Fotografía: Martin Widenka. Fuente: Unsplash

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El ensayo en la época digital

Fotografía: Martin Widenka. Fuente: Unsplash

Cada vez que se habla del ensayo como género se piensa en textos situados ya sea en un suplemento cultural o en una publicación académica, en un libro o en un sitio digital. En cualquier caso, pareciera que siempre están circunscritos a una forma cristalizada e identificable, fuera de la cual comenzamos a explorar territorios extranjeros, ambiguos o que corresponden a otros modos del discurso. Al mismo tiempo, desde hace mucho se habla de cómo los límites genéricos se han roto, ya sea por la pérdida de legitimidad de grandes relatos, la crisis de la representación o el modo en que nuestras maneras de pensar, leer y escribir cambiaron cuando apareció el hipertexto. Sin embargo, los tics aprendidos parecen no abandonarnos, y seguimos intentando pensar tradicionalmente lo que posee ya otras pautas y habita nuevas comarcas.

No quiero decir con esto que no se sigan creando ensayos o que debamos abandonar toda la producción de conocimiento derivada de ese término inventado en el siglo XVI. Pero creo que nos equivocamos al suponer que la actividad intelectual y estética vinculada con la tradición del ensayo no ha sufrido transformaciones radicales que no hemos sabido aún apreciar.

Las disquisiciones en torno a una supuesta “esencia” del género, por más que aún se cuelen en revistas reconocidas, resultan anticuadas (pienso en “El ensayo ensayo” de Luigi Amara publicado en Letras Libres, por ejemplo). Y aunque a algunos les cueste notarlo, no hablamos de lo mismo cuando entramos en contacto con un texto como “Estornudos literarios” de Alfonso Reyes que cuando leemos “Lo que ella ve o de por qué, aunque desearía mantener un digno silencio, opto por gatear” de Cristina Rivera Garza. Cada ensayo no deriva su valor ni sus funciones solamente de la retórica a partir de la cual está construido o de las ideas sostenidas en su argumentación, sino del momento cultural al que se enfrenta. Por eso no es equiparable el valor que tenían los textos lúdicos de Julio Torri (que implicaban disidencia frente al ensayo cívico cultural dominante de su momento), que los escritos, también lúdicos, de Hernán Bravo Varela o José Israel Carranza (quienes, repitiendo la fórmula Torri, se inscriben en un modelo de ensayismo ya consagrado, como lo muestran las becas y los premios que este tipo de escritos suelen hoy día recibir).

Portada de la primera edición del libro De fusilamientos de Julio Torri

La ausencia de mirada histórica nos hace pensar los textos como si configuraran un corpus más o menos homogéneo. Este error formalista opaca las similitudes por encima de la diversidad de estrategias con que se construyen los ensayos, e invisibiliza otros fenómenos asociados a la creación de este tipo de artefactos reflexivos. Me refiero a las funciones que cumplen en determinado momento, a los contextos de enunciación en que se producen y a las prácticas intelectuales que generan. De igual modo, las perspectivas que sólo leen “el contenido” ensayístico (las ideas sostenidas), sin tomar en cuenta los modos estéticos en que tales reflexiones encarnan, caen en un error también lamentable. Por eso hay quien insiste en creer que “Yo y mis amigos” de Carlos Monsiváis sostiene lo mismo sobre el 68 mexicano que “Olimpiada y Tlatelolco” de Octavio Paz. O que no tiene relevancia pensar el opuesto vínculo con la esfera pública que tienen “La promiscuidad de los encendedores” de Luigi Amara y “Notas sobre los enfermos de velocidad” de Vivian Abenshushan.

