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El cementerio como narración: turismo y museo en Alguien camina sobre tu tumba, de Mariana Enríquez

Mariana Enríquez. Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios. México: Antílope/UNAM, 2019, 270 p.

 

Tú nos quieres decir que abandonemos Luvina, porque, según tú, ya está bueno de aguantar hambre sin necesidad […]
Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.
“Luvina”, Juan Rulfo

Oculto de la mirada no iniciada, entre lápidas grises y árboles que dan al cementerio un aire de parque público, se encuentra enterrado Julio Cortázar junto a Carol Dunlop y Aurora Bernárdez. La tumba es breve en información, apenas el nombre, las fechas de nacimiento y muerte; palabras que, bien leídas, comprenden libros, revoluciones, viajes por carretera y un abanico de posibilidades, tan grande como lo sea la agudeza del lector. En este sentido la tumba, como un libro, ofrece pautas de lectura que van más allá de la muerte y de los ritos funerarios, aunque también los contiene. Ante esto, dos cosas llaman la atención de la tumba “expuesta” en el cementerio de Montparnasse: la primera, que los visitantes, la mayoría de ellos latinoamericanos, han intervenido la tumba de Cortázar, colocando sobre el mármol monedas, boletos de metro y escribiendo sobre ella notas, pasajes de libros, pequeñas rayuelas para dejar un testimonio de su viaje; la segunda, que la tumba desprende una lectura que va más allá de sí misma, y que se relaciona no sólo con los sepulcros latinoamericanos en París, sino con la de otros escritores que, en conjunto, generan nuevos sentidos de pertenencia, un estar diferente, una nueva manera de leer, no sólo el cementerio, sino una ciudad que prácticamente es un museo. Visitar la tumba de Cortázar, como la de César Vallejo o la de Porfirio Díaz, más que un peregrinaje, es un rito de iniciación.

Tumba de Julio Cortázar en Montparnasse. Fotografía: Edivaldo González

En este mismo cementerio, una mujer, también argentina, lee las tumbas, selecciona y resume el espacio, armada con una cámara fotográfica que vuelve al cementerio de Montparnasse parte de su “horizonte de movimiento”. Lo ha hecho con otros cementerios, en otras tumbas: de Génova a Cuba, de Nueva Orleans a Australia. La mujer toma una fotografía, conversa con los guardias y los habitantes familiarizados con el cementerio, y tras reconocer el vestigio de sus propios pasos, regresa a casa, para escribir el recorrido. El resultado de esta escritura (de ese nuevo viaje) es una serie de diecisiete crónicas y un epílogo que su autora, Mariana Enríquez, presenta en Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios. El libro, marcado por el sello de una de las autoras más importantes del género fantástico en Latinoamérica, es rico en la información y en los temas que, directa o indirectamente, trata, pues en sus páginas uno recorre tumbas en busca de vampiros y centros de peregrinaje apocalípticos, pero también reconoce y discute las marcas de poder que los espacios de muerte –de administrar y significarla- trasladan a la escritura. De esta manera, Alguien camina sobre tu tumba visibiliza condiciones de viaje y de sociabilidad ligadas a los cementerios: desde el turismo (cuyos estragos más evidentes se han reflejado en la tumba de Oscar Wilde en Père-Lachaise), hasta la relación indisociable entre movilidad y escritura. En este sentido, más que pensar en el libro como una experiencia individual, en el cual sobresaldrían las fobias y las filias de la autora, es necesario pensar en él como un producto social, en donde se observa el disciplinamiento colectivo y en donde se constatan narrativas socialmente impuestas, aunque también sea capaz de dialogar con ellas.

En primera instancia, es necesario mencionar que las crónicas de Mariana Enríquez retoman elementos de la literatura de viajes, y, en su conjunto, reproducen una fórmula literaria identificable para el lector: 1) una introducción al viaje, 2) el abandono del espacio reconocido y “familiar”, 3) un guía falso, frente al conocimiento literario, artístico, histórico o social del viajero, 4) una leyenda, es decir, la materialización del discurso social con el que finalmente dialogará el libro, y 5) el encuentro individual con la idea preestablecida antes de iniciar el viaje. Pensar en esta estructura hace patente dos cuestiones fundamentales: por un lado, la manera en la cual se narra el viaje y el espacio; por el otro, el modo en la que el turismo, la identidad y los límites territoriales se entremezclan y nos proponen maneras de leer el espacio a través de la escritura. A continuación se desarrollará brevemente cada una de estas problemáticas.

