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Política de la materialidad: Óptica sanguínea de Daniela Bojórquez

A través de su trabajo fotográfico y escritural, Daniela Bojórquez se ha convertido en una de las artistas mexicanas más significativas por su exploración de transgresiones estéticas vinculadas con formas visuales de escritura. Esto es evidente cuando uno se acerca a su libro más reciente, el cual utiliza mecanismos icono-textuales para representar lo irrepresentable de la violencia y el temor urbanos.

Óptica sanguínea es un libro de relatos inusual y heterodoxo, respecto a la tradición más hegemónica del cuento mexicano. No es casual que haya sido publicado por Tumbona, un sello editorial que ha buscado poner en circulación libros que detenten alguna carga de disidencia escritural. El texto responde a búsquedas que no suelen proponerse los escritores que vienen de una tradición plenamente letrada. El hecho de que Bojórquez tenga una formación fotográfica y esté interesada en los debates contemporáneos en torno a los estudios de la imagen y el arte contemporáneo en general, le hacen situar su libro dentro de esa producción de obras en las que la relación entre texto e imagen resulta central, y que generan un espacio discursivo que linda con el arte conceptual. Pienso en obras como Monografías (de Jessica Díaz y Meir Lobatón), Conjunto vacío (de Verónica Gerber), Álbum Iscariote (de Julián Herbert), Permanente obra negra (de Vivian Abenshushan) o Taller de taquimecanografía (de Aura Estrada, Gabriela Jaúregui, Mónica de la Torre y Laureana Toledo), sólo por nombrar algunas muy significativos. En este caso, podría hablarse de un libro de artista, dado la interacción de lenguajes distintos que se dan en él, y por la manera en que se sitúa la materialidad del objeto en un lugar central. Los textos incluidos en Óptica sanguínea incorporan fotografías, intervenciones visuales, alteraciones tipográficas, ecfrasis literarias, inscripciones en otros colores de tinta y otras formas de interacción ícono-textuales diversas (es muy llamativo, por ejemplo, el relato que parece estar impreso como si estuviese fuera de foco).

Inicio de “Distancia focal”, relato incluido en Óptica sanguínea.
Inicio de “Distancia focal”, relato incluido en Óptica sanguínea.

En términos generales, las narraciones operan bajo el principio de la interrupción que Walter Benjamin, al analizar el teatro épico de Brecht, proponía como un modo de romper la acción para permitirle al espectador distanciarse de la historia y asumir la ilusión de lo contado. Este poner énfasis más en el artificio del relato que en la anécdota del mismo habla ya del interés de Bojórquez por cuestionar la potencia representacional de la palabra escrita. Conforme nos adentramos en el libro, tenemos la sensación de que los cuentos están construidos a medias, de que las historias no concluyen o no tienen un conflicto claro, de que los personajes se desdibujan. De hecho, en el relato que da título al libro, la narradora afirma: “En realidad prefiero hablar de lo que ocurre en grados menores: el detalle, los intersticios. Los acercamientos sin panorama. […] Cuando estoy en el teatro no entiendo dónde termina el escenario y dónde empiezo yo. […] No me interesa escribir historias donde a los personajes les pasen cosas. […] Lo que es más […] No me interesa escribir historias […] Incluso no me interesa escribir […] De eso se trata. De hacer caso omiso. Tanto así que me fui esa tarde del bar sin haber pagado mi cuenta. Se me antojó omitir. Ya había hablado demasiado en una mesa que no estaba dispuesta a escuchar mis planteamientos antitexto” (92-93).

Como se ve, Bojórquez apela a estrategias metatextuales y digresivas para dar cuenta del interés que tiene por hacer evidentes las dificultades contemporáneas de representar el mundo a través del lenguaje escrito. En “Speaking”, por ejemplo, el “relato” consiste en el fragmento de una conversación, acaso un diálogo interrumpido, que remite constantemente a dudas en torno a lo hablado, lo escuchado, lo comprendido y lo interpretado por otro personaje. Tal “narración”, se encuentra acompañada de un par de fotografías que parecieran buscar transmitir lo dicho de otro modo (con lenguaje gestual), pero sin conseguirlo; y haciendo un alegato en torno a la teatralidad de lo social:

 

La tensión entre narración y reflexión, entre texto e imagen, pero también (como veremos más adelante) a través distintos tipos de elipsis y juegos de apropiación, le permite a Bojórquez hablar sobre las insuficiencias comunicativas de la escritura. Se trata de una reflexión que se da no sólo de manera explícita sino a través de la icono-textualidad del libro, una reflexión estética en torno a la imposibilidad de plasmar la realidad con el lenguaje.

