Imprimir Entrada

“Sucede que a veces, brevemente, olvido quién soy”: El boxeador polaco, de Eduardo Halfon

Eduardo Halfon, El boxeador polaco. Valencia: Pre-Textos, 2008, 112 pp.

Resulta difícil precisar qué es más sorprendente: si el filamento que, en distintos niveles, recorre y enhebra los relatos de El boxeador polaco o el derrotero editorial del libro y su progresiva expansión. En todo caso, sobre este volumen —publicado por primera vez en 2008 y reeditado recientemente por Libros del Asteroide— no es infundado decir que es, al mismo tiempo, varios libros: primero, porque los siete relatos que lo integran se concatenan unos con otros de tal manera que el sentido se acumula y crece, cuento tras cuento;1 después, porque transcurridos los años, se ha convertido en una suerte de raíz (onettiana) a la que se han sumado, como ramificaciones de un mismo tronco, La Pirueta (2010), Monasterio (2013), Signor Hoffman (2015) y Duelo (2017), textos que revisitan los personajes y episodios del libro primordial.2

En el primer cuento, “Lejano”, un maestro de literatura analiza, frente a su apático auditorio, la propuesta de Ricardo Piglia sobre la doble forma del cuento.3 La alusión no es, en modo alguno, gratuita: en el sentido más amplio, brinda las coordenadas para leer El boxeador polaco con atención en las grietas; en el más inmediato, sirve como punto de unión entre el narrador-personaje y el único alumno que se aventura a responderle: “O sea, dijo con dificultad, como si le pesaran las palabras, un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos pero que igual está allí, entre líneas, sugerido” (13). La fugaz pero significativa relación entre el profesor y el talentoso muchacho (quien escribe poemas increíblemente buenos, tanto en castellano como en cachiquel) culminará con la inversión de las condiciones y convenciones establecidas al inicio del relato: con una charla articulada a partir de omisiones y silencios, en un lugar distinto y donde la relación maestro-discípulo se ha transfigurado tanto como los propios personajes.

Tal y como sugiere la referencia a las “Tesis sobre el cuento” en el relato inaugural, hay en El boxeador polaco un filamento invisible, soterrado, que atraviesa todos los cuentos; algo que permite “entretejer una historia secreta en los intersticios” (15). Sin embargo —y pese a los indicios diseminados a lo largo del conjunto—, ese hilo no se reduce a la anécdota, fragmentada y escurridiza, sobre la cifra tatuada en el brazo del abuelo del narrador; tampoco, acerca de la aún más elusiva historia que da nombre al libro: la del boxeador que lo salvó de la muerte en Auschwitz.4 ¿Cuál es, entonces, el vórtice alrededor del que se organiza el conjunto?

Tatuaje en el brazo de un sobreviviente de Auschwitz. Foto: Markus Schreiber

Quizá convenga puntualizar, primero, cuáles son las constantes entre los siete relatos. Todos ellos están narrados desde el interior de la diégesis, por un escritor guatemalteco de origen judío llamado Eduardo Halfon. Sin embargo —y en contra de quienes sostienen que El boxeador polaco y el resto de sus libros giran en torno a la identidad—,5 basta con adentrarse en cualquiera de los cuentos para advertir que cada uno de ellos revela siempre una arista distinta del protagonista, quien, según el caso, será “Halfon, con pronunciación peculiar” (17), el “Señor Halfon” (53), “Dudú” (68), “Eduardito” (73) u “Oitze” (87). Así, antes que amalgamar a la voz enunciativa con la figura autorial y extratextual, los cuentos de El boxeador polaco obligan a reparar en la condición mudable, compleja y pendular del narrador.

