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Martín Caparrós y la ‘crónica del yo’

MARTÍN CAPARRÓS. Una luna. Diario de hiperviaje. Barcelona: Anagrama, 2009, 181 p.

Conocido sobre todo por su ejercicio como cronista y también como novelista, Martín Caparrós había mantenido claramente diferenciadas ambas formas de escritura en sus libros anteriores. Con Una luna. Diario de hiperviaje pareciera poner en entredicho tal división. Sobre todo en relación con un pacto de lectura específico: la idea de que si se escribe periodismo literario (crónica de viaje, por ejemplo) la mirada centrada en el yo no debe privilegiarse. El propio Caparrós ha sostenido que “cuando el cronista empieza a hablar más de sí que del mundo, deja de ser cronista”.

El primer apartado de Una luna…, titulado “Partir”, expone el origen del viaje (o de los viajes múltiples) que está por narrarnos. Se trata de un encargo hecho por el Fondo de Población de la Organización de las Naciones Unidas, para relatar una serie de historias de migrantes. El yo es, entonces, un personaje que viaja por trabajo para dar cuenta de las historias de los otros, “los que viajan de verdad”. Todo parece indicar que el lector está por entrar a un libro de crónicas, a un texto en donde el narrador privilegiará la mirada hacia fuera, la atención sobre la realidad y lo ajeno, sin ponerse en el centro a sí mismo. No obstante, uno se percata pronto de que no lidia con un libro de crónicas tradicional, pues más allá de la mirada subjetiva desde la cual el género de la crónica se permite dar cuenta del mundo, aquí existe una intención explícita y reiterada por cambiar el eje de la narración, privilegiando al yo, es decir, generando un punto de vista en donde la mirada hacia el interior tenga tanta importancia como lo observado. De ahí que acercarse a Una luna… sea acercarse a lo que pareciera ser el diario de un cronista, una serie de apuntes que, de manera fragmentada, el narrador va tomando y anotando en su libreta durante un viaje de 28 días (lo equivalente a una luna) por varios países y ciudades: Kishinau, Monrovia, Ámsterdam, París, Barcelona, Madrid, Lusaka, Johannesburgo…

En términos formales, el libro plantea un reiterado cambio de perspectivas, un constante pasar del yo al otro, de la revisión de la intimidad a la exploración de lo ajeno. Y esto está marcado, de forma explícita y consciente, por el cambio en la tipografía. Grandes apartados en cursivas suceden e interrumpen a otros escritos en letra redonda. Lo significativo es que la voz narrativa se modifica conforme cambia la tipografía del texto, pasando de la primera a la tercera persona, y variando de focalización: en cursivas la escritura cronística se proyecta hacia lo otro, en redondas la escritura del yo se muestra concentrada en el examen del propio sujeto. Y aunque todo el libro es una constante yuxtaposición entre el adentro y el afuera, entre la intimidad y la otredad, a fin de cuentas es la escritura autobiográfica la que enmarca el conjunto de la narración.

Como afirma Enric Bou, los diarios poseen “un componente importante de metanarratividad y de autoconciencia, ya que el escritor a menudo se presenta a sí mismo en el acto de escribir, o en reflexión acerca de lo que escribe o cómo se escribe”. En Una luna… las escenas en donde el narrador se muestra escribiendo o reflexionando sobre la escritura son múltiples, y el autorretrato que producen es el de un viajero cosmopolita, un flâneur internacional, que se caracteriza por su conciencia moral y su escepticismo, a través de una perspectiva de constante autocrítica. El narrador expone abiertamente sus defectos ideológicos y se presenta en términos patológicos. Cuando habla de los espacios aislados, al interior de los aeropuertos, en donde se puede fumar, afirma:

Cuando el higienismo de principios del siglo veinte, buena parte del asunto consistía en encerrar –enfermer– a los enfermos; muchos se resistían. Con el higienismo actual los ‘enfermos’ nos internamos solos, compungidos, para no molestar, en un lugar obsceno: es lo que se llama una victoria de la ideología.

