Heterogéneo es precisamente el adjetivo con el que Brett Neilson y Sandro Mezzadra describen el mundo contemporáneo en su libro Border as Method. Este espacio global está determinado por la proliferación de fronteras que van más allá de los límites geográficos; en otras palabras, que operan por debajo de la superficie. Desde el límite, Señales que precederán al fin del mundo desentierra el andamiaje sobre el que está construida nuestra sociedad. Tomemos como ejemplo a los hombres “duros” (p. 12) con los que la protagonista acude para asegurar su viaje a través de la frontera. En el plano mítico, es posible ubicarlos como los guardianes de las puertas del Mictlán; sin embargo, teniendo en mente el misterioso paquete que le entregan a Makina, no es descabellado pensar que son también líderes del crimen organizado. Herrera desvela así una red que los discursos de poder se esmeran en mantener oculta, aunque sus consecuencias sean más que evidentes: el narcotráfico, regulador de los flujos económicos del país, y la muerte como su moneda de cambio. Otros circuitos aparentemente invisibles también hacen su aparición, como el cajero automático en el que Makina se queda dormida y las redes telefónicas a las que el Pueblo todavía no tiene acceso, pero que “ya llegarán” (p. 50). Este contexto marca el punto de inflexión de una economía medida por signos visibles a una gestionada principalmente por signos que son imposibles de traducir (Franco Berardi, ‘Bifo’, La sublevación).
Otra frontera que se desafía en el texto es la que separa a los ciudadanos americanos de los trabajadores ilegales. Escondido a plena luz del día, “el paisanaje armado de chambas” (p. 64) acomete una conquista sigilosa. Su trabajo se esparce por los andamios, las cocinas de los restaurantes, los hogares, los jardines; el olor a comida que impregna cada grieta de las aceras es el resultado de las labores que ningún ciudadano legal querría realizar, aquellas sin las cuales las ciudades de “el Gabacho” no funcionarían como deben. Esta representación se enfrenta a la idea de que el migrante es un expulsado o un bárbaro que llega a destruir los lugares que invade. Por el contrario, pareciera que los resquicios en la frontera que les permitieron cruzar al otro lado hubieran sido abiertos específicamente para ellos. Causa de esto es lo que Nail denomina la “ilusión de estasis” de las sociedades capitalistas: debajo de una pretendida solidez, el motor que anima la conservación del capital es justo esa horda de migrantes que pretende aborrecer. Ninguno de los desplazamientos que se retratan en Señales que precederán al fin del mundo es, entonces, realmente voluntario. Aquellas personas que abandonan su país en busca de mejor vida o que, como el hermano de Makina, van a recobrar lo que es suyo, en realidad responden a las necesidades de un sistema que se expande explotándolas. Quizá el momento más desgarrador de la novela es justo ese encuentro de Makina con su hermano. Al llegar al otro lado y comprobar la farsa del terreno que le habían prometido, el muchacho se topa con una familia norteamericana que promete pagarle por ir a la guerra en lugar de su hijo. Sin entender mucho inglés, él acepta, y a su regreso encuentra que la familia no estaba esperando verlo con vida. No hay mayor dificultad para ellos: le ceden los papeles de su hijo y se van a reinventar su vida en otro lado. El hermano de Makina, en cambio, queda alienado de manera permanente en un país extranjero, uniformado, casi conforme con pelear una guerra que no le pertenece.