El mal de la taiga es una secuela del personaje de la Detective de la novela La muerte me da (Tusquets 2007), cuyo nombre nunca se especifica. Su voz narrativa es la que organiza, media y conduce la pesquisa, la narración y el viaje. Después de «el caso de los hombres castrados» la Detective se retira de las fuerzas públicas e incursiona en la escritura de novelas negras. La novela da inicio cuando un hombre mayor la contrata para ir en busca de su esposa. La mujer se ha ido con otro hombre. Sin embargo, el esposo se empeña en recuperarla, pues considera a la pareja de fugitivos afectados por el mal de la taiga, aquel en el que ciertos «habitantes de la taiga llegan a tener ataques de ansiedad terribles y emprenden viajes suicidas para salir de ahí» (p.14). La novela es el relato de la indagación de la Detective.
El planteamiento que Cristina Rivera Garza hace del viaje es particularmente interesante, pues en éste la autora, además de, como afirma Alison Russell en torno a la novela de viajes, «demostrar cómo la ficción fue influenciada por los cambios en los viajes y en las percepciones sobre viajar»1, integra una meditación en torno a la distancia entre la experiencia y su narración, así como una serie de reflexiones sobre la escritura, el lenguaje y las expectativas del viajero.
El viaje a la taiga
El poder simbólico de la narraciones de viaje reside, como afirma Janis Stout, en «las preguntas elementales de la epistemología, la relación entre sujeto y objeto, cognoscente y conocido» 2; en El mal de la taiga estas preguntas y dicha relación se establecen desde el inicio del relato. La novela abre con un fragmento que anuncia que lo narrado, el viaje, será una analepsis, una restrospectiva, una reconstrucción; con ello pone en relieve la distancia subjetiva entre la experiencia y la narración, y a través de la pregunta «¿Qué buscaba ahí en realidad?» (p.11) ―en la primera página―, el relato constituye una indagación sobre el yo. La investigadora ha aceptado el caso para satisfacer la curiosidad que ha despertado en ella la mujer de su cliente y su partida, además de dejarse llevar por «una debilidad achacosa por formas de escritura que ya están en desuso: el radiograma, la taquigrafía, los telegramas.». «Quise saber», «Quise entender» (p.13), dice la narradora-investigadora desde el presente de la narración. Esta motivación personal para la Detective la distancia entre la indagación abstracta, entender, y la pesquisa concreta, encontrar y traer de vuela a la mujer, por eso «Es difícil saber a ciencia cierta cuándo empieza un caso, en qué momento uno acepta una investigación» (p.15).
El caso de los locos de la taiga da inicio con el interés de la Detective, con la partida hacia la taiga y con la escritura de un reporte dirigido a su cliente, que poco a poco va convirtiéndose en un diario de viaje. En El mal de la taiga la escisión entre el «archivo» del caso y la búsqueda en sí puede distinguirse porque la segunda se registra mediado por el recuerdo y la conjugación verbal en ante pretérito. De tal forma que el archivo del caso es la novela; el viaje ―objetivo y subjetivo―, la narración, y el reporte-diario, lo narrado. El texto como novela se inscribe a su vez en un terreno ambiguo, pues el registro policial con el que inicia ―un caso, una detective, la pesquisa― se va desplazando hacia la novela de viajes por medio de un tono intimista. La novela completa se desplaza entre diversas convenciones genéricas; a las ya mencionadas se suma el comentario literario, pues se inserta una reflexión en torno a los cuentos de «Hansel y Gretel» y «Caperucita roja»; incluso en un momento irrumpe un registro fantástico, pues la mujer de la taiga parece haber parido una camada de homúnculos. De tal forma que el lector debe ajustar continuamente el pacto de lectura de la novela.