Esto se agrava cuando nos enfrentamos a formas de ensayar que se instalan más allá de las convenciones de la letra y de lo impreso. O que operan en espacios que no caben ya en la página. El auge de nuevas plataformas vinculadas con la iconósfera y el internet ha propiciado que la función-ensayo adquiera otras formas que es necesario reconocer y analizar, para comprender cómo se producen, qué nuevas formas de lectura generan y qué significados políticos y culturales disputan. Cuando en octubre de 2019 estallaron las protestas en Chile, les dejé leer a un grupo de estudiantes un post publicado en Facebook por Martín Hopenhayn luego de haber asistido a una concentración en protesta contra el gobierno neoliberal de Sebastián Piñera. Cuando noté que los estudiantes diferían en las interpretaciones que hacían del texto en función de los comentarios y reacciones que se habían generado en el perfil del intelectual chileno, me resultó muy significativo el que la lectura se modificara de acuerdo con la hora o el día en que habían consultado el enlace proporcionado. También me pareció muy valioso notar cómo, al polemizar con otros usuarios de la plataforma, se gestaban matices y derivaciones reflexivas de gran interés. Más allá del texto “original” de Hopenhayn, los comentarios de él y de sus lectores mostraban cómo el conocimiento y las interpretaciones en torno a la crisis chilena crecían en profundidad y complejidad al entrar en contacto con esa esfera pública, y eso ocurría de manera casi inmediata.

Como muchos teóricos han apuntado, la interacción que producen las redes sociales tiene una velocidad distinta a la que generaba el periódico o el libro impreso. La instantaneidad de la interlocución tiene por supuesto riesgos para el pensamiento, como la reducción de la complejidad o la búsqueda del reconocimiento fácil, la banalización de posturas o la falta de tiempo para sopesar ideas y expresar matices. Además, el diálogo puede quedar obturado por violencias discursivas (como las ejercidas a través de esas subjetividades llamadas bots) o por retóricas intransigentes (que usan la superioridad moral y la descalificación fácil para dinamitar la crítica y la polémica). Pero también es cierto que existe un tipo de sociabilidad intelectual que se produce en estas nuevas interacciones virtuales que antes sólo concebíamos condensadas por otro tipo de espacios (en torno a salones de clase o revistas, a través de mesas redondas, debates periodísticos, entrevistas o la antigua cultura de la bohemia).

Aunque algunas plataformas lo propician más que otras, lo cierto es que las redes sociales en muchos momentos se vuelven espacios para el intercambio de ideas y, en algunas circunstancias, son capaces de convertirse en dispositivos que construyen redes intelectuales y comunidades reflexivas. Esto ocurre, por supuesto, cuando el uso de cierto capital simbólico, expresado a través de algunas voces que participan en el debate, consigue mantener el diálogo más allá de los parámetros hegemónicos que suelen operar en estas plataformas. Cualquiera que siga perfiles de Facebook como los de Luciana Cadahia, Sergio Villalobos-Ruminott, Benjamin Arditi, Jorge Alemán o Irmgard Emmelhainz, puede darse cuenta de lo anterior. También, en la misma plataforma, existen múltiples páginas y grupos como “La Comuna”, “Mexicanists across academies”, “Historias que abrazan”, “Laboratorio de Tecnologías El Rule” y muchos más, que generan discusiones y propician el intercambio de ideas, experiencias, documentos, procesos y saberes a través de estrategias muy diversificadas: foros, publicaciones, proyectos, acciones o encuentros virtuales, lo cual se ha potenciado desde que inició la pandemia de COVID-19.

Algo similar puede decirse cuando se revisan algunas cuentas de Twitter, aunque ahí la discusión suele volverse más ríspida y la velocidad del intercambio dificulta más la argumentación y la gestación de comunidades dialogantes. A pesar de ello en algunas cuentas pueden leerse, a mi modo de ver, formas ensayísticas y prácticas intelectuales que se vinculan con el cuidado, la preservación y la expansión de esa pulsión contenciosa llamada disenso. Pienso en cuentas individuales como las de Yásnaya Aguilar, Óscar de Pablo, Tania Tagle, María Rivera o Cristina Rivera Garza. Pero también pueden atestiguarse otro tipo de dinámicas de carácter muy heterogéneo, que tienden a construir colectivamente la escena pública, otorgándole un carácter político y, algunas veces, estético. A iniciativa de Rafael Mondragón, #LecturaRefugio genera comunidades de lectura, pensamiento y escritura bajo el permanente incentivo ético de la escucha; el hashtag #Bibliotuit, bajo la lógica del derecho universal al conocimiento, pone en circulación documentos y archivos que socializan obras de difícil acceso; y otros hashtags como #MiPrimerAcoso han sido verdaderos fenómenos culturales que no sólo generaron un gran momento testimonial en torno a la violencia contra las mujeres en América Latina, sino que potenciaron movilizaciones, permitieron la organización de colectivos, generaron espacios de debate y produjeron discursos ensayísticos en distintos ámbitos y plataformas.

