Es posible que este sea uno de los aciertos más notables del libro. Como varios autores de la literatura mexicana reciente de no-ficción, Salinas Basave disfruta de pasearse por las estrategias de diversos géneros. La voz autoral que atraviesa el libro acompaña al lector por algunos puntos del proceso de creación. En algún momento, el narrador nos cuenta cómo conoció y entrevistó a Genaro Nonaka. Del mismo modo, comparte con el lector cómo concibió una escena o buscó algún dato. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con cierta literatura mexicana reciente, esta voz mayormente decide dar un paso atrás para contar la historia. La organiza, la valora, se mete en los pensamientos de sus personajes y rompe sin afán de escandalizar al crítico algunas convenciones sobre la ficción y la no-ficción. Por ponerlo en contexto, se distancia de las problematizaciones de límites de géneros canónicos que sí hacen, por ejemplo, Cristina Rivera Garza en Había mucha neblina o humo o no sé qué. Caminar con Juan Rulfo (Penguin Random House, 2016) y Autobiografía del algodón (Penguin Random House, 2020) y Julián Herbert en La casa del dolor ajeno (Penguin Random House, 2016). Y sin embargo, incluso si su intención no parece ser la de problematizar, comparte con estos textos algunas de sus preguntas. En particular, comparte con el lector los mecanismos y procesos por los que valoramos y reevaluamos nuestra relación con la historia y sus formas de contarla. ¿Quién cuenta? Ante la voz omnisciente e imperturbable de la Historia, está aquí la voz cautelosa y a ratos titubeante de la primera persona. Si, al parecer, algo de esa narrativa incuestionable ha quedado llena de lagunas y omisiones, ¿por qué no optar por una estrategia diferente para contar una historia no contada? Porque esto es justo otro de los elementos que Salinas Basave comparte con estas narrativas: ¿qué contamos? Que es lo mismo que preguntarse, ¿qué miramos?
La relación de Nonaka con la fotografía, en el contexto que he descrito, resulta productivamente metafórica. En el segundo capítulo del libro, Salinas Basave llama la atención sobre una de las fotos más famosas de la Revolución: Pancho Villa entrando a Torreón en 1914. Al lado, en la parte de la composición que regularmente se edita para darle dramatismo y centralidad al Centauro del Norte, hay una carreta tirada por una mula. El hombre menudo y con el rosto cubierto por el ala de su sombrero, es Nonaka. Más tarde, en los capítulos XX y XXI, Salinas Basave describe el modo en que Nonaka consiguió la primera fotografía panorámica de Tijuana y documentó la cara oculta de la ciudad. A diferencia de la mayoría de las ciudades del mundo, la cara conocida de Tijuana es la cara del exceso que, en la década de la Prohibición del alcohol en los Estados Unidos propulsó el crecimiento económico y cimentó su leyenda negra. La cara oculta, la que Nonaka tomó, fue la de la gente normal, la naciente clase media que, por primera vez en su vida, era capaz de hacer un retrato de familia, uno individual en tres cuartos, capturar una quinceañera, una pareja recién casada, algunas calles de la ciudad; en fin, esa vida íntima sin la que la Historia o no vale la pena o no se explica. Muchos negativos de este material, cuando Nonaka es desalojado de Tijuana para salvaguardar la xenofobia estadounidense disfrazada de seguridad nacional, quedan abandonados a su suerte.
Arriba, mencionaba la escena con que el libro abre: un personaje siniestro del que dos escritores mayores escribieron con deleite. Aquí, me he detenido en la relación de Nonaka con la fotografía: mirar y ser mirado desde el fuero íntimo que alberga la vida diaria o siendo el fondo anónimo de la historia que ocurre alrededor nuestro y a la que intentamos sobrevivir. Hay algo en esto que nos habla de la forma de mirar la historia de México en la primera mitad del siglo XX: una tendencia a escribir sobre la gente que sostenía las armas. La historia de Daniel Salinas Basave es la apuesta contraria: escribir sobre quienes transitaron por la historia con algo distinto de un fusil entre las manos. Si bien Nonaka participó una sola vez como infantería en una batalla, mayormente cargó con cosas muy distintas a las armas: herramientas de labranza, instrumental médico y, desde luego, una cámara fotográfica con la que registró la historia temprana e íntima de Tijuana; ese rincón donde el país comienza.