Por si fuera poco, los personajes con los que el protagonista coincide —una turista judía de paseo por Guatemala, un pianista serbio que se resiste a interpretar su repertorio sin variantes, un nonagenario experto en la obra de Mark Twain, un rabino obstinado en relatar (pese a encontrarse en un funeral) su experiencia en Tikal— son siempre peculiares, enigmáticos, entrañables. Su misterio reside en que no son monolíticos ni responden a las convenciones o estereotipos (étnicos, religiosos, políticos o de cualquier otra índole) que suelen asignárseles; antes bien, es su inadecuación la que les otorga un cariz singular: la turista judía seduce al protagonista y le relata su visión divina tras consumir ácido; el anciano académico interviene en un congreso sólo para contar chistes; el prodigioso pianista desea abandonarlo todo para tocar música gitana; el abuelo sobreviviente de Auschwitz rememora el pasado, sin emoción alguna, con un vaso de whisky en la mano; el rabino ensimismado es incapaz de consolar al nieto del recién fallecido.

Otro de los elementos en común entre los cuentos de El boxeador polaco es, sin duda, la sutil pero duradera tensión que se establece entre oralidad y escritura. Por un lado, los breves y azarosos (des)encuentros que el protagonista mantiene con los demás personajes están signados por la palabra viva: conversaciones en distintas lenguas que, según sea el caso, enfrentan o reúnen diferentes formas de entender el mundo. Se trata, en suma, de diálogos en los que el narrador se expone a la expresión del otro, a su alteridad sociocultural. Aunque con distintos resultados, estas charlas no sólo ejemplifican la coincidencia de distintas voces, sino la existencia de distintas conciencias que se entreveran y afectan mutuamente, lo que daría pauta para un largo y estimulante regodeo bajtiniano. Es, precisamente, el constante intercambio verbal entre personajes lo que hace al lector preguntarse si en los textos impera la narración autodiegética o lo homodiegética. ¿El narrador refiere su propia historia o la de otros? ¿Es protagonista o testigo de lo referido? Sea como fuere, lo cierto es que esta oscilación patentiza la relevancia de la lateralidad que se asoma tras lo convencional o evidente.

Eduardo Halfon. Fotografía: Adriana Bianched Baja

Por otra parte, las reflexiones sobre la ficción tienen un lugar fundamental en El boxeador polaco. El vínculo entre la palabra y la experiencia es, además de irrebatible, reiterado. Antes que relatar sucesos extraordinarios, los siete cuentos se concentran en acontecimientos cotidianos y supuestamente irrelevantes. Sin embargo, el narrador se encarga de brindarles una hondura mayor e insondable: no un secreto (en tanto enigma por desvelar), sino la huella de algo que, a la postre, se nos escapa: ha ocurrido más de lo que se dice, pero no sabemos con certeza qué es.

En uno de los cuentos del volumen, “Discurso de Povoa”, el narrador concluye que “la literatura no es más que un buen truco, como el de un mago o un brujo, que hace a la realidad parecer entera, que crea la ilusión de que la realidad es una” (107). No es accesoria la coincidencia entre el mago o el brujo: mediante la voz, ambos son capaces de invocar lo ausente, de ofrecer un sentido alternativo y trastocar nuestra comprensión del mundo.6 Líneas después, el protagonista añade: “al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin duda, lo olvidamos” (109). En esta omisión se funda la poética concreta de El boxeador polaco: como un hiato que se abre, ensanchándose cada vez más, entre la escritura y la vida (para decirlo en palabras de Jorge Semprún).

Más que fijar la experiencia, la ficción da cuenta de la imposibilidad de hacerlo. “Sucede que a veces, brevemente, olvido quién soy” (53), confiesa el protagonista en otro relato. La frase podría extenderse a todos los personajes, incluido el abuelo sobreviviente de Auschwitz que —pasados los años y según la situación en que se halla— atribuye su salvación a la ayuda de un boxeador polaco o a sus propias habilidades como carpintero. La literatura no sirve, entonces, para recordar quiénes somos, sino para crear la ilusión de que lo sabemos o que al menos alguna vez lo supimos; para transmitir la incesante acechanza de nosotros mismos. Al final de cada relato, el narrador parece no ser el mismo que al inicio; algo ha pasado y el único vestigio de lo acontecido es la escritura. 7 Hay, en la prestidigitación, algo que escapa a la comprensión del propio mago y lo obliga a conjurar, una y otra vez, su oscura locución.

