Si bien esta es una novela que explora las posibilidades del encierro, entonces siempre habrá una tensión entre el adentro y el afuera, y estos son definidos desde la perspectiva de Clara. Para ella, hay un peligro latente fuera de los márgenes de su departamento; el afuera se presenta violento, y la manera en que la narradora se vale del lenguaje ocasiona en el lector el efecto preciso de experimentar la incomodidad y vulnerabilidad de Clara:
Al salir, el sol nos pegó un latigazo en los ojos. Las líneas blancas de la cebra disparaban haces de luz como chispas y Flor se cubrió la cara con las manos. Me arrodillé junto al cochecito y le bajé la visera del gorro. El viento era fresco, de mediados de mayo, pero el sol me hacía sudar bajo el abrigo de lana. Miré el cielo celeste y uniforme; ni una nube aliviaba el derroche de luz. Caminé hasta el juzgado empujando el cochecito. Flor miraba alrededor como si quisiera comerse al mundo con los ojos, no se daba cuenta de que era el mundo el que iba a comérsela a ella. (p. 53)
Este pasaje contiene una muestra de los artificios que utiliza la autora para causar el efecto ya mencionado, pues el uso de los verbos en relación con otros elementos sintácticos como sujeto y objetos directos determinará cómo Clara percibe el afuera. Los verbos más significativos pertenecen a un campo semántico particular, el de la guerra y la violencia que no solo tienen que ver con lo humano (pegar y disparar), sino también con lo primitivo (devorar) en la construcción “comer-comérsela”. Su relación con sus agentes y objetos conforman una visión particular de mundo, pues el sol pega en los ojos, las líneas de la cebra disparan, Flor quiere comerse al mundo, pero Clara sostiene que éste se la va a comer a ella. Observamos entonces que quienes ejecutan estas acciones son elementos de la naturaleza (prosopopeya), y sus receptoras Clara y Florencia; este punto muestra cómo, desde la percepción de la narradora el espacio por sí mismo es peligroso, pues los agentes externos a ellas son activos, y ellas, pasivas, imposibilitadas para re-accionar ante dichas vulneraciones. Esa violencia es perceptible por medio de los sentidos y así, el cuerpo cobra relevancia como receptáculo: es el filtro por medio del cual Clara percibe el peligro, pero no parece protegerla. El pasaje concluye con la idea de la devoración como consecuencia última, pues se alude a uno de los miedos más primitivos, que consiste en ser depredado. Así, ante la posibilidad de ser devorado por el mundo, el afuera se configura con la facultad de anular y aniquilar al sujeto:
La experiencia de devoración sitúa al sujeto en la condición de un objeto para el consumo del Otro, pero también para su posesión absoluta. Bajo esa vivencia, el sujeto está identificado con un objeto en el borde mismo de la aniquilación por parte de un Padre-Animal que saciará, como un lobo, no sólo su apetito feroz, sino también su ansia de posesión y de poder (Pacheco-Manzo 2012, p. 17).
En este complejo constructo de sentido, el depredador es el mundo mismo, es decir, todo lo que se halla fuera de casa que cobra dimensiones monstruosas, pues el monstruo “posee las características de lo informe, lo caótico, lo tenebroso y lo abisal. El monstruo aparece pues como desordenado, desmedido; evoca el período anterior a la creación del mundo” (Chevalier 1986, p. 721). Además, el espacio monstruoso denota también una tensión entre éste y quien interactúa con él, pues “aunque los monstruos representan una amenaza exterior, revelan también un peligro interior: son como las formas asquerosas de un deseo pervertido. Proceden de cierta angustia, de la cual son imágenes” (Chevalier p. 722).
En este punto, la fenomenología me parece una perspectiva teórica adecuada para analizar la confección de estos espacios, ya que la narradora enfatiza en los recovecos de la percepción que Merleau-Ponty ya señaló: “será preciso despertar la experiencia del mundo tal como se nos aparece en cuanto somos-del-mundo por nuestro cuerpo, en cuanto percibimos al mundo con nuestro cuerpo” (1957, p. 222) o como afirma Cisneros Sosa, “Ver es poseer colores, oír es poseer sonidos. En esas amalgamas sujeto-mundo están las esencias fenomenológicas” (2006, p. 106). Así, el espacio físico es confeccionado a partir de los sentidos, pero relacionado directamente a la subjetividad de Clara.
La salida del departamento acentúa cómo operan los límites espaciales de la protagonista, pues ya que el afuera se presenta peligroso y violento con el cuerpo, procura que no haya un entrecruzamiento del afuera y el adentro (la casa). Esto lo expresa de manera recurrente, cuando le indica su padre que lo que ocurre en casa no debe formar parte del afuera: “-No grites. ¿Querés que se entere todo el edificio?” (p. 45). Así, Clara procura que no haya una contaminación de ambos, porque esto implicaría la pérdida de su control: afuera podría devorar el adentro. A la diada adentro–afuera se anexa otro espacio, el íntimo, en el cual habitan sus vertiginosos pensamientos:
Hay cosas en las que prefiero no pensar. A veces hasta el propio pensamiento es una invasión, como mirarse desnuda al espejo: da más vergüenza que si nos viera otro. Me pregunto si no habrán sido esos pocos encuentros -como luces rojas en una carretera apagada- los que guiaron mi vida. (p.11).