En “El del viaje al pasado”, quien narra recuerda una imagen de su infancia en un sueño, se trata de la fachada de la casa que habitó de niña y adolescente; sin embargo, no recuerda precisamente la fachada, sino una fotografía de la misma “a punto de borrarse”. Para no perder el recuerdo del sueño recurre a un objeto que le permita fijar la remembranza: unos zapatos blancos que imagina al fondo de un ropero. “Elijo los zapatos del inventario de mi pubertad porque su forma me hacía pensar en otra forma, a diferencia del resto de las cosas que no podían sino ser lo que eran […] los distingo del vértigo de objetos porque eran zapatos y también otra cosa” (11-12). Me importa pensar el uso que Bojórquez da a las fotografías en este tipo de relatos. En este caso, la fotografía que aparece en el relato retrata la carrocería de un automóvil desmantelado, no los zapatos ni la fachada. Pareciera que no existe una conexión entre ambas imágenes (el recuerdo y la fotografía), pero poco a poco percibimos el vínculo y la reflexión que Bojórquez nos propone en torno a la memoria. Al final del relato, le llama por teléfono a un amigo de aquella época y le pregunta: “¿Viste alguna vez unos zapatos blancos que parecían la carrocería de un auto? […] Dijo con sus propias palabras que: no recordaba los zapatos, pero conociéndome seguramente me gustaban porque parecían otra cosa” (14). Estamos aquí ante una ficción de memoria, en el sentido en que lo propone Birgit Neumann: un texto que representa el modo en que operan los recuerdos, las fallas y el azar con que rememoramos el pasado. Bojórquez propone al pasado como algo que no se halla fijo, que no está anclado a un “tiempo homogéneo y vacío” (diría Benjamin) que se ha perdido, sino que se trata de una re-invención constante que se produce en el tiempo presente. De igual modo, también nos encontramos ante la perspectiva de pensar la fotografía, no como dispositivo mimético frente a lo real, sino como el registro de lo irrepresentable, en este caso de los recuerdos y las asociaciones con las que damos vida al presente del pasado.

Siguiendo los planteamientos de Joan Fontcuberta y algunos otros pensadores de lo que se ha dado en llamar la posfotografía, Bojórquez apuesta a pensar la dimensión ficcional del retrato producido por la cámara. Así lo plantea Fontcuberta en El beso de Judas. Fotografía y verdad: “Toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. Lo importante, en suma, es el control ejercido por el fotógrafo para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad”. Hay aquí, en Óptica sanguínea, una reflexión en torno a los efectos de la virtualidad del mundo en el que hoy nos movemos: la crisis del sentido, la fragilidad de las verdades, lo efímero de la experiencia… se potencian cuando nuestro entorno está mediado por pantallas, y la sobreproducción de imágenes se filtra invadiendo el rincón más íntimo. La transformación del carácter testimonial de la fotografía hacia la idea de fotografiar como ejercicio de simulación y performance social, remite a preguntas sobre la imprecisión de los recuerdos, la sospecha sobre la realidad, la incompletud de lo narrable, la evanescencia de la identidad.

En otros textos operan formas distintas de plantear la imagen como imposibilidad de restituir la experiencia. “En lo que es ido”, un relato que parece intervenido por alguien más, el juego entre lo impreso en tinta negra y lo corregido a mano en tinta roja, resulta muy significativo. Por una parte, apunta a la escritura como proceso, por supuesto; los lectores tenemos la experiencia de que estamos leyendo un borrador que un editor ha ido glosando. Esas correcciones en rojo desestabilizan la diégesis y generan mucha ambigüedad en la trama, ya de por sí plagada de incertidumbre. La historia es muy sencilla: quien narra relata la vivencia de estar en un hotel acompañada por un hombre que se halla dormido mientras escucha un grito en la calle; en otro hotel, tiempo después, la pareja recuerda aquel incidente y el hombre afirma que la dormida era ella y que fue él quien escuchó el grito proveniente de la calle. El texto opera a partir de elipsis, juego de palabras y tintes de autoescarnio, pero también haciendo alusión a Borges (“El otro”) y el efecto fantástico de su literatura: “He pensado que quizá lo imaginé: no el grito mismo, sino que me haya despertado. Quizá yo soñaba mientras él se asomaba a la ventana. O él soñó que se asomaba” (57).