Además, hay una constante puesta en duda de la capacidad de observación y de juicio que posee el yo (“y vi que, una vez más, estaba equivocado” / “sé que me he equivocado tantas veces”). Esta capacidad de autoanálisis censor se vuelve autofiguración crítica, de modo que nos encontramos sobre todo, ante un exégeta marcado por la incompetencia, quien afirma que todo relato fracasa en la medida en que nadie puede narrar, con precisión, la realidad. La dificultad de contar se vuelve un leitmotiv de toda la obra; y no sólo la dificultad para narrar el mundo sino el sentido de hacerlo. El texto se llena, así, de interrogantes que reiteran el malestar de quien narra: ¿qué tan capaz es la escritura de comunicar la experiencia?, ¿qué importancia tiene el oficio del cronista?, ¿de qué sirve viajar?, ¿hay un sentido?

El conflicto interior que sufre el narrador se expresa como autoescarnio, uno de los recursos fundamentales en la construcción de su voz: “Debe ser maravilloso creer tanto en uno mismo aun cuando la supuesta realidad te dice lo contrario –y escribir, por ejemplo, un libro como éste”. Lo que el yo confiesa son sus limitaciones, la ineptitud adquirida para lidiar con realidades que supuestamente defiende, lo que lo vuelve de cierta manera (y desde su propia perspectiva) un impostor: “El periodista siempre es el ignorante que debe simular que sabe –y dedica a esa simulación esfuerzos ímprobos, enternecedores–, pero cuando el periodista sale de su país el mecanismo se exacerba”.

Malestar y viaje se hermanan en el libro. Según Caparrós, los viajes actuales se han pervertido. En la medida en que las nuevas tecnologías han generado una mayor fragmentación de nuestras vivencias y los procesos globalizadores han modificado nuestro manera de entrar en contacto con los otros y con nosotros mismos, la concepción en torno al viaje (y su narración) se han modificado sustancialmente. El flâneur posmoderno disfruta de viajes anormales. Pero no es el viaje en sí mismo lo que enferma al narrador, sino el tipo de viajes que practica. En ellos debe llevar a cabo una actividad fundamental que lo saca de la autorreflexión: entrar en contacto, hablar con otros. Específicamente con víctimas. “Siempre hay palabras que enferman más que otras”, dice el narrador. Se trata de viajes que implican reconocer el sufrimiento de los otros. Y hacer esto es tener atisbos del horror. Por decirlo en pocas palabras, el testimonio de los otros es lo que enferma:

Se me acumulan las historias. Era duro enfrentarse con el pandillero salvadoreño, pero era sólo él. Después fue fuerte escuchar a la moldava que su marido vendió. Pero encima vino el liberiano que vio la ingesta de su abuela y el maliano que tardó tres años en llegar a Europa para nada y la Zambia que vive sidosa entre sidosos, positiva, y cada historia nueva se posa sobre el suelo pedregoso de las anteriores, y es cada vez roca, más rasposa: más el mundo como una hostilidad, noche sin luna.

En Una luna… el conflicto entre interioridad y exterioridad se traduce en una dificultad para hablar con el otro y convivir con él. En su libro Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Zygmunt Bauman sostiene que en un mundo en exceso interconectado, vivimos cada vez más al interior de guetos y estamos cada vez menos dispuestos a entrar en contacto con los otros. Este abismo cultural está remarcado en la obra de Caparrós a través de la yuxtaposición entre escritura cronística y escritura del yo. Como si no fuese posible la coexistencia de ambas dimensiones, cuando aparece la voz de los otros, desaparece el narrador en primera persona. Esto ocurre cada vez que Caparrós inserta, en cursivas, el perfil de uno de los personajes entrevistados. Lo significativo es que cuando en efecto se da la convivencia con el otro (los recorridos a pie que efectúa el narrador lo posibilitan), este encuentro suele aparecer como confrontación: “Una mujer me dice blanco de mierda qué estás haciendo acá, esto no es para blancos de mierda. Yo la miro y trato de hacerle una sonrisa despectiva; ella sigue gritando. A ella le sale mejor que a mí pero tiene ventaja: siempre es más fácil gritar que sonreírse”.

La dinámica va en ambos sentidos: si el viajero invade el espacio que no le pertenece, también sufre sus rechazos. En cierto sentido, lo que construye Caparrós al hacer el diario de su hiperviaje es la escenificación de las diferencias y de los conflictos culturales que se viven en el mundo global. Tal escenificación se expresa a través de una autofiguración que subraya sus marcas identitarias y a partir de ahí padece riesgos y asombros, intimidaciones o situaciones vergonzosas. En tanto hombre blanco, occidental, privilegiado, civilizado, viril y heterosexual, el narrador enfrenta constantes desazones, desencuentros e incomodidades que le dificultan el contacto con el otro. Al establecer los prejuicios y los límites de su propia cultura, el yo subraya la diferencia radical entre formas de ver el mundo, entre comunidades de sentido o mundos de la vida disímiles. Así, este autorretrato proyecta la idea de alguien con preocupaciones sobre, y problemas para, la convivencia intercultural. Su padecimiento tiene que ver con el lugar desde el cual observa el mundo, con la mirada privilegiada, “central” y metropolitana desde la cual da cuenta de su rededor.

