No puedo creer que el protagonismo se te haya subido tanto, Dolor, si en el fondo eres un cuate discreto” (89), confiesa la narradora a su interlocutor en las últimas entradas de su diario. Y prosigue: “Yo sospeché que durante la escritura te nació algo que les pasa a los humanos cuando entran en años: un regocijo narcisista. No te quiero abochornar, para nada, pero piénsalo: estas páginas hicieron que te enamoraras de ti mismo” (90). En efecto, el lector del Diario del dolor ve crecer a este personaje página tras página hasta convertirse en una presencia invasiva y molesta. El cuerpo del texto, tal como el cuerpo de María Luisa Puga, es infestado por Dolor. Forma y contenido, en suma, se amalgaman magistralmente en esta obra. El acierto cobra más notoriedad si consideramos el valor que la autora requirió para escribir en el estado físico en que se hallaba. Si, como afirma Daniel Link, “a la hora de leer testimonios, habrá que escuchar sobre todo lo no dicho, porque no se trata de la verificación de las relaciones de adecuación del discurso respecto de tales o cuales vivencias, es decir, respecto de lo preconstruido, sino precisamente de la lectura del testimonio como un lugar de la transformación del «yo»”, habrá entonces que considerar, dentro del ámbito de lo silenciado, la dificilísima empresa que constituye no sólo el acto de trasladar el sufrimiento en lenguaje, sino el empecinamiento de la autora en escribir siempre, diario, con, a pesar y en contra de Dolor.
¿Hay algo —parece preguntarnos la autora— más universal que el dolor y, a la vez, tan incomunicable? No hay duda de que María Luisa Puga logra transmitir, en un estilo en apariencia sencillo —y a ratos humorístico— pero colmado de hondura, las vicisitudes que conlleva la artritis reumatoide o, para usar las palabras de Link, la transformación de su “yo” durante la enfermedad y su correlativa plasmación textual. A modo de respuesta, la misma Puga señala: “No se tiene memoria del dolor hasta el momento en que llegas para quedarte. Es cuando nos tenemos que adaptar, o aprender a ser alguien distinto de lo que éramos y usarnos de otra manera” (91). Dolor la transforma, la doblega, mina su cuerpo y su energía. ¿Qué hacer, entonces? ¿Cómo resistir? Escribiendo. El Diario del dolor es un libro combativo: ante las afecciones cotidianas, Puga esgrime, indeclinablemente, la palabra: su conjuro, su bastión, la única certeza a la cual asirse entre tantos cambios y dolencias. La permanencia de esta vocación literaria recorre todo el Diario del dolor y nos sitúa, a sus lectores, frente a otro dolor: el que provoca la irreparable ausencia de una escritora que vivía para escribir y escribía para vivir.