Lo significativo es que, mientras avanza la historia, las glosas van adquiriendo nuevos sentidos, haciendo posible pensar que quien corrige con tinta roja es la misma pareja, cuya fiscalización del tono se da en esas glosas al texto, pero también en la trama: “Contengo mis palabras porque aún me duele su regaño. Así ocurre a veces: si digo las cosas con voz golpeada o si mi facultad histriónica me delata, se desespera y me regaña. He decidido contener ciertos dramas. Pero se quedan dentro, como las huellas de acontecimientos anteriores. […] Concordé con el sentimiento de inquietud que tuvo entonces, y que volvía ahora, al invocar la anécdota. Pensé, además, en la ingrata coincidencia de que hayan aparecido regaños justo cuando iba a llamarme. Pero eso sólo lo pensé. No quería interrumpirlo” (57).

La materialidad del texto aquí no sólo remarca la incertidumbre de lo real inscrita en la trama (“Cada uno cree que el otro miente”, 56 / “Las volutas de humo espesan la atmósfera del cuarto. Se desintegran como cosas que iban a ser, pero no fueron”, 58). En más de un sentido, esa materialidad busca representar lo que no logra decirse, lo que subyace a la trama, la violencia de ese afuera urbano que se vive dentro de la habitación en clave patriarcal: el hombre corrige, fiscaliza y aprueba las palabras de la mujer, la narradora que carece de legitimidad para enunciar la verdad y sólo logra convertirse en voz narrativa impotente y dubitativa.

En “Ficción del paranoico”, Bojórquez trabaja la hibridación genérica a partir del diálogo con el género policial. El texto consiste en los apuntes de alguien que teme ser la víctima potencial de distintos sujetos cuyas rutinas afuera de la casa parecen sospechosas. Quien narra toma fotos que no logran captar a los sospechosos, a pesar de su ímpetu por registrar ya sea con la escritura (a través de diarios) o con la imagen (“no pretendo hacer fotos artísticas”, 19). La trama se interrumpe con un final abierto, dejando indicios, mensajes cifrados y la página de un acta de averiguación previa, cuyo contenido no aclara sino potencia la ambigüedad. Otra vez aparece aquí la otredad significada como amenaza, y el imaginario urbano como una voz burocratizada y patriarcal, que suprime o invisibiliza las verdaderas razones de la violencia. Si la crisis de la experiencia era tangible cuando Benjamin escribió su ensayo clásico sobre “El narrador”, la virtualidad del mundo actual ha potenciado nuestra dificultad para darle sentido a la realidad que habitamos. En Bojórquez existe una reflexión crítica respecto a la iconósfera de la cual abreva. Cuando leemos Óptica sanguínea, gracias a estrategias antinarrativas y recursos icono-textuales, los lectores nos enfrentamos a imaginarios urbanos paranoicos en donde lo no-dicho genera lectores que se instalan en la lógica de la sospecha. Como lo dice Ricardo Piglia en su Teoría del complot, “la paranoia es una salida a la crisis del sentido”. Frente a la imposibilidad de descifrar lo que ocurre en la realidad, los espectadores aprendemos a leer entre líneas, lo que implica ya un acto político. Según Piglia, así leen los censores, pero también así leen los conspiradores.

Quiero concluir recordando una de las ideas que esgrime Walter Benjamin en “El autor como productor”. Al hablar de cómo el carácter político de un artista sólo podía ser verdaderamente transformador cuando incidía en la dimensión técnica y en las formas de producir su arte, Benjamin parecía anticipar libros como el de Daniela Bojórquez. Transformar realmente el sistema, dice Benjamin, “habría significado vencer nuevamente uno de aquellos límites, superar una de aquellas oposiciones que mantienen atada la producción de los intelectuales. En este caso, el límite entre la escritura y la imagen. Lo que debemos exigir del fotógrafo es la posibilidad de dar a su placa una leyenda capaz de sustraerla del consumo de moda y de conferirle un valor de uso revolucionario. Es una exigencia que nosotros, los escritores, plantearemos incluso con mayor insistencia cuando nosotros mismos nos pongamos a fotografiar. Así pues, también aquí el progreso técnico es, para el autor como productor, la base de su progreso político”. Quizá sería provechoso leer este tipo de poéticas materiales, como las ha llamado Roberto Cruz Arzábal, como estrategias semiótico-políticas que buscan interrumpir los usos institucionalizados del lenguaje, las formas genéricas convencionales y las narrativas hegemónicas que dominan la producción literaria de la actualidad.

 

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en SociologíaPolítica por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor deliteratura en la Universidad…

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