El turismo y la desacralización de la muerte

Más que clasificar y nombrar al viajero de acuerdo con la relación que guarda con el lugar de llegada, tal como lo ha hecho Tzvetan Todorov en “Relatos de viajeros”, es necesario preguntarse: En los albores del siglo XXI, cuyas crisis políticas y económicas han tenido como punto nodal los desplazamientos humanos a gran escala, ¿en qué condiciones se da el viaje? Al respecto, Zygmunt Bauman asegura que en la modernidad contemporánea la movilidad es uno de los valores de estratificación más importantes, por tal motivo, la libertad de tránsito (ya sea de las personas, ideas o mercancías) se convierte en un factor que diferencia y unifica a diversos grupos sociales. Para Bauman, esta dinámica mundial impone una dicotomía clara: mientras unos estarán “localizados” y anclados a una cultura local y regionalista, una pequeña élite podrá moverse libremente y crear una cultura cosmopolita, libre de las ataduras locales y desdeñosa de las fronteras (Bauman, 2015: 21). Bajo este paradigma, preguntarse sobre la escritura que se genera directa o indirectamente a partir de los viajes, implica indagar sobre la capacidad que dicha escritura tiene para adecuarse o eludir los modelos de representatividad que imponen las narrativas de poder.

Alguien camina sobre tu tumba está en constante diálogo con la representación social que se hace del espacio, lugar en donde se baten múltiples poderes para imponer una lógica de movilidad que sea identificable para el mayor número de personas. En este sentido, si se considera que imponer un modelo de mundo equivale a establecer los límites territoriales y la construcción de otredades, entonces es posible entender que la autorrepresentación que el lector haga de sí mismo también estará condicionada por la manera en la cual lea el espacio. Tomando en cuenta lo anterior, es necesario subrayar que una parte importante de los cementerios visitados por Mariana Enríquez se encuentra en Europa, aunque Latinoamérica (representada por México, Cuba o Argentina) tiene un papel esencial. Además, estas narraciones (incluso cuando son producto de un viaje de trabajo) están siempre relacionadas con la única forma de movilidad propuesta para los viajeros del siglo XXI: el turismo. Por este motivo los cementerios narrados precisan de guías, enfrentan tours especiales, y en ellos se cobra la entrada para poseer una experiencia. Uno de los ejemplos paradigmáticos de esto se observa en el apartado que lleva por título “Aquí nadie se muere”. Frente al atractivo turístico que han generado “las cruces torcidas” del cementerio de la Isla San Martín García, en Argentina, Mariana Enríquez escribe una conversación entre el guía y los turistas:

-¿Es cierto que tiene las cruces torcidas?
La guía escuchó tantas veces esta pregunta que se impacienta, pero yo siento algo extraño en su impaciencia. No es sólo hartazgo. Además, es buena en lo que hace, no es grosera con los turistas. Pareciera que oculta algo, como si no quisiera hablar del tema. Quizá a los lugareños no les guste que se ventilen mitos. Los argentinos, sean isleños, pampeanos, mesopotámicos o patagónicos, tienen un problema con el tema de los fantasmas. No le ven atractivo, no le ven potencial pintoresco; no sé si les tienen miedo a las ánimas o tienen miedo de perder plata o son insólitamente poco morbosos (59).

Si bien, en la mayoría de las veces, la narradora visita los cementerios sin el intermediario de guías, al final relega ese rol a alguna persona, ya sea un vigilante, un hombre perdido o un amigo, para que, literariamente, la narración cumpla con el encuentro del otro. Frente a esta manera del viaje, o de narrarlo, los cementerios siempre son objetos que se deben poseer, elementos extraños y amenazantes, desligados de la sacralidad para la cual fueron construidos. La única narración posible parece ser la que permite el turismo: aunque en las crónicas se relaten cuestiones sacras como el vudú en Nueva Orleans o la espectral aparición de perros en México, aunado a los amarres y otras formas de magia, estos elementos están desligados del espacio ritual, como un mero atractivo para el lector curioso, que sólo puede ver en los cementerios los rastros de sus propios miedos. En este punto es necesario exponer que si bien la autora está lejos de exponer simples descripciones efectistas, el libro como artefacto reproduce las formas de ver y de leer que el turismo emplea, pues esta forma de movilidad resignifica los espacios a partir de sus fines: no sólo generar ingresos, sino sobre todo “producir experiencias”. En este sentido, el turista colecciona cementerios, hace la lista de las tumbas famosas como una manera de poseer ese lugar. Al hablar de los centros de culto, como la tumba de Marie Laveau, Mariana Enríquez escribe la simbiótica relación entre el viaje y los hábitos que se producen en la segunda tumba más visitada en Estados Unidos:

[…] Los guías, los conservacionistas y hasta los manuales de vudú dicen que hacer inscripciones en la tumba no tiene sentido, además de que es bastante criminal dejar marchas en un sitio histórico. Las equis sirven para llamar al espíritu de un muerto, pero, dicen, no hace falta dibujarlas.
Yo decido seguir este camino conservador y hago lo que me indicó el señor Charles en el Museo del Vudú: trazo las equis con la punta del dedo índice y murmuro mi pedido (139).

