cómo deben de desearlo. No obstante, lejos del cristianismo o del marxismo, la única ideología totalizante termina siendo el amor, el cual es capaz de subordinar al individuo a la esclavitud más intolerable, donde la contradicción y el negarse a sí mismo es parte de lo cotidiano. El amor, como una ideología, impone el ritmo y las acciones, moldea los hábitos y el sentido de las delaciones; a partir de él, el ser humano es un mártir y un verdugo. Consciente de su falta de voluntad, de no aceptar su condición de amante, Amador escribe a José: “Mi devoción por ti doblegaba mi propia cólera y aquello había llegado demasiado lejos” (68). Asimismo, el joven socialista termina en un estado de completa indeterminación: “No te llamo ni te sigo, aunque siento que debo acompañarte a cualquier parte, ayudarte con las latas de alcohol y defenderte, morir juntos. Pero me quedo; me quedé” (29).
Por estos elementos, El pacto de la hoguera es una de las obras recientes que toma en sus manos la tarea de repensar el pasado postrevolucionario, para leer la historia personal como una historia global. Asimismo, propone una manera distinta de discutir la disidencia, una que no precisa de ideales puros ni protagonismos revolucionarios, sino de hombres y mujeres, firmes y confundidos, cuyas acciones son las que dan sentido al fuego revolucionario.