En muchos casos estos fenómenos, que propongo analizar desde la perspectiva del ensayo, operan en otras plataformas como WordPress, YouTube, Medium, Telegram, TikTok y muchas más. En algunos casos, se busca trasladar la operación reflexiva que se practica a través del texto impreso hacia la pantalla (como ocurre con las cápsulas en YouTube de Fernanda Solórzano). Pero en otros casos, la producción de ideas y la interlocución es más compleja. Las comunidades de reflexión y escritura que Ximena Peredo coordina a través del proyecto “Vertebrales”, el colectivo “Pensar lo doméstico” que ha impulsado Alejandra Eme Vázquez, los laboratorios “Disoluta” y “Burda: Espacio de Experimentación Escrita” llevados a cabo por Vivian Abenshushan, o la iniciativa “(e)stereotipas” de Catalina Ruiz-Navarro y Estefanía Vela Barba, utilizan múltiples plataformas para generar y difundir sus propuestas reflexivas, todas las cuales pienso forman parte de un fenómeno de ensayización de la producción simbólica.

Incluso puede leerse esta voluntad ensayística en algunos podcasts (como #demachosaHOMBRES) y hasta en Stand Ups que se llevan a cabo en la actualidad. A través de Netflix y desde otro campo cultural, “Nanette” y “Douglas” de Hanna Gadsby llegaron a Latinoamérica y fueron vistos por un amplísimo público. Estos espectáculos pueden leerse como ensayos autobiográficos llevados a la palestra, en donde el trauma y la responsabilidad epistémica se elaboran con valiosas estrategias estéticas que van del metalenguaje a la vuelta de tuerca, pasando por el humor satírico y las metáforas visuales, de modo que rompen diversas convenciones del género. En América Latina existen ya este tipo de exploraciones, como lo muestran los Stand Ups de la argentina Malena Pichot o aquellos que organiza el colectivo mexicano denominado “StandUperras”.

Más allá de las transgresiones simplemente textuales que llevan a acabo, por ejemplo, los ensayos narrativos de escritores como Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas, existen, como puede verse, otras formas reflexivas que utilizan diversas tecnologías de la palabra, en las que observo retóricas del pensamiento que pueden ampliar el modo de pensar el ensayo. Cuando entré en contacto con Los hablantes de Verónica Gerber, me entusiasmó el modo en que utilizaba una serie de diagramas para representar visualmente distintas situaciones comunicativas, así como los vínculos, afectos y vacíos que se generan al conversar. Al comentarlo con un grupo de estudiantes llegamos a la conclusión de que se trataba de un ensayo visual que hacía dialogar íconos y textos para sostener su interpretación sobre las dificultades para construir conversación en la actualidad. De igual modo, Testo yonqui, de Paul B. Preciado (antes Beatriz Preciado), debería leerse no sólo como un ensayo tradicional en torno al transfeminismo, sino sobre todo como una puesta en escena de las modificaciones anatómicas y bioquímicas de la sensibilidad, es decir, como un performance que utiliza el propio cuerpo para demostrar sus hipótesis sobre la subjetividad como ficción política. Y la evolución de la práctica ensayística de Vivian Abenshushan me parece igualmente significativa. Desde su libro Una habitación desordenada (inscrito en el modelo del ensayo neoliberal impulsado por el Conaculta), pasando por Escritos para desocupados y hasta su último Permanente obra negra (que circula en cuatro formatos distintos), no sólo es evidente un proceso de politización de la escritura, sino un cambio profundo en las maneras de pensar la función-ensayo. Ya no se trata de una obra individualizante cuya estetización se construye dándole la espalda a la esfera pública y reproduciendo un modelo de escritura clásico (tipo Montaigne). Estamos ante una obra que, mediante la apropiación, piensa la producción de ideas de manera colectiva. De igual modo, concibe lo estético como posibilidad de disrupción política, más allá de la estilización lingüística. Y, además, propone variantes críticas para la circulación de los textos, poniendo en duda la noción tradicional del libro, no sólo al establecer una versión pensada para las nuevas plataformas digitales, sino al darle énfasis a la materialidad como parte de su propuesta estética, dialogando así (al confeccionar artesanalmente la obra) con otras disciplinas y otros productores artísticos.