No sobra decir que la autora del libro pone especial énfasis en los cementerios de Louisiana, estado al cual ha llegado atraída por los libros, los símbolos y las narraciones que la cultura popular ha creado alrededor de este espacio, los cuales van desde una casa embrujada hasta las filmaciones que han otorgado a sus cementerios un aura fantástica. Sobre su propio viaje hacia la tumba de Marie Laveau, Mariana Enríquez evidencia la función que tiene el cementerio para su asimilación de la ciudad; pues, de una manera u otra, el espacio, las calles, los edificios se ordenan a partir de la tumba de la reina del vudú. En su caso, la autora conoce sus limitantes de desplazamiento, mismas que trata de subsanar con su peregrinaje y su visita al Museo del Vudú: “Antes de la visita ceremonial, ritual, a la tumba de Marie, quiero algo que permanezca genuino. Y que esté acá, en la ciudad. No tengo forma de llegar a los pantanos de Louisiana, donde, dicen, todavía viven sacerdotisas vudú en tráilers. No tengo auto. Y no tener auto, en Estados Unidos, es como no tener pulso” (127). Es decir, el museo, como el cementerio, resarcirá la falta de movilidad, así como el museo del Louvre, alimentado por las conquistas napoleónicas, trajo a los ciudadanos franceses la arena y los mares egipcios.

En este caso, el cementerio más que valerse por los signos que una comunidad les otorga,  cumple una cuestión estética: en ellos no ocurre el duelo, el territorio queda expuesto a otras formas de entender la identidad; es visitado como una tienda de souvenirs, o como una sala de exhibición.

Día de muertos, México. Foto: Ingrid Torres

El cementerio como museo

Leer es ante todo un acto político, pues este acto se descifran las ideologías, los signos cambiantes, pero también las redes de comunidad y los actos de disciplinamiento. De esta manera, un cementerio es un productor de sentido: a partir de él se puede establecer, no sólo el lugar que la muerte ocupa en una sociedad determinada, sino también la construcción de identidad, de memoria colectiva y, por ende, la lógica de un poder. En este punto, el cementerio presentado en Alguien camina sobre tu tumba, no está lejos de cumplir la misma función que la de los grandes museos en las metrópolis occidentales. El cementerio también produce sentidos, establece marcas de poder y en su materialidad se disputa no sólo el espacio, sino también la capacidad de representatividad. Estos elementos no son ajenos a la mirada de la autora quien, al describir los cementerios de Isla Martín García y de Trevelin, expone la lucha por el poder que se desarrolló en los violentos años de la construcción de la nación argentina, y cuyo resultado puede leerse aún en las lápidas:

Un área muy amplia al este de la isla se llama Zona Intangible. Ahí estuvieron los dos cementerios viejos, incluso un cementerio de indios. En 1878 empezaron a llegar prisioneros aborígenes de la Campaña del Desierto, que fueron hacinados en Punta Cañón, en el norte de la Zona Intangible. Los que no podían trabajar pasaban “a depósito”. Un año después, más de cuatrocientos murieron de viruela. Están enterrados ahí, en esa parte que no se puede visitar; la Zona Intangible tiene enfrente un canal del río, que se llama Canal del Infierno (61).

El cementerio, por tanto, es también un campo de poder, en donde aún se baten ideologías y el interés de desaparecer el discurso del otro, de quienes nunca, ni siquiera una vez que sus opresores han dejado de existir, tienen la capacidad de hablar y tener visibilidad dentro del espacio público.

