En Caracas
Carpentier continuó operando en la radio cubana hasta 1946, fecha en la que llega a su casa una oferta que no podía rechazar: el fundador de la Publicitaria ARS de Caracas, Carlos Eduardo Frías, le ofrecía dirigir el «Departamento de Radio y el programa radial “El Torneo del Saber”, donde alternaba mensajes publicitarios con el formato de concursos». En Venezuela, se consolidó la figura del Carpentier literario que, de alguna manera, eclipsó la del Carpentier radiofonista y publicista. De hecho, fue desde Venezuela que publicó sus primeras grandes obras narrativas –El reino de este mundo, Los pasos perdidos, Guerra del tiempo y El acoso. Al mismo tiempo, de 1951 a 1959 escribía periódicamente en el diario El Nacional una columna titulada «Letra y Solfa» desde la cual ofrecía su opinión sobre varios campos del saber, presentando temas de debates histórico, cultural y artístico.
Después de haber trabajado largos años en la radio, Carpentier empieza a manifestar cierto pesimismo frente a la rivalidad despiadada del nuevo medio de la televisión en su fase de gran avance. Este pesimismo empieza, tal vez, con el artículo «El ocaso de la radio» (1954). Allí Carpentier prefiguraba el fin de la radio frente al poderío de la imagen o, como decía, del «cine a domicilio» (Letra y Solfa 175). Es decir, la competencia de la imagen sonora frente a lo que podía ofrecer o crear la radio ―algo más bien como una imaginación sonora― marca la inferioridad de la última como medio de comunicación y entretenimiento, en tanto se mostraba obsoleto frente a las evoluciones de la tecnología moderna. Carpentier constata que, aún con un aporte y una labor creativa de primera, la radio no podía considerarse un arte porque «un arte no se alimenta con obras de un tipo excepcional –presentadas un día, como particular alarde de buen gusto–, sino con una producción continuada, en desarrollo sobre sí misma, en evolución, capaz de crear estilos, tradiciones, normas, destinados a constituir un clasicismo para los hombres del futuro» («El ocaso de la radio» Letra y Solfa 175). Está claro que, en este artículo de periódico, Carpentier trata la radio como si fuera trágicamente difunta.
Al año siguiente aparece «El sonido y la realidad» (1955), donde Carpentier describe un paisaje sonoro lleno de aparatos, la mayoría relacionados con la reproducción de sonido, qua ya hacen parte de la cotidianidad urbana. El hombre moderno al que el autor se refiere puede encontrarse tanto en Caracas como en Nueva York, La Habana o París.
Se despierta el hombre y escucha las primeras noticias por la radio; se dirige al lugar de su trabajo, y la voz de su automóvil le arroja canciones, avisos, sucesos, al rostro. En la oficina, los teléfonos interiores y exteriores no cesan de solicitarlo. El dictáfono está al alcance de su mano. La sinfonola esquinera comienza a afirmar su lamentable realidad. Al tomar el avión, cada cual estará atento al llamado de los amplificadores. En el cine se oirán voces agigantadas que, muchas veces, marchan por caminos distinto del de la imagen. En la casa, espera una discoteca presta a sonar, a menos que se prefiera escuchar algún programa emitido por radio. Y, antes de dormir, el hombre moderno dará cuerda al reloj despertador, preparando el sonido que habrá de sacarlo de la cama al día siguiente. (Letra y Solfa 206)
Según la descripción ofrecida en este artículo, el ocaso de la radio parece estar todavía bien lejos de ser inminente. La vitalidad gozada por el medio de comunicación masivo sigue acompañando al hombre moderno en su cotidianidad con un rigor de casi omnipresencia. Además, la invasión de otros medios de comunicación, como el teléfono, o de entretenimiento, como la sinfonola, se integraron al estruendo de los vehículos a motor que formaban el paisaje sonoro de una ciudad animada como podía ser la Caracas (o cualquier otro contexto urbano) de los años 50.
Este estado de aturdimiento en el que las diferencias entre ruidos y sonidos se amontonan y se confunden justamente como expediente en la música es asimismo descrito en «La jornada del estrépito». En este artículo, Carpentier refería la imposibilidad de poder disfrutar, por ejemplo, de un lindo paisaje o de entretenerse en una conversación en lugares públicos por culpa de la invasión de las sinfonolas, unas «máquinas de gritar sandeces» que operaban con un «volumen para gigantes o sordos» (Letra y Solfa 158). En ese entorno, la aflicción de Carpentier no se focalizaba solamente alrededor del excesivo volumen sino que se expandía hacia la crítica del tipo y género de música, «popular-urbana» (comercial), que se oía todo el tiempo.
