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Una escritora en fuga: Yolanda Oreamuno por Sergio Ramírez

Sergio Ramírez, La fugitiva, Alfaguara, México, 2011, 312 pp.

El nicaragüense Sergio Ramírez, galardonado recientemente con el Premio Cervantes, ha demostrado, tras una consistente trayectoria literaria iniciada en los años setenta, su dominio de distintos géneros narrativos. Ya se trate del testimonio —como en Estás en Nicaragua (1985), La marca del Zorro (1989) y Adiós muchahos (1999)—, de la novela de corte histórico —como es el caso de Margarita, está linda la mar (1998) y Mil y una muertes (2005)— o de sus incursiones en el subgénero policial —como en Castigo divino (1988) y El cielo llora por mí (2008)—, lo cierto es que en sus libros es patente, primero, el afán de indagar en la historia de su país y de Centroamérica; después, su habilidad para amalgamar diferentes manifestaciones discursivas (la biografía, la autobiografía, el informe periodístico e historiográfico) y, con ello, acentuar la condición heterogénea de sus textos, en los que la tensión permanente entre la pretensión de veracidad y el artificio es uno de sus rasgos principales.

Sergio Ramírez Mercado.

No extraña, en consecuencia, que en La fugitiva (2011), Ramírez recurra a tales estrategias para recrear las viscisitudes (bastante novelescas, por lo demás) de la escritora costarricense Yolanda Oreamuno (1916-1956), a partir de los testimonios que ofrecen tres mujeres muy diferentes, pero vinculadas a la protagonista por una profunda amistad. La aristócrata Gloria Tinoco —personaje basado, según declaraciones posteriores del autor, en Vera Tinoco, amiga de infancia de la narradora y ensayista—, la académica Marina Carmona —tras quien se traslucen los rasgos de Lilia Ramos Valverde, investigadora que compiló, bajo el nombre de A lo largo del corto camino, algunos textos de Oreamuno— y la cantante vernácula Manuela Torres —recreación de Chavela Vargas— otorgan al lector distintas perspectivas sobre la emblemática (y lamentablemente olvidada) autora, como en una fuga musical en donde la polifonía se consigue gracias al contrapunto que se establece entre las voces narrativas. Así, la novela del nicaragüense puede considerarse una biografía a cuatro voces (si contabilizamos la del narrador que abre y cierra el texto) o, en su defecto, cuatro relatos que, yuxtapuestos, componen una biografía sui géneris. ¿Por qué sui géneris? Porque, además de la multiplicidad de puntos de vista, en La fugitiva no se menciona jamás el nombre de Yolanda Oreamuno y, más aún, se insiste en que “todos los personajes y situaciones han sido inventados y se deben a la imaginación del autor” (p. 311). La información sobre la protagonista (cuyo nombre es Amanda Solano), pese al deslinde realizado por el autor, coincide cabalmente con la de Oreamuno y el lector avezado no puede dejar de establecer un vínculo entre el personaje del relato y el personaje histórico. Si se desea emparentar la novela de Ramírez con el género biográfico es imprescindible admitir que su texto es una biografía que miente en lo más elemental: en lo concerniente a la principal marca de identidad —es decir, el nombre real— del biografiado.

A pesar de las peculiaridades (económicas, ideológicas, políticas y estéticas) de cada una de las mujeres que brindan su versión sobre Solano, todas ellas coinciden en el halo dramático que signó la vida de su amiga pero, sobre todo, en que la desdicha de ésta estuvo marcada por cuatro factores esenciales: su genialidad, su belleza, su necesidad de sobresalir como escritora en un entorno prejuicioso y, principalmente, su libertad sexual. Al respecto, Tinoco declara: “Difícil fue su vida entera, por causa de esa su rebeldía, ese carácter suyo de sentirse presa entre barrotes y querer traspasarlos […] y ya no digamos la maldición que fue su belleza incomparable. Cuesta trabajo creerlo, pero su belleza fue siempre su desgracia” (p. 49); Carmona refuerza esta idea así: “Pagó un alto precio por ser diferente en una sociedad timorata que nunca la entendió. Una mujer sola, en singular, frente a un medio que respiraba mediocridad por todos sus poros, en plural. La sociedad josefina de entonces era el referente obligado de su angustia por trascender, y sentía que esa sociedad la aprisionaba” (p. 209) y también: “Fue una víctima Amanda, víctima de los hombres, y víctima de su propia volición” (p. 173); Torres concluye: “Se sentía la mujer más incomprendida del mundo” (p. 227).