Si el hiperviaje (con su vértigo de sinsentido y horror, y con los conflictos culturales y de comunicación que conlleva), afecta al narrador (en el sentido de que daña sus afectos e inquieta su identidad), Caparrós propone una salida a partir de un elogio de los desplazamientos y del cambio. Cuando la observación o las ideas preconcebidas fallan, la solución que siempre encuentra el viajero es el movimiento. Al hablar sobre la creación del euro como nueva moneda fronteriza y la desaparición de las monedas nacionales, dice: “Ver cómo se transforma algo que parecía inmutable es muy impresionante. Y me sirve para aprender –para seguir aprendiendo– que nada es inmutable de verdad: que todo siempre muta”. Ideológicamente, el movimiento implica también promesa utópica, la perspectiva de no volverse conformista. A esta conciencia sobre el cambio como principio de aprendizaje es a lo que podemos denominar una poética del desplazamiento, la cual consistiría en una escritura que incorpora la mutación para generar ambivalencia de sentido, duda, posibilidad de equívoco y también de conocimiento. Esta poética del desplazamiento también supondría generar estrategias que descentren al yo para darle lugar al otro.

La yuxtaposición continua de los fragmentos tipo diario y los fragmentos tipo crónica contribuye a tal desplazamiento formal. Lo significativo es que el centro de cada capítulo está ocupado por esa voz otra a la que se le otorga el lugar medular y que consiste en la historia de un personaje que sintetiza toda una problemática sociocultural. La lógica del libro es entonces la de un constante ir del yo hacia el otro, para volver al yo.

La yuxtaposición entre experiencia fracturada (escritura del yo) y experiencia cohesionada (narración del otro) va acompañada por el espacio desde el cual se inscribe cada una de esas prácticas discursivas. Cada vez que escribe sobre sí mismo, el narrador se sitúa en espacios uniformes que propician el anonimato y difuminan la nacionalidad (hoteles, aeropuertos, salas de espera, centros comerciales o el metro), los famosos no lugares que conceptualizó Marc Augé. En cambio, cuando desplaza el discurso hacia los otros, la narración se ubica en lugares, espacios cargados de sentidos colectivos, en donde los referentes de identidad y la historia están más claros. Este entramado entre espacios y formas de enunciación permiten una interpretación: las experiencias desterritorializadas del narrador son reterritorializadas cuando se confrontan al otro. En otras palabras: los otros localizan la narración desterritorializada que ejerce el yo y permiten crear los espacios de comunicación y encuentro que los no lugares parecieran haber cancelado, o al menos dificultado. Así, Caparrós subraya la importancia del lugar, el valor que implica su especificidad, frente a un mundo que tiende a estandarizar las diferencias.

La poética del desplazamiento que practica Caparrós implica entonces también un horizonte ético: son los otros los que permiten salir de la cárcel del yo. Según la ya célebre formulación de Ricardo Piglia: “La verdad es un relato que otro cuenta […] tiene la estructura de una ficción donde otro habla”. Eso es justo lo que busca Caparrós demostrar, que instaurando otras formas de escucha, los prejuicios se rompen y el contacto con el otro se vuelve posible.

La idea de que existe una mutación constante del sentido de lo real y de nuestra manera de relacionarnos con éste, remite a la necesidad de construir perspectivas y discursos inestables, en donde, como afirma Rossana Reguillo (al reflexionar sobre la crónica) se “renuncia a la certeza del lugar propio” y se “fisura el monopolio de la voz única”. Esto además pretende que el punto de vista de quien escribe no se presente como un ejercicio de autoridad radical sobre lo visto, en especial, sobre el otro, sino que aparece como una apertura hacia lo diferente. O por decirlo en otros términos, es un esfuerzo por hablar sobre el otro sin colonizarlo, sin volverlo objeto del propio discurso.