No pido, evidentemente, que esos aparatos infernales tengan la Novena Sinfonía de Beethoven en su fichero… Pero da la casualidad que, en lo suyo, sólo ofrecen un repertorio que es el equivalente sonoro de su decoración de burbujitas corriendo a lo largo de tubos iluminados en colores de siropes raspados. (158)
El estrépito y los gritos de estos precursores del jukebox tenían la potencialidad de afectar la sensibilidad hasta de alguien acostumbrado, como Carpentier, a trabajar en la radio, es decir, en un lugar en que los excesos de ruidos eran a la orden del día. En la radio y en la práctica de grabación de discos, se trabajaba de hecho para domesticar los ruidos y, de alguna forma, para convertir la expresión musical en mobiliario, si aceptamos la definición del compositor francés Eric Satie.
Para Carpentier, la música-mueble o, mejor dicho la música-mercancía, había ya hecho declinar el «don de saber “mirar”» propio de las culturas islámicas «en favor de un perpetuo aturdimiento auditivo» del hombre moderno occidental (Letra y Solfa 119) que, absorto en un estado de presión auditiva constante, había perdido su contacto con la naturaleza sin ya conseguir apreciarla. Es justamente con esta contraposición cultural (islam-occidente) que empieza «El terror al silencio» (1952), otra nota periodística sobre el miedo a la soledad que puede transmitir el silencio. La descripción de la experiencia común de quien conduce un vehículo equipado con un radio es esclarecedora porque
sin prestar atención a la naturaleza circundante –sin mirarla– estaba escuchando un programa emitido a cincuenta kilómetros de distancia, en el cual, posiblemente, se le estaba describiendo un paisaje, por la voz de un locutor, con «fondo musical» de violín y celesta. Aquel señor, estaba aterrado por la perspectiva de viajar solo, durante una hora, en silencio. Porque el silencio es algo que parece aterrar al hombre moderno. (119-20)
No sólo el hombre moderno, motorizado, descrito por Carpentier ha perdido la capacidad para contemplar la naturaleza, en silencio, sino se puede implicar que la falta de ruidos puede provocar estados de angustia y manías de persecución. De la misma manera, el artículo de Carpentier insistía en la duda de que «este aturdimiento perpetuo, ese desdoblamiento mental, ese terror al silencio, vayan a enriquecer mucho, espiritualmente, al hombre moderno», y acababa con la tajante pregunta «¿O es que, por estar a solas consigo mismo, ese hombre tiene miedo de encontrarse?…» (Letra y Solfa 120). En la escucha musical, Carpentier no dejaba espacio para las interferencias; era, se podría decir, de la vieja escuela puesto que consideraba el ruido una forma de distracción frente al silencio que ayudaba a una reflexión introspectiva personal (espiritual) que en la época moderna, y a medida que avanzaban los inventos hijos de la electricidad, parecía convertirse en una práctica en vías de extinción.
El final de la carrera radiofónica de Carpentier está marcado por el triunfo de la Revolución y del papel de director ejecutivo en la Editorial Nacional de Cuba hasta 1967. La experiencia radial de Carpentier acabó, justamente en este periodo, con un programa semanal de media hora en Radio Habana Cuba (RHC) basado en la divulgación cultural, La cultura en Cuba y en el mundo.
Para concluir, si el comienzo de la carrera radiofónica de Carpentier está marcado por la definición de varios tecnicismos que quieren mostrar cierto tipo de conexión virtual con el inconsciente a través de la tensión entre imágenes mentales, dicción mecánica y artificios musicales que procuran depurar el sonido de las interferencias que el mismo medio emite, los artículos del periodo habanero (1939-1946), por un lado, llaman la atención sobre la falta de recursos tecnológicos con los que las emisoras cubanas están obligadas a producir sus transmisiones y, por otro, exhortan a la creación de programas de contenidos cultural y/o didáctico que sepan amortiguar la inevitable influencia publicitaria de quienes financiaban los programas. Finalmente, la estabilidad económica que adquiere Carpentier como publicitario en Venezuela (1946-1959) y la madurez profesional alcanzada con la radio orientan el tratamiento de la radio de manera más social en el sentido de que sus artículos comienzan a enfocarse en las relaciones de los medios con la sociedad y tratan algunas de las consecuencias de los que se vienen definiendo como ruidos: el miedo al silencio, la soledad y el aturdimiento social.