De acuerdo con estos tres testimonios, el heroísmo de Amanda Solano consiste en una indeclinable oposición al stablishment político (pues fue militante de izquierda), moral (debido a su libertad sexual) y literario (“se burlaba de la literatura donde los personajes eran los conchos campesinos, y muchos se sentían ofendidos”, p. 103). 1 Este heroísmo no está desprovisto de tintes trágicos: Amanda Solano buscó siempre el reconocimiento social y el prestigio en el campo literario. 2 Al no obtenerlos, se volcó sobre quienes la ignoraron (en especial sus coterráneos), los despreció (al igual que sus compatriotas Manuela Torres y Edith Mora, personaje, este último, que enmascara a la poeta Eunice Odio) y emprendió la fuga hacia Guatemala y más tarde hacia México, en pos del mismo objetivo. Si consideramos estas cualidades de la protagonista, falta aún por responder una interrogante capital: ¿Es La fugitiva una novela que reivindica a Solano como escritora o, por el contrario, remarca los tintes dramáticos de su vida y no sus méritos literarios?

La imagen de Amanda Solano que sobresale a lo largo de La fugitiva no es la de escritora, sino la de una mujer cuya belleza le propició un sinnúmero de dificultades. De acuerdo con los testimonios de sus amigas, la única novela que se conserva de Solano (pues las demás las extravió, las regaló o dejó inconclusas) no da cabal evidencia de su talento. Tinoco, por ejemplo, expresa: “Tantos son los títulos de libros desaparecidos de Amanda que ahora se mencionan, que a veces me entran dudas de si en verdad los escribió, o sólo pensó que iba a escribirlos, o era el mismo libro con diferentes títulos, vaya una a saber” (p. 102). Carmona comenta:

¿Quiere mi juicio verdadero? [Amanda] Sentía el genio, pero no pudo realizarlo […] Y si su genio se plasmó en todas esas novelas que se perdieron para siempre, ¿cómo podemos ahora saberlo? Una sola novela. ¿Es La puerta cerrada una obra maestra? Yo quiero creer que sí, pero media mi natural apasionamiento, y de ser así se trataría entonces de una obra maestra apenas recordada, e ignorada fuera de nuestras fronteras (pp. 211-212). 3

Torres finaliza: “La verdad, nunca leí nada escrito por Amanda […] Era una diosa, que es mucho más que escritora. ¿Quién la recuerda como escritora? […] como escritora es nada más una escritora de Costa Rica que no tuvo suerte en el mundo universal de las letras” (pp. 289-290). Escritora sin obra sólida, sin genio o diosa sin suerte en la literatura: ésas son las consideraciones de las entrevistadas respecto al afán de Solano por el arte de escribir. No es irrelevante que, a lo largo de toda la novela, la belleza de Amanda Solano cobre un papel fundamental: su condición de “diosa” o de “ángel” se opone siempre a la de escritora; su belleza opaca su arte.

Yolanda Oreamuno en la década de los cuarenta.

No deja de ser paradójico que, pese al afán reivindicativo de La fugitiva, la relevancia literaria de Yolanda Oreamuno esté supeditada, por un lado, a su tan encomiada apariencia física; y por otro, a la figura del narrador (un escritor nicaragüense cuyo nombre no se menciona, pero que comparte muchas características con el propio Ramírez) que organiza el relato y presenta a las entrevistadas: es él y no Solano (el alter ego de Oreamuno) quien a lo largo de la novela conserva, incólume, su estatuto de autor prestigioso.