Si nos preguntamos qué les ocurre a los géneros cuando emigran de plataforma, no basta con intentar rastrear las viejas funciones que éstos tenían en un espacio público más tradicional. De lo que se trata es de poner en cuestionamiento los valores derivados de la cultura de la imprenta para pensar formas ensayísticas que son cada vez más sociales y públicas. Un ejemplo claro es el “Proyecto Pregunta” del colectivo MIL M2 (mil metros cuadrados), surgido en Santiago de Chile y en Valparaíso entre 2013 y 2014 en torno al desarrollo de espacios autogestionados. Se trata de acciones en la calle cuyo principio es invitar a ciudadanos comunes a dialogar y formular preguntas que les harían a los espacios que habitan. A partir de una breve discusión se enuncian y se visualizan las preguntas colectivamente gestadas.

Esta interacción a partir de la coyuntura produce imágenes que adquieren dimensión estética, vinculada de manera muy evidente con postulados políticos, pero que sobre todo suponen la producción colaborativa de saberes y deseos. Se trata de estéticas de la emergencia, en palabras de Reinaldo Laddaga. No se trata simplemente de la socialización del conocimiento, sino de una verdadera democratización de la forma de producir bienes culturales. Además, al anular la distancia entre productor y espectador, ponen en crisis las nociones con las cuales la estética moderna operaba (la descontextualización de lo real, la trascendencia universal, la receptividad exacerbada, el autor como sujeto individual, el aislamiento como práctica fundamental…). Leer desde esta perspectiva lo ensayístico puede permitir pensar los géneros como funciones más que como formas estables, ir más allá de la estetización de la letra, rastrear tradiciones intelectuales vinculadas con colectividades y no sólo con sujetos privilegiados, así como configurar un relato no elitista de la historia intelectual.

Se puede objetar que éstos y otros fenómenos tienen un carácter efímero (la tecnología cambia con rapidez) y por tanto escapan a la perdurabilidad del ensayo. El debate que protagonizaron hace unos años Ignacio Sánchez Prado y Heriberto Yépez, a través de sus blogs personales, ya no puede consultarse, del mismo modo en que muchas discusiones entre diversos generadores de ideas se pierden entre la infinidad de hilos que produce Twitter. También puede decirse que se trata de intervenciones públicas que carecen de carácter estético. Creo que tales réplicas se derivan de las dificultades teóricas y metodológicas que conlleva atender a estas derivaciones del pensamiento actual. Pero también de modos añejos de pensar lo literario. No creo que estas prácticas intelectuales sólo funcionen como laboratorios de reflexión para generar ensayos tradicionales posteriores. O que su forma efímera, y su sentido de urgencia, estén exentas de potencia disruptiva. Pienso que simplemente les estamos haciendo, a estas discursividades, preguntas que se configuraron en un régimen de las artes vinculado con la cultura impresa y que no corresponde ya con las nuevas plataformas en que se confeccionan y circulan estos nuevos fenómenos. Pensar la autoría, la obra, el valor, la lectura, los géneros o la experiencia estética desde los parámetros de la cultura de las artes gestada en los siglos XVIII y XIX, me parece un error a la hora de acercarnos a la vida digital. Así como no es posible comprender las lógicas de las protestas actuales si no entendemos la lógica de las redes sociales, con el ensayo pasa lo mismo. Es importante asumir que existe una nueva ecología cultural (otros espacios, otras formas de interacción y otras formas discursivas) en donde el ensayo ya no sólo dialoga con la cultura letrada sino con nuevos saberes, contextos, representaciones e identidades. A partir de ellas, las sociedades del discurso (y los productos ensayísticos que generan) deben volver a ser pensadas.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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