Acerca del autor

Marco Polo Taboada Hernández

Doctor en Estudios Latinoamericanos (área de literatura y crítica literaria) por la Universidad Nacional Autónoma de México. Maestro en Humanidades (línea de Teoría literaria) y licenciado en Letras Hispánicas y  por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. En 2018 realizó una estancia de investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha participado en congresos sobre literatura en México, Ecuador y Perú.

Compartir en redes

Notas al pie:

  1. La interrelación entre los textos remite, al menos en un primer momento, a Historia argentina (1991) de Rodrigo Fresán.
  2. En la versión más reciente de El boxeador polaco, el autor ha incluido La pirueta, además de los cuentos “Fantasma” y “Postales”.
  3. Recuérdese que, según el escritor argentino, “un  relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”. “Tesis sobre el cuento”, en Formas breves. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 106.
  4. Las referencias a lo ocurrido en el campo de concentración son, entre varias más, las siguientes: “Después pensé fugazmente en los chisguetazos blancos de aquel muro tan negro de Auschwitz que me había mencionado mi abuelo polaco” (17); “me lavé las manos pensando en mi abuelo, en los cinco dígitos verdes tatuados en su antebrazo que durante toda mi niñez creí que estaban allí para que, como el mismo me decía, no olvidara su número de teléfono” (46); “Pensé en mi abuelo y en la botella de whisky que nos habíamos tomado juntos mientras él me hablaba de Sachsenhausen y de Auschwitz y del boxeador polaco” (58); “y yo de inmediato desordené sus palabras y pensé en el boxeador polaco peleando cada noche en Auschwitz, luego pensé en mi abuelo peleando con las palabras polacas” (74); “69752. Que era su número de teléfono. Que lo tenía tatuado allí, sobre su antebrazo izquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo” (87); “Y mientras ellos seguían hablando yo pensé en el número tatuado en el antebrazo de mi abuelo. Pensé en los cinco dígitos verdes y gastados y ya muriéndose en el antebrazo de mi abuelo, bajo aquel edredón grueso y corinto” (120)
  5. No deja de ser sintomático que, en las entrevistas al autor disponibles en la red, las preguntas giren, una y otra vez, en torno a la importancia de la identidad y la información autobiográfica en sus libros. Menos desdeñable aún es que el mismo Halfon insista en el carácter ficcional de sus creaciones. Véase, por ejemplo, la siguiente conversación a propósito de la reciente reedición de El boxeador polaco: https://www.eluniversal.com.mx/cultura/en-mis-historias-el-telon-de-fondo-es-mi-vida-eduardo-halfon
  6. Tampoco me parece gratuita la relación entre magia y escritura, explorada muchos años antes por Jorge Luis Borges, al señalar que el relato en el que impera lo mágico es aquel “donde profetizan los pormenores, lúcido y limitado”. “El arte narrativo y la magia”, en Sur: revista trimestral, año II, verano de 1932, p. 179.
  7. Aludo aquí al texto de Gilles Deleuze y Félix Guattari, “Tres novelas cortas o «¿qué ha pasado?»”, incluido en Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia. De acuerdo con los autores, “estamos frente a una novela corta cuando todo está organizado en torno a la pregunta, «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha podido pasar?». El cuento es lo contrario de la novela corta, puesto que mantiene en suspenso al lector con una pregunta muy distinta: ¿qué va a pasar? Siempre va a suceder algo, a pasar algo” (p. 197). La reflexión de los teóricos franceses puede ser útil para repensar la “identidad” subgenérica de El boxeador polaco: ¿El estrecho vínculo entre cada uno de los fragmentos del volumen hace de ellos un solo relato, una novela corta?