Tumba de Hernán Cortés, Ciudad de México

En este punto es fundamental señalar, aunque sea de manera superficial, la capacidad del cementerio para producir símbolos, tal como lo haría un museo. Como lo han comentado los principales museógrafos (1999), el museo nació bajo un acto de legitimación y de poder. Más allá de las colecciones privadas y de los gabinetes de curiosidades, el museo en el siglo XVIII permitió el acceso de un mayor público a las piezas de arte, como consecuencia de las ideas ilustradas. Mediante la creación de este “espacio” que intentaba legitimar un nuevo poder a través de los objetos y de la cultura, la sociedad occidental no sólo encontró una nueva manera de generar símbolos de identidad ligados a un proyecto de Nación; sino que también, como lo plantea Deotte (2013), estableció nuevas maneras de ordenar el espacio y de narrarlo. En este punto es fundamental aclarar que si bien los cementerios han existido muchísimo antes de la creación del Louvre, la manera en la cual los espectadores del siglo XXI los leen está directamente relacionado con esta forma de narratividad.

No es casual que Mariana Enríquez parta de una lectura profunda de las lápidas, del arte expuesto sobre las tumbas, llenas de cruces, ángeles y cráneos que parecen estar esperando a su lector para ser leídos. “Soy especialista en arte de cementerios” miente la autora para evitar ser cuestionada por los guardianes del espacio (y de sentido), y sin embargo esta mentira tiene algo de verdadero, pues si bien ella no posee la hiperespecialización de los curadores o de los artistas dedicados, sí lee y pasea sobre las tumbas, de la misma manera en la que se busca un cuadro de Rembrandt.

Momia de Paracas. Museo de América, Madrid

El cementerio como relato

Para cerrar este texto, regresemos a la imagen de la autora en el cementerio de Montparnasse, en París. La visita, como ella lo escribe, es corta, apenas lo suficiente para visitar tumbas imprescindibles. El descenso a las Catacumbas, bajo Denfert-Rochereau, le ha llevado más tiempo del que ella hubiera querido; pero en las Catacumbas, la búsqueda del Cimetière des Inocents la ha llevado a otro descubrimiento, a otra forma de la aventura museográfica. Lejos del grupo de turistas que no comparten su intrepidez, la autora recorre el vacío lleno de muerte y recoge el hueso de un cadáver olvidado por el tiempo. Un souvenir parisino. Frente a su acto, la escritora narra: “Ahora tengo que salir. Una vez que esté afuera, François será mío. Aquí pueden acusarme, despojarme, quién sabe lo que puede pasar. ¿Es un delito grave robar un hueso? Después de todo, las Catacumbas son un museo. Sin embargo, ¡me siento tan inocente!” (212). El expolio es una forma de poder, sí, pero en este caso también es una manera de trasgredir los límites impuestos por el poder estatal y la lectura de la muerte que plantean. A la manera de los gabinetes de curiosidades, la autora transforma el hueso humano en una reliquia, en un objeto de exhibición individual. Sin embargo, su acto también forma parte de una trama más grande, de un hábito antiguo, en donde los restos humanos, aún con los derechos que poseen, son un objeto de exhibición, tal como lo es el sueño de una momia americana en el museo de Madrid. Si bien, el hueso como souvenir es parte de esta lógica capitalista del siglo XXI, también lo es toda la trama y la narración que se desprende del viaje.

Con su recuerdo en el bolsillo, Mariana Enríquez sale de esa tumba abierta, en busca del cielo parisino. Como si renaciera después de un viaje por el Inframundo. Imitando los temas míticos, como Ixbalamqué y Hunahpú, como Eneas y Gilgamesh, la autora abandona las Catacumbas, pero lo que encuentra no es la intemporal lluvia de París, sino una nueva forma de significar el espacio. En este punto Argentina y París son parte de una misma unidad familiar y cercana, pues los cementerios son indisociables de su desplazamiento conceptual y físico. Por ello Mariana Enríquez va al Montparnasse, no para finalizar el expolio, sino para encontrarse con amigos cercanos; pues en el cementerio de Montparnasse ningún latinoamericano puede considerarse extranjero: en él se está siempre acompañado. Y si, al final del viaje, la memoria es frágil, lleva consigo la rosa onírica de Miltón, esta vez transformada en un  hueso francés, pero eso también es un tema literario.

Fuentes

Bauman, Zygmunt, 2015. La globalización. Consecuencias humanas. México: FCE.

Déotte, Jean-Louis. 2013. La época de los aparatos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.

Fernández, Luis Alonso, 1999. Museología y Museografía. Barcelona: Ediciones del Serbal.

Todorov, Tzvetan, 2007. “Relatos de viajeros” en Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana. México: Siglo XXI.

Acerca del autor

Edivaldo González Ramírez

Doctorando en el Posgrado de Estudios Latinoamericanos de la UNAM. Es maestro en Letras (Letras Latinoamericanas) y Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la misma institución. 

 

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