Auliya, edición de 2005.

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Auliya: el desierto y la sed

Verónica Murguía. Auliya. México: CONACULTA/DGP, 1997.

Fotografía: Rogelio Cuéllar. 250 retratos de la literatura mexicana.

Para los beduinos árabes, escribió el escritor Bruce Chatwin en sus famosos Cuadernos de viaje, la luna era un joven enérgico, mientras que su esposa, el sol, era una hembra fuerte y huesuda –mala, vieja y celosa de vida–, sólo pasaban una noche juntos, de la que el joven salía tan desgastado que tardaba todo un mes en recuperarse. Esta tierra, donde gobierna la naturaleza inclemente: calor, viento y arena, es el escenario de Auliya, la primera novela de Verónica Murguía. Publicada en 1997, hace un año cumplió su aniversario número veinte y en cada lectura vuelve a sorprendernos. Traducida al portugués y al alemán y con varias reediciones, la novela relata el largo y tortuoso camino de iniciación y aprendizaje de la protagonista cuyo nombre le da título. Auliya nació en la aldea de Adchejar, “Los Árboles”, fundada por un grupo de nómadas que decidió establecerse cerca de un somero río. Auliya fue una hija deseada y tardía del matrimonio de Leila y Yuscha y desde pequeña era tranquila, “un cachorrito silencioso que no lloraba, un ratón del desierto” (13). Su carácter singular provoca el recelo de los habitantes de la aldea, los niños la persiguen y apedrean, y aunque es excluida por su comunidad, tiene un corazón bueno y generoso. Al llegar a la adolescencia un forastero malherido, Abú al-Jakum, hijo de un mercader de la próspera Samarra, llega a la aldea y Auliya lo protege y cuida. Aquí la niña comienza a crecer. Su vida se complica cuando él muere y ella decide dejar casa y familia para cumplir con el propósito que llevó a al-Jakum hasta ahí: conocer el mar. La novela describe así el sendero de descubrimientos de Auliya: desde el amor y la identidad hasta los poderes y facultades secretas. Pero, el principal hallazgo es el desierto. De ahí que la fábula que refiere Chatwin preceda “El camino”, capítulo en el que Auliya emprende su ruta hacia el mar. Para llegar a él es necesario cruzar el desierto, la tierra de Dios, un universo de límites físicos que parecen imposibles de descollar, incluso si se utilizan capacidades mágicas y dotes sobrenaturales. ¿Cómo sobrevivir al desierto? Sólo es posible a través de una transformación.

Auliya, edición de 1997.

Desde la arena que arde y bajo el sol que abrasa se intuye y presiente el mar, pero se duda de su existencia, “Todo el mundo lo sabe. ¿No te das cuenta de que no hay tanta agua en el mundo?”(50), le dice su madre a la imprudente Auliya. En el desierto, el mar es la promesa y el futuro (del amor, la gracia, la abundancia y la bondad) y el agua adquiere la forma del deseo. Es la constante añorada. En el punto central de la novela, Auliya codicia el agua: “Ahora pensaba en el agua como nunca, el agua por la que desde niña había sentido amor. La sed le lijaba la garganta”(88), porque este anhelo lleva a la transformación que el desierto produce en el personaje, como indica el epígrafe de este capítulo:

La imagen del fuego,
el sabor de la sal,
los anillos del silencio,
las luces aciagas del amanecer.
Tus talismanes
y su poder, todo lo que eres
y todo lo que serás.

Porque Auliya es el desierto y después el mar, eso es todo lo que es y todo lo que será. Pero para descubrirlo necesita recorrer los caminos de los héroes, convertirse en jerbo, superar las dificultades materiales y emocionales y no ceder a las muchas tentaciones que obstaculizan su avance. En el momento más crítico de su trayecto, cuando el demonio del Palacio de Azabache la secuestra e intenta seducirla con riquezas, diversiones y confort para robarle sus poderes, siente una sed que sólo el vino apacigua un poco, porque adormece su conciencia y su memoria. Esa sed regresa cuando Auliya recuerda el propósito de su viaje.

El mar también es el ideal con el que sueñan Auliya y Abú al-Jakum, el agua significa ese futuro que se les escapa, “En sueños eran compañeros de viaje y surcaban el mar en grandes navíos” (53). Al-Jakum abandona la casa paterna en busca del mar, pero lo ataca un maligno demonio del desierto. Auliya intenta salvarlo y curarle las heridas, pero no hay futuro para ellos. En vida al-Jakum nunca llegará al mar. Esa es la tragedia de ambos. Después de que su padre la repudia y ya convertida en maga, Auliya debe cruzar el desierto hasta alcanzar ese mar.

