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Fabio Morábito, un ethos autobiográfico

FABIO MORÁBITO. El idioma materno. México: Sexto Piso, 2014, 178 p.

Todo libro propicia lecturas diversas, pero existen algunos que multiplican las interpretaciones que se puedan hacer de ellos. Es el caso de la obra más reciente de Fabio Morábito, El idioma materno, publicada en 2014. Conformado por ochenta y cuatro breves apartados, el texto puede ser leído como un conjunto de ensayos y de relatos, como un volumen de poemas en prosa o como un arte poética. Por supuesto, es todo a la vez. Elijo, sin embargo, captarlo aquí desde otro ángulo: estamos ante un texto de carácter autobiográfico, no en su sentido convencional, pero sí con la heterodoxia que ha adquirido el “género” en los últimos años. Hay en él voluntad de registro y reordenamiento de la propia existencia, alteración narrativa de la memoria, experiencia del análisis, proyección de una subjetividad, en suma, la construcción de un autorretrato.

En El idioma materno, Morábito intercala la narración y el análisis de momentos vitales con otros registros muy cercanos al ensayo y, de manera menos marcada, al relato. Lo autobiográfico resulta así acotado o flanqueado por reflexiones y pequeñas historias de carácter ficticio, de manera que el género se vuelve anfibio: la escritura del yo se confunde con el cuento y las memorias con el microensayo. Es claro que Morábito no se propone una autobiografía estricta: no desea “narrar la historia de su personalidad” (como habría querido Phillipe Lejeune), ni conocerse a través del recuento escrito sobre lo vivido; pero al ponernos en contacto, una y otra vez, con su memoria y sus hábitos (virtudes y vicios incluidos), no deja de construir una figuración de sí mismo. Esta tendencia a la introspección y a la amalgama de géneros ya estaba presente en otros de sus libros, especialmente en También Berlín se olvida (2004), pero aquí adquiere una connotación aún más significativa.

En Morábito, la autonarración se expresa atravesada por un carácter apelativo en donde la asociación libre sirve como engrudo para la vinculación de anécdotas personales, recuerdos del pasado y reflexiones que buscan sostener alguna interpretación en torno a la escritura, a la comunicación y al lenguaje en general. Es como si escucháramos el modo en que un escritor busca entender sus experiencias cotidianas y su pasado a partir de los conocimientos lingüísticos que posee y la experiencia que detenta como poeta y narrador. Se trata de una retórica del pensamiento que evita reiteradamente caer en la conceptualización; por el contrario, construye imágenes precisas como un método para poner en escena las ideas que desea transmitir, y planteando el modo en que tal reflexión lo constituye como sujeto. En un fragmento titulado “Desconfianza en el oído” el narrador relata sus dificultades auditivas y, al mismo tiempo, cavila sobre el deletreo de las palabras, sobre el modo en que las volvemos abstractas al pasarlas por el registro mental de la escritura:

cuando alguien nos deletrea un nombre o una palabra, nos está matando, porque nos excluye del lenguaje […] La palabra es entera como un soplo. Cada vez que deletreamos para oír mejor, detenemos ese soplo y nos separamos del mundo […] la escritura es la venganza de los sordos, una artimaña que nos ha hecho desconfiar de la palabra desnuda, la palabra que se oye, y nos hace recelar de nuestro oído (49).

Contra la “tiranía del concepto” (24), Morábito construye analogías, símiles y metáforas que le permiten proyectar la imagen de un yo vinculada al lenguaje, y hablar de éste como una experiencia compleja que va más allá de la letra escrita:

Es por la escritura que ha surgido la palabra como la soberana indiscutible del lenguaje, junto con la creencia de que hablar consiste en encadenar palabras. Sabemos que no es así, que hablar es algo parecido a saltar sobre las piedras de un torrente, donde pisamos sólo algunas piedras, aquellas que nos permiten saltar hacia las otras. Sólo gracias a esa relativa refutación de cada piedra podemos cruzar hasta la otra orilla (50).