Así, también el viaje hacia la taiga se va desplazando hacia un viaje metafórico en el tiempo y el psicológico de la voz narrativa. El viaje espacial está marcado por el cambio de medios de transporte ―avión, tren, barcaza, caminata―, que, además, genera un efecto de lejanía, de inaccesibilidad del bosque boreal y de la dificultad de la búsqueda. De la ciudad costera en la que le confían el caso, la Detective se aventura tierra adentro, a poblados cada vez más aislados, menos densos y más desolados. El último punto al que llega se define por el carácter nómada de sus pobladores. Conforme avanza la pesquisa el tiempo parece detenerse: no hay electricidad, la vida se rige por el sol y la naturaleza, y el concepto del dinero es inoperante. La noción del tiempo se transforma; por un lado se rarifica y, por otro, parece dejar el terreno del tiempo histórico y adentrarse en el tiempo mítico. Lo anterior tiene eco en la forma en que la Detective desarrolla la investigación, esto es, deja paulatinamente de interpretar los datos racionalmente y se deja llevar por las sensaciones o el instinto. Con este paso de lo factual-racional a lo perceptual-intuitivo, la función de los sentidos se vuelve central, lo que recuerda «el hecho de que el cuerpo del viajero […] permanece en el centro de la empresa representacional del viaje»3.
Con esta transformación temporal y epistemológica gradual, la Detective accede a lo inefable, a lo simbólico, a lo imaginario, para satisfacer su curiosidad y responder sus preguntas a costa del objetivo de la empresa asignada, recuperar a la mujer de la taiga. Sin embargo, las preguntas de la Detective como las imágenes de la pareja de la taiga se multiplican en un juego especular, en mise en abyme. Traductor y Detective reproducen el camino de la pareja de la taiga; éstos a su vez, al parecer de la investigadora, son una especie de Hansel y Gretel que les dejan pistas a su paso; por último, en el espectáculo del prostíbulo, los homúnculos ―uno femenino y otro masculino― reproducen una escena sexual de la pareja de la taiga relatada por un niño. Cada desdoblamiento de la pareja problematiza la diferencia, la distancia inexpugnable e irreductible entre uno y otro.
La novela entera es una reflexión acuciosa de este desplazamiento, de esta diferencia, particularmente entre lenguaje y su significado. La primera de estas digresiones es la distancia entre la experiencia y la escritura, pues se reitera constantemente que lo pasado solo es «recuerdo». Después, el carácter diferido de la información; por ejemplo, por la referencia laboral gracias a la que es contratada ―«Que le habían hablado de mi trabajo, eso dijo» (p.16)―, o sobre las instrucciones de lectura que el cliente debería tomar en cuenta cuando lea el informe de la Detective: «En el informe que le escribiría al hombre que había tenido dos esposas le pediría […] que tomara en cuenta que había mucho tiempo entre alocución y alocución. Deténgase, le pediría. Lea como si hubiera muchos minutos, incluso algunas horas, entre las palabras pronunciadas primero y, luego, las palabras escritas. Transcritas» (p.37).
Más adelante, se discurre sobre el diferencial de significado de la escritura personal del diario: «Los diarios, más que cualquier libro […] se escriben en esa clave íntima capaz de evadir el entendimiento del lector y, a menudo, del escritor mismo» (p.34). Reflexión que se emite sobre el diario de la mujer de la taiga, pero que se convierte doblemente pertinente ya que el reporte que ella escribe para su cliente se transforma paulatinamente en un diario de la investigación y del viaje: «un informe que, a estas alturas, parecía más un diario íntimo que el tipo de texto destinado a recabar y ofrecer información exacta y objetiva» (p.93).
Finalmente, la última digresión tematiza la traducción; tanto por el quehacer del traductor como por la dificultad de convertir en palabras la experiencia, las sensaciones o el pensamiento. «Hacía falta, como siempre hace falta, un traductor […] [un] hablante de su lengua que se encargara de ponerlo todo en mi lengua» (p.36). La imagen para describir el trabajo de intermediario lingüístico del traductor se impregna de una carga sensual; la Detective se delecta en la repetición de la última frase citada. No obstante, es evidente a lo largo de la novela que traductor y Detective tienen habilidades comunicativas distintas; el idioma es solo lo obvio: «Algo dijo en mi lengua pero, al darse cuenta de que lo entendía solo con dificultad, optó por usar la lengua en la que hablaríamos durante el trayecto a los bosques boreales: algo que no era estrictamente suyo ni mío, un tercer espacio, una segunda lengua común» (p.39). El traductor constantemente se topa con la imposibilidad de interpretar para la Detective a los informantes, pues estos se comunican en un lenguaje no articulado. Informantes y traductor muestran: los dibujos del niño, un camino hacia la confirmación de una historia inverosímil, la presencia de vigías, etc.
