Martín: la tierra perdida de las imágenes
Martín Ramírez es el tercer migrante en ser introducido. Su relato inicia en los primeros años de la década de 1930 en una estación de trenes de Stockton, California, donde el personaje pasa el tiempo y espera. Es ajeno al sistema, se encuentra ahí por sus escasas habilidades para integrarse a la comunidad pues, además de ser extraño al idioma, hay indicios de un desorden mental en el personaje, el cual le impide vincularse con el resto y lo obliga a la interiorización, al refugió en sí frente al mundo que desconoce y lo oprime.
Él es un sujeto completamente heterogéneo: por un lado, conoce su diferencia; por el otro, niega la posibilidad de asimilar su cultura dentro de la imperante que lo envuelve y asfixia. El personaje objeta aprender el idioma de ese país y seguir sus costumbres. Su presencia en la estación de trenes llama la atención de los otros quienes pronto perciben el desvarío que causa, pues «el otro está bien, pero sólo mientras su presencia no sea invasiva, mientras ese otro no sea realmente otro» (Žižek 57). La «otredad» de Martín, junto con su negativa para responder las preguntas y cumplir las exigencias de quienes controlan la realidad en que se desenvuelve, lo condenan al confinamiento en un centro psiquiátrico, basurero donde en no pocas ocasiones van a parar aquellos cuya diferencia es incomprensible y con quienes la tolerancia se convierte en la necesidad de brindar un trato especial para que no «causen daños».
El encierro de Martín, en tanto migrante y discapacitado, se entiende como la manera en que una sociedad intenta defender su «universo de sentido» frente a las amenazas traídas desde las «sociedades de riesgo», en las que, por exteriores y abiertas, impera el caos: Martín es originario de una sociedad de riesgo, su sola presencia en el espacio cerrado al que sus habitantes intentan significar atenta contra la idea que sustenta el universo de sentido. Su confinamiento es útil para mantener el orden. No obstante, éste potencia su heterogeneidad, lo coloca en un margen particular que multiplica su no pertenencia, originada en su migración; el centro psiquiátrico es una nueva franja, una zona de contacto poblada por desplazados.
A pesar de que el «sentido» es el mecanismo de defensa de una sociedad contra lo «otro», supone asimilismo, un acto de violencia contra el recluido, el desplazado. Frente al encierro, Martín recuerda y nombra en su idioma y con sus prejuicios, «Les puso nombre a los enfermeros, El Güero, el Tentenelaire…» (Paz Soldán 140); en oposición a la barrera lingüística, halla un espacio subjetivo en sus dibujos. Su conciencia, espacio último de libertad, jamás se ve pervertida y se desdobla en las pinturas con las que desafía a la lengua que lo ata al silencio.
Michelle: la libertad trunca
El caso de Michelle es distinto comparado con los otros. La historia de la mujer protagonista es conocida por su propia voz, es una narración autodiegética. Siguiendo la línea de María Elena Rueda, al tiempo que se considera que la modalidad autodiegética logra que la mente figural imite a la humana en términos de testimonialidad, el relato, suerte de testimonio ficcional, permite reconocer la violencia, además de enfrentarse a ella gracias a un discurso que posibilita adentrarse en el caso y comprender sus orígenes.
Ahora bien, hay que señalar que Michelle, a diferencia de los otros sujetos migrantes desplegados por la ficción, muestra deseos de «mestizaje cultural», por lo que espera ser comprendida por su entorno como un «sujeto multicultural». Este personaje pertenece a la minoría de migrantes donde opera un enfoque asimilacionista, quienes «con el objeto de encajar abandonarán su propia cultura a favor de la cultura de acogida» (Bauer y Thomson 39). Sin embargo, frente a la pretención de personajes como Michelle por pertenecer a la sociedad de acogida según la integración de costumbres del sistema ajeno en el propio y la mezcla del lenguaje de los otros con el materno, la sociedad de acogida los identifica como entidades ajenas. De ahí que, con prácticas de sentido, provoque la operación de una segregación voluntaria.
No es gratuito que Michelle realice trabajos asociados a la comunidad latina, que sus estudios sean relacionados con lo hispano, que sus vínculos se den en el círculo de los latinos que viven en Estados Unidos, conformando una sociedad al margen. Asimismo, su labor escritural es un gesto con el que mira desde Latinoamérica hacia el imperio. Utilizar un código de moda de la cultura hegemónica —historias de zombis— para reestructurar relatos clásicos del área subcontinental persigue circular estos textos en la sociedad de acogida, hacerlos presentes en el sistema que los desplazó con el fin de contribuir a recuperar la identidad en disputa. Constituye, entonces, un acto de resistencia tanto a la academia que ella abandonó como a quienes juzgan como obras de segundo grado a los productos latinoamericanos.
No obstante, contra ella también operan antiguos y normalizados métodos de violencia hacia las mujeres, tales como el sometimiento a un compañero para actividades conyugales. Sus relaciones personales impositivas la obligan a convertirse en una mujer que, como muchas migrantes, realiza el movimiento por situaciones familiares o de compañía, no por voluntad ni necesidades propias. Esto es evidente en el pasaje donde intenta marcharse con Fabián, su amante, a Santo Domingo y él se niega a esto.