Una y otra vez, el libro apuesta a favor de la polisemia de la palabra poética y arremete contra la cerrazón de un lenguaje concebido como cierre conceptual o fijación del signo sobre la página. De ahí que relate escenas en donde la comunicación se da a través de los gestos y los sentidos, el grito o el silencio. El idioma materno es un libro habitado por personajes que establecen relaciones extremas y físicas con el lenguaje: hay sordos y mudos que se comunican con el tacto, parejas que se enamoran con los ojos cerrados o cuya potente gestualidad los hace más interesantes, sujetos que leen caminando, intercalan la lectura con la violencia física o la meditación en un jardín, y hasta quien patea un libro como acto de catarsis extrema. En todos los casos, el lenguaje no aparece como simple sucesión de palabras, sino como experiencia material y existencial, en muchos casos acústica y hasta olfativa. A la opresión del lenguaje abstracto, Morábito le opone la corporalidad, la reflexión mediante imágenes, los afectos y el regreso a los registros más diversos del habla oral. Esto es muy visible cuando reflexiona sobre la poesía:

Antes de decir lo que dice, de comunicar una idea o una experiencia, un poema es una ruptura de la dicción acostumbrada, un balbuceo liberador, la reminiscencia de un idioma –el verdadero idioma materno– proveedor de todas las articulaciones posibles, o sea de todas las muecas. Sí, porque el placer que nos causan la rima y las aliteraciones […] es de la misma clase del que nos lleva a estirar y a contraer la cara […] en los talleres de poesía debería trabajarse con la mímica y el dislate facial, acompañados de la emisión de sonidos de toda clase […] a fin de dilatar el espectro de nuestro aparato emisor, a la par que el de nuestro oído y, de este modo, rearticular músculos y nervios olvidados para diversificar nuestra cara […]. La poesía, pues, como un vivificador no sólo de la prosa y del idioma, sino también del semblante (61-62).

Morábito no sólo instituye lenguajes del cuerpo. Cuando el libro remite a la traducción, el poliglotismo y las experiencias personales con otras lenguas, remarca la arbitrariedad de los signos y los límites que posee el lenguaje para narrar experiencias y representar el mundo. Las vivencias narradas apelan en muchos momentos al modo en que la representación no depende de los objetos (de la realidad), sino de los sujetos; en ese sentido, remarca lo artificioso de sostener la equivalencia entre las palabras y las cosas, entre el signo y su referente. Esto es importante para comprender la autofiguración que propone el texto. No se trata solamente de pensarse como escritor o especialista en temas lingüísticos, sino en señalar cómo contar la propia vida implica asumir la dificultad de hacerlo, pues toda identidad supone una experiencia con y a través del lenguaje. Poner en duda esa transparencia de la escritura implica en el fondo descalificar un supuesto básico de la autobiografía clásica: la noción de que el sujeto puede dar cuenta de la verdad de su vida a partir de un principio de sinceridad.

En la obra de Morábito la autenticidad está cuestionada, no sólo a través de sus reflexiones, sino mediante estrategias formales que remiten a la forma fragmentaria y heterogénea del texto. El uso intensivo del comentario interno (lo que le otorga al libro su apariencia ensayística), la yuxtaposición de narraciones autónomas escritas en tercera persona y apartados en primera persona (a la manera de autorretratos múltiples), la estructuración no cronológica sino temática y fragmentada de los capítulos, así como la inestabilidad genérica del volumen en su conjunto, dan cuenta de una autofiguración heterodoxa y problemática, que vuelve manifiestas las complejidades de la autonarración.

Fabio Morábito

El yo que se proyecta en El idioma materno además de fracturado y no lineal está miniaturizado: cada pieza se presenta como un autorretrato diminuto –aunque no lo sea a cabalidad. Lo significativo es que, incluso cuando se introduce un relato autónomo o se toma distancia del yo, las reflexiones sobre la naturaleza del lenguaje y de la representación le otorgan nuevos significados a la autofiguración. Esto se aprecia en una preocupación que aparece de forma continua en el libro, la relación problemática (e irresoluble) entre apropiación e identificación: ¿cómo nos determina y diferencia el idioma propio?, ¿a quién pertenece la escritura?, ¿de qué modo el trato que establecemos con el lenguaje nos vuelve otros? Estas interrogantes se reformulan de distintos modos a través de una serie de leitmotivs: el escritor como ladrón que se apropia de lo que en el fondo es social, la poesía como recuperación de un extrañamiento cuyo origen es el asombro infantil, la lectura como metamorfosis o como modo de volver propio lo ajeno. “No es posible hablar exclusivamente un solo idioma. […] Sólo podemos hablar porque nuestro idioma no está solo” (70), afirma el narrador. El lenguaje (en tanto espacio donde se construye la identidad y la alteridad) es para Morábito un puente difícil de cruzar; él lo intenta a través una serie de estrategias de apropiación a partir de las cuales se busca desplazar (¿despedazar?) al yo, intercalando modos discursivos o narrando historias ajenas. Eso explica la reescritura de relatos clásicos que aparecen en el libro (El caballo de Troya, Pulgarcito, Don Juan…) o el énfasis en pensar ciertas formas de la escritura que implican el contacto con la otredad, la riqueza de la diversidad (lingüística) o la identificación con el prójimo (la traducción, la corrección, el subrayado, la reutilización de cuadernos…).