Sea de ello lo que fuere, el tortuoso periplo de Amanda Solano no culminará con su muerte, sino que habrá de extenderse más allá, subrayando así su condición huidiza, de fugitiva:

Esta mujer [Amanda Solano] que aún deslumbra por su belleza en las fotografías sólo cambió de sepultura tras el rudo viaje en un avión de carga, mientras su país natal apenas parpadeó con un algo de extrañeza y otro de indiferencia ante su regreso. Volvió para ser, otra vez como siempre, fugitiva. La fugitiva que cinco años después de su muerte llegó desde una tumba sin nombre, marcada con un número, a otra tumba sin nombre, marcada con otro número (p. 18).

La alusión a la permanente huida de Amanda Solano —quien, aún después de muerta, es trasladada de un lugar a otro sin que sus coterráneos muestren un ápice de interés o reconocimiento— revela su marginalidad y la conflictiva relación que guardó con su país. Incluso en el cementerio, apéndice del mundo exterior en el que sobresalen “obeliscos rodeados de verjas de fierro tras las que crece la hierba reverdecida por las lluvias” (p. 14) y “los ángeles en custodia de los sepulcros” (id.), la tumba de Solano ocupa un lugar ínfimo.

Luego de la publicación de La fugitiva, el gobierno de Costa Rica determinó construir un mausoleo para rescatar del olvido a Yolanda Oremuno, lo cual constata que la mezcla entre lo verídico y lo verosímil emprendida por Sergio Ramírez surtió efecto. El dominio del nicaragüense de estrategias discursivas de distinto odre ha contribuido a que, tras décadas de abandono, la efigie de Yolanda Oreamuno recupere un poco de la notoriedad que merece. Sin embargo, aún hace falta volver sobre los textos de la costarricense para descubrir su fuerza, su innovación y su vigencia, como revelan sus siguientes palabras, las cuales pueden ser interpretadas como contundente respuesta al menosprecio (ya por su belleza o por cualquier otra causa) del que fue objeto: “¡Que no haga la mujer poses de feminista, mientras no haya conseguido la liberación de su intelecto, de lo mejor de ella misma preso dentro de su propio cuerpo!”.

Develación de la placa en la tumba de Yolanda Oreamuno, el 9 de julio de 2011. Fotografía de Carlos González.

Acerca del autor

Marco Polo Taboada Hernández

Candidato a Doctor en Estudios Latinoamericanos (área de literatura y crítica literaria) por la Universidad Nacional Autónoma de México. Licenciado en Letras Hispánicas y maestro en Humanidades (línea de Teoría literaria) por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. En 2018 realizó una estancia de investigación en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha participado en congresos sobre literatura en México, Ecuador y Perú.

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Notas al pie:

  1. En una entrevista, Ramírez refrenda el distanciamiento de Oreamuno respecto a las tendencias estéticas que predominaban en el ambiente literario costarricense de los años cuarentas: “Yolanda Oreamuno había roto con los cánones vernáculos de la literatura que eran una especie de pilares sacro santos de la literatura nacional: lo vernáculo, lo social. La literatura se movía entre lo vernáculo y lo social y de repente viene esta mujer y plantea una literatura introspectiva que busca explorar el alma humana hacia dentro”. Natalia Rodríguez Mata, “Sergio Ramírez: «Yolanda Oreamuno es la gran escritora de Costa Rica»”. Disponible en http://redcultura.com/php/Articulos743.htm.

  2. Al respecto, Tinoco expresa: “[Amanda] hubiera querido un reconocimiento para lo que ella significaba como escritora, y yo le decía: Amanda, todo esto no es más que una exageración de tu parte. ¿Quiénes te van a dar ese reconocimiento? Aquí no hay más que dos periódicos, no hay críticos, los escritores son cuatro” (p. 111); Carmona complementa: “¿Cómo explicar el afán de Amanda por la figuración social? Era una chiquilla que buscaba liberarse de sus redes, y al mismo tiempo disfrutaba de quedarse atrapada en ellas” (p. 170); Torres finaliza: “Quería ser famosa en las letras, y creía que la ignoraban adonde fuera que llegaba, igual en Guatemala que en México, ya no se diga en Costa Rica” (p. 227).
  3.  Nótese que la única novela que se conserva de Oreamuno, La ruta de su evasión (1949), no aparece en La fugitiva con su nombre verdadero; dos de sus artículos —mencionados al paso por Tinoco— sí: “¿Qué hora es?” y “El ambiente tico y los mitos tropicales”.