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El puente del horror

Herbert Julián, La casa del dolor ajeno, México: Random House, 2015, 303 p.

 

Y pregunto: ¿para qué profundos usos sirve el lenguaje?
Edgar Lee Masters,
«Silencio»

La publicación de Canción de tumba en el 2011, galardonada con los premios Jaén y Poniatowska de novela, hizo que lectores y críticos valoraran la obra de Julián Herbert bajo otros criterios; quien ya era considerado uno de los poetas jóvenes más importantes de México y, quizá, de Latinoamérica, se impuso como un novelista sumamente hábil, capaz de conjugar con soltura diversos géneros narrativos y de integrarse de manera sobresaliente al grupo de autores latinoamericanos contemporáneos que han hecho de la experiencia personal y la memoria el eje que estructura su obra, como Patricio Pron, Héctor Abad Faciolince o Iván Thays, por mencionar sólo unos nombres. Sin embargo, la narrativa de Herbert no se agota en las estrategias autoficcionales de esta novela, experimenta con el humor corrosivo de existencias absurdas en Un mundo infiel (2004), se detiene obsesiva y violenta en los relatos de Cocaína (manual de usuario) (2006) y se funde con el erotismo, la perversión y la nostalgia en Tratado sobre la infidelidad (2010), escrito en coautoría con León Plascencia Ñol. Aunque en Canción de tumba pareciera que Herbert destila lo mejor de su prosa, es indudable que en su primera obra y en los volúmenes de cuentos pueden rastrearse varios de los elementos temáticos y formales presentes en su hasta ahora última novela, caracterizada genéricamente como una «autobiografía novelada».

            De forma semejante a lo que ocurre con algunas de sus obras previas, La casa del dolor ajeno. Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna (2015) es un relato de difícil adscripción genérica; a pesar de que el título la caracteriza como una crónica, lo cierto es que en este relato se tocan los bordes, cuando menos, de la novela histórica, la narración autobiográfica y el ensayo. Narrada desde la perspectiva de Julián Herbert, con lo cual se dinamitan las fronteras entre autor y narrador, en este relato se busca dar cuenta del genocido de poco más de trescientos chinos ocurrido en mayo de 1911 y perpetrado por civiles y la tropa maderista que había tomado Torreón, en una de la primeras victorias del movimiento revolucionario. El casi nulo reconocimiento histórico de esta masacre ha recorrido casi todas las formas del descrédito institucional, desde la negación y el ninguneo, hasta la calumnia y el olvido; Herbert destaca que el silenciamiento de sucesos incómodos para los grupos dominantes es una constante histórica de nuestro país, como ha ocurrido con la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la normal Isidro Burgos en Ayotzinapa. La ola de indignación nacional por lo ocurrido con los normalistas guerrerenses es el aliciente que Herbert encuentra para su relato: «decidí que la masacre torreonense podía no importarle a nadie pero funcionaba para mí como el escudo de Perseo: un círculo pulimentado por el tiempo en cuya superficie logro atisbar, sin verme petrificado, la cabeza de medusa en la que se ha convertido mi país» (21).

            Para comprender el encadenamiento de sucesos que culminaron con el asesinato por odio racial de casi la totalidad de la comunidad cantonesa asentada en La Laguna, Herbert realiza un recuento de la fundación de las ciudades de la región, con lo cual busca evidenciar que la sinofobia expresada en la masacre no se debió al descontrol y la violencia de la lucha revolucionaria, sino que sus raíces se extendían en el tiempo y a distintos estratos de la sociedad, incluidas las capas más altas de la burguesía torreonense, que contaba con diversas asociaciones comerciales y civiles abiertamente contrarias a los migrantes chinos. La casa del dolor ajeno está conformada por diversos capítulos cuya extensión es sumamente variable, en cada uno de ellos se tratan aspectos diversos que convergen en la masacre, como la ya mencionada fundación de las ciudades, la historia de la migración de diversos personajes importantes en la región, así como la historia paralela de las guerras y conflictos que atravesó China durante el siglo XIX, lo cuales motivaron, en gran medida, la salida de miles de sus habitantes hacia tierras americanas, pricipalmente Cuba, México y los Estados Unidos.

Aunque casi todos los capítulos están centrados en sucesos ocurridos hace cuando menos un siglo, Herbert refiere las conversaciones que sostiene con cuatro taxistas a los que les pregunta qué es lo que saben sobre «los chinos que mataron aquí» (35). En «Taxi (1)» el conductor responde con una de las ideas más extendidas incluso en la actualidad: «Sí me la sé, cómo no. Hasta un cañonazo quedó en el casino, donde esos weyes se juntaban para fregar a mi general Villa. […] Y mi general no se andaba con mamadas. Se los chingó por culeros» (35). El segundo taxista cuestionado responde lo mismo que el primero, ninguno de los dos sabe que en esas fechas Villa se encontraba a cientos de kilometros de Torreón, por lo tanto era imposible que participara en este suceso. En «Taxi (3)» a la pregunta directa sobre la masacre, el joven chofer responde que no sabe nada con un ligero movimiento de cabeza, aunque al final del trayecto murmura: «Han de haber sido los Zetas, ¿no? Esos weyes son los que matan a todos» (92). Finalmente, el cuarto taxista no sabe nada sobre lo ocurrido, pero decide no quedarse callado y preguntarle a Herbert qué es lo que él sabe sobre la masacre… Me detengo en las respuestas de los taxistas porque dan cuenta de las transformaciones en el imaginario de la violencia de nuestro país, la mítica figura de Francisco Villa, quizá el general revolucionario más idealizado, ha sido sustituida por la presencia menos mítica y más tangible de los cárteles de la droga, que con sus acciones han ido determinando la vida de poblaciones enteras de nuestro país.

            La casa del dolor ajeno. Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna es un relato vertiginoso y por momentos abrumador, en el cual los personajes, sucesos y espacios se entraman en una historia que culminó con los hechos ocurridos en mayo de 1911, pero que continúa abierta y desconocida para la mayoría de los mexicanos. Al final de su obra, Julián Herbert transcribe el poema «Silencio» de Edgar Lee Masters, del cual retomo un par de versos como epígrafe para esta reseña, en el que la voz poética expresa la variedad, belleza y brutalidad del silencio que permanece constante alrededor de nosotros. Dar la voz y tomar la palabra son dos acciones para hacer frente al silencio, los más de trescientos chinos asesinados sin razón hace más de un siglo nunca pudieron tomar la palabra, queda este libro como un gesto, queda la escritura como una manera de darles voz.

Acerca del autor

Armando Octavio Velázquez Soto

Profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor en las áreas de …

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