El viaje de El mal de la taiga se conforma de desplazamientos espacio-temporales, confrontaciones y deslizamientos de sentido, tanto como de una indagación subjetiva de la viajante. Puesto que, como destaca Cassey Blanton, «una de las preocupaciones del registro de viajes ha sido siempre la relación entre el yo y el mundo» el viaje es más una metáfora «de una búsqueda por la zona cero, un punto en que los valores son descubiertos a lo largo del camino, no importados; […] un lugar en el que el Yo y el Otro pueden explorar las ficciones mutuas; un sitio que “no está en ningún mapa”»4. La Detective fracasa en el caso; aún cuando logra encontrar a la pareja de la taiga, no logra llevar de regreso a la mujer, como lo prometió; sin embargo, consigue mitigar su curiosidad, sus propias preguntas: «esta mujer que está sentada frente a mí […] los había convertido, sin duda en realidad. Sus deseos. Estaba frente a alguien, y esto me dije a mí misma varias veces para no olvidar lo que por obvio podía volverse transparente y, luego entonces, pasar desapercibido: que había logrado hacer del mundo, de su alrededor en todo caso, el mundo de su deseo.» (p.97)
La novela como viaje
En El mal de la taiga la escritura del viaje se torna en un viaje por sí misma. Al igual que La muerte me da busca que el libro sea una especie de archivo de la investigación, de la trayectoria de otro de sus fracasos. La alternancia entre fragmentos en presente ―los menos y que constituyen la conformación del archivo―, otros en pasado ―que pertenecen a la narración del informe-diario― y otros que comienzan siempre por la palabra «Recuerdo» en presente, pero que reconstruyen el periplo, entorpecen la linealidad del relato y dejan al lector la labor de establecer un sentido a la narración. Le confieren el carácter de último investigador, detective-lector. Recurso que ya puede encontrarse en La muerte me da.
A diferencia de La muerte me da, El mal de la taiga, como objeto, propone al lector un viaje. La novela alterna la narración con los dibujos al carbón de Carlos Maiques. Los dibujos no ilustran la novela, más bien hacen eco y refuerzan la atmósfera de la narración, pues muchas veces insinúan o sugieren formas más que definirlas. Esta creación de una atmósfera por parte de la novela, me parece un objetivo consciente de Rivera Garza, pues el texto está dividido en veinticuatro capítulos; los primeros veintidós alternan texto y dibujos, pero el vigésimo tercero es un «Playlist» y el vigésimo cuarto un dibujo que funge como «Colofón». El Playlist, que es una especie de soundtrack del viaje, incluye música de la cantante siberiana Sainkho Namtchylak, del compositor finlandés Einojuhani Rautavaara, Fever Ray ―pseudónimo de la sueca Karin Dreijer Anderson― o de Emancipator ―nombre artístico del Douglas Appling (Portland, Oregon)― que llevan en sus títulos motivos de la novela como «The snow Fall Without You [Cyberia]», «Cantus Articus», «The wolf» y «First Snow» respectivamente. De tal forma que el lector finaliza, como la Detective, en una comunicación no articulada, pero accediendo a lo simbólico, a la comunicación con los sentidos: música, imagen.
Finalmente, el carácter metaliterario de la novela impele a revisitar cuentos de Charles Perrault y de los hermanos Grimm. Primero porque discurre sobre la transcripción de estos cuentos populares que da como resultado versiones distintas; después, porque reflexiona sobre la función social de éstos. Por último, porque, al igual que En la muerte me da, novela a la cual el personajes de la Detective constantemente remite, aprovecha la conglobación de sentido que implica la copresencia de Hansel y Gretel y Caperucita Roja en El mal de la taiga, esto es, en términos de Renate Lachman, «una explosión semántica que ocurre al contacto de los textos, de la producción de una diferencia estética y semántica» (p.17). El mal de la taiga, como ya es un rasgo común en la narrativa de Rivera Garza, encarna una travesía literaria, una búsqueda estética; en este caso, Rivera Garza experimenta con la literatura de viajes.
Investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Doctora y maestra en Letras por la UNAM. Licenciada en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la UABC…
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