Durante la narración, Michelle queda embarazada del argentino Fabián, un joven profesor de literatura adicto a las drogas. Experimenta una encrucijada: dar a luz o terminar con la vida de su nonato. La decisión parece libre, pero, al considerar la coacción enmascarada en la charla sobre las consecuencias dada por el hombre que, en apariencia, busca cumplir con su responsabilidad y quien, en el cumplimiento de su deber, expone las fallas del plan de Michelle. El daño que podría ocasionarle a largo plazo es la muestra de que «nuestra libertad de elección funciona a menudo como un gesto de consentimiento a nuestra propia opresión y explotación» (Žižek 178), en este caso, reafirmando la opresión patriarcal de la que es víctima Michelle. Fabián toma la decisión, mas Michelle sufre los efectos, incluida la culpa: «Paralizada, trataba de enfrentarme a ella, a lo que imaginaba era ella o podía ser […], pero fracasaba» (Paz Soldán 207).
Sin embargo, Michelle no es aniquilada por la trama, posee un espacio de subjetividad que es exitoso para enfrentarse a las situaciones que la asfixian: su escritura. La protagonista de su relato —su alterego— recibe una caracterización acabada al final de la novela, superando el bloqueo impuesto por su relación catastrófica con Fabián. Ella dice: «después de tanto esfuerzo, había logrado articular una historia en la que me reconocía, que me parecía convincente y en la que podía cifrar mi futuro» (Paz Soldán 260). El escribir, el crear ficciones, el desplegar mundos potenciales, se define como una herramienta para «exorcizar demonios», al tiempo que se le descubre como un sitio fecundo para proyectar el porvenir, para imaginar el mañana. La creatividad, entonces, triunfa sobre la violencia, siendo el escape idóneo frente a las situaciones límite.
Rafael: el cazador cazado
El autor pretendió organizar la novela en tres protagonistas, tres historias de migrantes que conviven en un universo y cuya intersección resulta forzada —el nexo es circunstancial, Michelle se acerca a la obra de Martín por recomendación de una antigua profesora, mientras que un amigo, interesado en asesinos seriales, le habla de Jesús, incluso lo acompaña a su ejecución, la vinculación no tiene mayor incidencia en la trama y no modifica la acción narrativa. No obstante, encuentro que ciertos capítulos concentrados en Jesús permiten identificar una cuarta historia, por lo tanto, un cuarto protagonista .
El cuarto protagonista es Rafael Fernández, un policía texano con orígenes mexicanos cuya historia es corta; sin embargo, me gustaría rescatarla por dos motivos: su carácter «chicano» y su posición respecto al sistema. Rafael podría ser considerado el resultado final de la migración: un sujeto que ya no es heterogéneo y pudo o debió «absorber» las culturas contradictorias en que se desarrolló. Eso no ocurre. Sigue siendo un marginado por su carácter inalienable de latino, por su nombre, por su apellido. Resulta interesante el fracaso del mestizaje como producto último de la pugna cultural.
Rafael reflexiona sobre su situación minoritaria en un país que se esfuerza por sofocar lo diferente, al tiempo que persigue la perpetuidad del sistema generador de la violencia que intenta combatir. El primer rasgo de heterogeneidad se vincula con su situación en el sistema, su posición contradictoria en la hegemonía. Ahora bien, el sujeto «multirracial» es violentado por los conjuntos a los que intenta pertenecer, volviéndolo más heterogéneo aún. Su no pertenencia es potenciada por su intento de insersión a las dinámicas de ambos conjuntos, ya que los dos lo encuentran diferente; latinos y estadounidenses ejercen violencia contra él, concibiéndolo como «el otro». La manera en que trata de sumarse al sistema dominante es a través del combate a los otros, los suyos; con lo que debilita el nexo con su genealogía. El fracaso es en partida doble: en primer sitio, el combate a su gente le impide ser aceptado por su comunidad de origen; en segundo, ser miembro de una minoría le dificulta pertenecer a la mayoría a pesar de resguardarla del «otro».
Frente a la manera en que medios y personas relatan los hechos violentos como parte de un espectáculo atroz en el que no consideran sus orígenes, consecuencias y alcances, surge el «arte abyecto» como aquél que impide borrar la violencia del registro artístico. Al mismo tiempo, se trata de la forma en que la reflexión sobre la violencia y sus alcances tiene un lugar genuino, pues el arte posibilita que el acercamiento al horror cambie, «[y]a no es por tanto [debido a los procesos estéticos y artísticos de la mediación] la mirada fría y desafectada del espectáculo, sino una que se vincula con el dolor» (Guerra Muente 74). Situación que evita que se normalice.
El discurso oficial sobre la violencia propone la condena absoluta, asocia los estallidos con la falta de moralidad y legalidad, sumadas a la maldad, situación que impide la reflexión; al mismo tiempo, el discurso popular no objeta la violencia, sino que la dignifica y la justifica como un medio aceptable para acceder a la movilidad social, situación que, como la anterior, elude pensar el problema. La importancia de Norte, de Edmundo Paz Soldán, no radica en la innovación técnica, sino en la posibilidad de constituirse como un espacio de diálogo y subjetividad frente a los discursos que tienden a minimizar la violencia.
La novela muestra distintos escenarios donde los estallidos violentos, junto con los movimientos migratorios, truncan el desarrollo de sujetos con potencial, lo que acarrea que respondan contra la violencia, a veces de manera acertada y a veces con reacciones aún más grotescas. Sus soluciones intentan comunicarse, no sin tensiones, con los entornos que los asfixian. Los sitios de subjetividad que los personajes inventan frente a estos contextos son variados, van desde los dibujos y la creación literaria, hasta el asesinato, suerte de símbolo genésico, y la propagación del sistema gestor de la violencia. Sin embargo, su situación al margen —la cual se remonta a sus migraciones— los priva de resolver positivamente sus conflictos y los desplaza, con lo que se les niega el acceso al cuidado; son, entonces, sujetos heterogéneos, la violencia que sufren se elabora en torno a esta condición de base.