Al plantear esta mirada inestable sobre lo real, el narrador no sólo recupera la capacidad para maravillarse del mundo, sino que establece la interrogante y la duda como principios constructivos de su forma de testimoniar: “Hay una luna, pero no sé si sea verdadera”, dice el narrador. En Una luna…, pareciera que el yo se construye en contra de sí mismo, en una lucha constante con las primeras percepciones y valoraciones que la conciencia lanza sobre la realidad. Así, nos percatamos que estamos ante un relato agonista: el narrador de Una luna… busca derrotarse a través de su propio discurso. Lo que observamos es el retrato de un personaje que ha decidido destruir la validez de su imagen y su voz. ¿Con qué finalidad?

El objetivo de Caparrós es paradójico: reivindica al yo para demolerlo, trabaja con lo autobiográfico con el fin de poner en entredicho aquella mirada que se proyecta como un centro legítimo para observar la realidad y dar cuenta de los otros. Busca desaparecer al yo, pero no en el sentido positivista (intentando evitar su intromisión para lograr la objetividad, el retrato fiel de lo real), sino justo para hacer evidente que ese retrato fidedigno es imposible; y que no se puede evitar hablar desde una perspectiva cultural (desde una voz localizada), pues sólo desde ahí es posible proyectarse hacia lo ajeno, abrirse hacia lo otro, intentando descolonizar la propia mirada. En todo caso, al yo metropolitano, al yo hegemónico y seguro de sí mismo, hay que atacarlo –diría Caparrós– porque es una ficción que al pensarse legítima, universal y “verdadera”, tergiversa la realidad y la percepción que tenemos sobre las experiencias ajenas.

Esta desconfianza ante un realismo burdo, se conecta en la formación de Caparrós con el ethos que está inscrito en los géneros de la crónica y del testimonio. Tal ethos consistiría en no sólo testificar la realidad, sino también en dar cuenta de la imposibilidad de testimoniarla en todas sus dimensiones. No es difícil darse cuenta que en Caparrós la escritura autobiográfica nace de la voluntad y la dificultad cronística de hablar con y sobre los otros, haciendo explícitos los prejuicios que merman el punto de vista del viajero. En esa tentativa por construir una mirada anticolonial o poscolonial, se practica y se lleva a sus últimas consecuencias el ethos de la crónica y la epistemología que lo acompaña, y que podría resumirse de la siguiente manera: los otros establecen los límites de la propia percepción, y en ese sentido nos liberan.

De ahí la ambigüedad genérica del libro. Llama la atención que en el momento en que Caparrós decidió escribir Una luna…, tenía un diagnóstico negativo sobre ambos géneros. La escritura íntima le resultaba poco interesante por no atender lo que la rodeaba, mientras que la crónica parecía haber perdido algo de su sentido político, en la medida en que había obtenido un reconocimiento generalizado. Frente a los inconvenientes que Caparrós veía en ambos géneros, apostó por entrelazar sus potencialidades y de ese modo replantearlos. En ese sentido, y aquí está el centro de nuestra interpretación, la “crónica del yo” que formula Caparrós sería un tipo de textualidad que, por una parte, busca darle a la escritura íntima una dimensión política, y por otra parte, intenta recuperar el espacio tradicionalmente marginal y crítico de la crónica.

Una luna… expone la manera en la que el yo nos engaña y nos confunde, nos encierra y nos enferma. Frente a ello su apuesta, desde el punto de vista ideológico, proviene del género de la crónica, aunque el marco estético sea el del diario: la construcción de una verdad menos prepotente proviene de aproximarse a los otros, y lograr algún tipo de redención se deriva de entrar en contacto con la alteridad, sin necesariamente caer en una violencia epistémica.

Toda esta forma de construir al yo desmantelándolo y deslegitimando la autoridad de su voz constituye un intento por hacer de la escritura autobiográfica un modo de darle espacio a la otredad. Y es que Caparrós, en lugar de escribir una crónica de viajes tradicional elige un diario porque pretende hacer del yo un espacio de articulación político-cultural. Al conseguirlo, logra ofrecer el relato de los otros a través de una introspección crítica. Y con ello alumbra un aspecto que muchas veces se le escapa a los cronistas: remarcar la ambivalencia del punto de vista en el ejercicio de la intimidad permite entender que el periodismo, sólo en la medida en que muestra cómo los relatos del horror afectan una subjetividad, puede tener un peso y un valor.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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