El turismo y la desacralización de la muerte
Más que clasificar y nombrar al viajero de acuerdo con la relación que guarda con el lugar de llegada, tal como lo ha hecho Tzvetan Todorov en “Relatos de viajeros”, es necesario preguntarse: En los albores del siglo XXI, cuyas crisis políticas y económicas han tenido como punto nodal los desplazamientos humanos a gran escala, ¿en qué condiciones se da el viaje? Al respecto, Zygmunt Bauman asegura que en la modernidad contemporánea la movilidad es uno de los valores de estratificación más importantes, por tal motivo, la libertad de tránsito (ya sea de las personas, ideas o mercancías) se convierte en un factor que diferencia y unifica a diversos grupos sociales. Para Bauman, esta dinámica mundial impone una dicotomía clara: mientras unos estarán “localizados” y anclados a una cultura local y regionalista, una pequeña élite podrá moverse libremente y crear una cultura cosmopolita, libre de las ataduras locales y desdeñosa de las fronteras (Bauman, 2015: 21). Bajo este paradigma, preguntarse sobre la escritura que se genera directa o indirectamente a partir de los viajes, implica indagar sobre la capacidad que dicha escritura tiene para adecuarse o eludir los modelos de representatividad que imponen las narrativas de poder.
Alguien camina sobre tu tumba está en constante diálogo con la representación social que se hace del espacio, lugar en donde se baten múltiples poderes para imponer una lógica de movilidad que sea identificable para el mayor número de personas. En este sentido, si se considera que imponer un modelo de mundo equivale a establecer los límites territoriales y la construcción de otredades, entonces es posible entender que la autorrepresentación que el lector haga de sí mismo también estará condicionada por la manera en la cual lea el espacio. Tomando en cuenta lo anterior, es necesario subrayar que una parte importante de los cementerios visitados por Mariana Enríquez se encuentra en Europa, aunque Latinoamérica (representada por México, Cuba o Argentina) tiene un papel esencial. Además, estas narraciones (incluso cuando son producto de un viaje de trabajo) están siempre relacionadas con la única forma de movilidad propuesta para los viajeros del siglo XXI: el turismo. Por este motivo los cementerios narrados precisan de guías, enfrentan tours especiales, y en ellos se cobra la entrada para poseer una experiencia. Uno de los ejemplos paradigmáticos de esto se observa en el apartado que lleva por título “Aquí nadie se muere”. Frente al atractivo turístico que han generado “las cruces torcidas” del cementerio de la Isla San Martín García, en Argentina, Mariana Enríquez escribe una conversación entre el guía y los turistas:
-¿Es cierto que tiene las cruces torcidas?
La guía escuchó tantas veces esta pregunta que se impacienta, pero yo siento algo extraño en su impaciencia. No es sólo hartazgo. Además, es buena en lo que hace, no es grosera con los turistas. Pareciera que oculta algo, como si no quisiera hablar del tema. Quizá a los lugareños no les guste que se ventilen mitos. Los argentinos, sean isleños, pampeanos, mesopotámicos o patagónicos, tienen un problema con el tema de los fantasmas. No le ven atractivo, no le ven potencial pintoresco; no sé si les tienen miedo a las ánimas o tienen miedo de perder plata o son insólitamente poco morbosos (59).
Si bien, en la mayoría de las veces, la narradora visita los cementerios sin el intermediario de guías, al final relega ese rol a alguna persona, ya sea un vigilante, un hombre perdido o un amigo, para que, literariamente, la narración cumpla con el encuentro del otro. Frente a esta manera del viaje, o de narrarlo, los cementerios siempre son objetos que se deben poseer, elementos extraños y amenazantes, desligados de la sacralidad para la cual fueron construidos. La única narración posible parece ser la que permite el turismo: aunque en las crónicas se relaten cuestiones sacras como el vudú en Nueva Orleans o la espectral aparición de perros en México, aunado a los amarres y otras formas de magia, estos elementos están desligados del espacio ritual, como un mero atractivo para el lector curioso, que sólo puede ver en los cementerios los rastros de sus propios miedos. En este punto es necesario exponer que si bien la autora está lejos de exponer simples descripciones efectistas, el libro como artefacto reproduce las formas de ver y de leer que el turismo emplea, pues esta forma de movilidad resignifica los espacios a partir de sus fines: no sólo generar ingresos, sino sobre todo “producir experiencias”. En este sentido, el turista colecciona cementerios, hace la lista de las tumbas famosas como una manera de poseer ese lugar. Al hablar de los centros de culto, como la tumba de Marie Laveau, Mariana Enríquez escribe la simbiótica relación entre el viaje y los hábitos que se producen en la segunda tumba más visitada en Estados Unidos:
[…] Los guías, los conservacionistas y hasta los manuales de vudú dicen que hacer inscripciones en la tumba no tiene sentido, además de que es bastante criminal dejar marchas en un sitio histórico. Las equis sirven para llamar al espíritu de un muerto, pero, dicen, no hace falta dibujarlas.
Yo decido seguir este camino conservador y hago lo que me indicó el señor Charles en el Museo del Vudú: trazo las equis con la punta del dedo índice y murmuro mi pedido (139).
No sobra decir que la autora del libro pone especial énfasis en los cementerios de Louisiana, estado al cual ha llegado atraída por los libros, los símbolos y las narraciones que la cultura popular ha creado alrededor de este espacio, los cuales van desde una casa embrujada hasta las filmaciones que han otorgado a sus cementerios un aura fantástica. Sobre su propio viaje hacia la tumba de Marie Laveau, Mariana Enríquez evidencia la función que tiene el cementerio para su asimilación de la ciudad; pues, de una manera u otra, el espacio, las calles, los edificios se ordenan a partir de la tumba de la reina del vudú. En su caso, la autora conoce sus limitantes de desplazamiento, mismas que trata de subsanar con su peregrinaje y su visita al Museo del Vudú: “Antes de la visita ceremonial, ritual, a la tumba de Marie, quiero algo que permanezca genuino. Y que esté acá, en la ciudad. No tengo forma de llegar a los pantanos de Louisiana, donde, dicen, todavía viven sacerdotisas vudú en tráilers. No tengo auto. Y no tener auto, en Estados Unidos, es como no tener pulso” (127). Es decir, el museo, como el cementerio, resarcirá la falta de movilidad, así como el museo del Louvre, alimentado por las conquistas napoleónicas, trajo a los ciudadanos franceses la arena y los mares egipcios.
En este caso, el cementerio más que valerse por los signos que una comunidad les otorga, cumple una cuestión estética: en ellos no ocurre el duelo, el territorio queda expuesto a otras formas de entender la identidad; es visitado como una tienda de souvenirs, o como una sala de exhibición.