El título mismo del libro apunta al vínculo inquebrantable entre lo colectivo y lo íntimo, entre lo que nos identifica y lo que nos vuelve diferentes. De manera implícita, la expresión “El idioma materno” recupera una pregunta que ha sido cara a la escritura autobiográfica: ¿quién soy yo para los otros? Las respuestas que ensaya Morábito a lo largo de las páginas no son tajantes e implican siempre experiencia colectiva, desplazamiento, alteridad: “Uno se hace escritor el día en que encuentra un yo postizo que viaja modestamente en el carril de acotamiento para no despertar al otro, el que ocupa el carril central” (140). Por ello no resulta sorprendente que lo autobiográfico en Morábito adquiera cierto carácter descentrado: “Hacerse escritor es deslizarse hacia el borde, volverse un tanto anónimo y escurridizo, menos genuino y profundo, que es el precio principal que hay que pagar en este oficio” (140).

La imagen del escritor que nos propone El idioma materno no sólo produce un espacio textual difícil de clasificar; también pone en duda las jerarquías autorales de la narración, expone las complejidades de la representación y construye una noción disgregada de la identidad. Este tipo de retórica autobiográfica inestable es, por lo demás, una expresión del descentramiento del intelectual en el campo cultural mexicano, descentramiento relacionado no solamente con la crisis de representación intrínseca a la escritura contemporánea, sino a lo que plantea Zygmunt Bauman en torno a la “precarización biográfica del yo”, es decir, a la imposibilidad cada vez mayor que tienen los sujetos contemporáneos de narrar su vida y darle sentido a través de ese relato, frente al sinsentido y amenazas crecientes del mundo que los rodea. En el caso del escritor, tal precarización se expresa como pérdida de seguridad en torno a la autoridad de su propia voz. De ahí que muchos retratos autobiográficos recientes en México (los de Morábito, Pitol, Bellatin…) sean perspectivas autocríticas, imágenes de algún modo rotas, expresiones de alguna impotencia.

El idioma materno incluye, sin embargo, un dispositivo que le permite resistir a la precarización referida. Si en varios apartados Morábito reflexiona sobre el estilo como una vocación y un destino, también le adjudica una función salvadora: así como un suicida preserva la vida al redactar varias veces su carta de despedida, en otro momento las palabras dichas en el instante oportuno y con la eficacia precisa evitan que el narrador sea asesinado. El libro mismo está construido bajo ese ethos de la escritura: si algo llama la atención es la dimensión análoga de los fragmentos, así como su polisémica brevedad. La estructura del volumen constituye un ejercicio ejemplar de condensación e intensidad de la escritura. Si se trata, como ha dicho Isaac Magaña, de “un libro contra la acumulación” y el dispendio de palabras, semánticamente los fragmentos se alimentan unos a otros y sí que se vuelven depósitos de sentido. Se ha celebrado mucho la búsqueda de perfección estilística que practica Morábito, pero aquí adquiere una relevancia no sólo artística sino pública o política. Su estética depurada es al mismo tiempo recuperación de formas clásicas y puesta en escena de incertidumbres contemporáneas: en ese espacio conflictivo es donde el yo, alejándose del solipsismo y poniendo sobre la mesa sus limitaciones, puede volver a ofrecer su mirada como problematización del mundo que lo rodea.

Acerca del autor

Jezreel Salazar

Licenciado en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor de literatura en la Universidad…

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