Auliya también narra el despertar sexual, la intuición de deseo y el final de la infancia. “Auliya fue asaltada por una felicidad total que la hizo tomar conciencia casi dolorosa de su cuerpo”(47). Es una historia de crecimiento, no sólo de la revelación del placer y de la pasión, sino del camino iniciático de los dolores, que es también el arduo camino para conocerse a sí misma y que se sostiene siempre en el binomio: observa y aprende. Porque, de pronto se da cuenta de que: “Tal vez lo que ella antes creía un corazón puro fuese un corazón ignorante” (137).

Auliya, edición de 2005.

A través de descripciones detalladas y con un lenguaje moroso, de prosa precisa, puntual y, más que nada, sabrosa, en el que se experimentan sensaciones y sentimientos –el Siroco raspa, suenan las darkubas y los atabales y las serpientes sisean–, volvemos a detenernos en lo cotidiano: la belleza del cabello trenzado, la simplicidad de los pájaros y sus rutinas, la trayectoria del agua, y en lo extraordinario: los demonios de la noche, llamados djinns, las metamorfosis, los fantasmas. No por nada acompaña al texto de la novela un breve glosario. Con estas herramientas se construye un contexto que no resulta difícil de vislumbrar. Una narración que se vuelve atemporal, mundos que parecen imposibles, pero existieron y existen. Con las herramientas de la historia, el pasado adquiere la textura de lo fantástico. Murguía recrea una realidad donde “el rostro era la parte más íntima del cuerpo de una mujer” (51).

Y como la narración se mueve en la frontera de lo real y lo fantástico, las verdades se revelan en los sueños. Heredera de Las mil y una noches, Auliya por momentos parece una noche más contada por Scherezade, a veces se torna borgeana. También hay pespuntes de Úrsula K. Leguin y de las hagiografías clásicas. Muchas tradiciones de lo fantástico se encuentran en esta novela, como muestra, una frase en la que se entretejen distintas dimensiones de lo real: “El jerbo que era Auliya cavó su agujero y soñó que había sido una muchacha que quería ir al mar” (93). Como si fuera una vida que se vive, pero que ya se vivió. Es el sueño y la memoria. El alma no pertenece a esta tierra.

La narrativa de Murguía nos recuerda que hemos perdido la capacidad de mirar. En estos tiempos de modernidad líquida, pautados por la sensación de que la vida no alcanza porque los días se escapan de nuestras manos como la arena en el reloj, pareciera que hemos dejado de ver, de observar, en su sentido primario de examinar con esmero. Sus personajes femeninos, cuya característica primordial es la atención que prestan a los detalles mínimos, ocultos, arcanos y por descubrir; nos enseñan que la curiosidad no mató al gato, sino que simplemente lo hizo mejor. Ellas encuentran las claves para descifrar el mundo en el análisis: Luned, de El fuego verde (2001), Soledad, de Loba (Premio Gran Angular 2013) y Auliya. Todas son heroínas especiales, dueñas de la magia y de los saberes ancestrales. Y como la sabiduría se trasmite por el afecto, la amistad entre mujeres es una constante: Auliya-Leila; Luned-Fedelm.

La observación lleva a estos personajes a comprender sus circunstancias y las dota de un poder que controla la naturaleza, esa naturaleza que despliega su hermosura de ríos (el wadi), oasis y altas montañas y que nos recuerda que habitamos su casa. Porque para dominar estos universos hay que entender sus mecanismos y reglas internas, de ahí que todas las protagonistas pasen por procesos de aprendizaje, en los que no faltan las equivocaciones, las caídas y las dudas. Lecciones que se inician desde el momento de nacer y que determina la vida. Auliya nace girada, con los pies por delante, y sufre cojera, esa característica será su estigma y también su don. El nacimiento marca el destino de cada persona. Estos personajes son observadoras valientes y fisgonas, sus miradas tienen algo de los niños, es decir, conservan esa curiosidad que es condición de la infancia y que marginamos conforme crecemos. Por eso a través de ellas recordamos algo que creímos olvidado: aprendemos a ver.

Colaborador invitado

Iliana Olmedo

Nació en Ciudad de México en 1975. Es doctora en Filología Española por la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del Grupo de Estudios del Exilio Español de la misma Universidad. Es autora del libro de ensayos Itinerarios de exilio (2014) y de la novela Chernóbil (2018. Premio internacional de narrativa siglo XXI). Actualmente es profesora-investigadora en la Universidad Autónoma de Guerrero en el programa Cátedras para Jóvenes investigadores del CONACyT.

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