David Teniers II, El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas (1813), Museo del Prado.

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«El día en el que el negro se trague al rojo». El nervio óptico, de María Gainza, un dorodango verbal

María Gainza. El nervio óptico. Barcelona: Anagrama, 2017, 158 pp.

El Museo del Prado guarda un célebre cuadro de David Teniers II que lleva por título El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas. Frente al lienzo, el espectador no solo se halla ante el retrato de un noble, sino ante una serie de imágenes explicativa de los gustos y preferencias de Leopoldo Guillermo de Habsburgo. Los cuadros arropan al archiduque, quien se convierte en su propio sujeto. Él es el centro que organiza temática e históricamente el conjunto de obras que, de forma simultánea, él contempla, lo contemplan y lo representan. Además de ser ese centro, el archiduque, mediante la magia por contagio, se convierte en esos cuadros que atesora.

Si se compara la pinacoteca del archiduque con el sentido organizativo de los museos, puede apreciarse que los museos suelen ser históricos, pues acumulan a lo largo de una línea temporal una serie de cuadros u objetos de varia índole, pero es habitual que esa línea carezca de un criterio, justamente, por la abundancia de criterios (de representatividad, de valor, del valor de la pieza única, documental, de conservación, etc.) con los que se reúnen las obras. En sentido diferente, los museos temáticos acumulan los objetos en torno a una idea que redacta un discurso de índole histórica, que es también temporal; estos museos reducen la abundancia de criterios a una sola y excluyente idea. Sin embargo, en la galería personal, en las pinacotecas privadas, el sujeto temático es el propio coleccionista, pues no se atiene este nada más que a sus propios gustos. Y el tiempo y el tema se pliegan a esos deseos, que son incondicionados y que no rinden cuentas ante nadie.

David Teniers II, El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas (1813), Museo del Prado.
María Gainza. Fotografía tomada de www.juninalminuto.com

El nervio óptico (Mansalva, 2014), primera obra literaria de María Gainza, es un texto que recuerda narrativamente el cuadro de Teniers II. Es una obra que no se ciñe a un género específico y que puede leerse como novela, como colección de relatos o como guía de museos. Los fragmentos seleccionados de la historia del arte que sirven de refugio a la narradora (una joven que ha crecido renegando de los prejuicios de la clase alta de donde proviene su ahora empobrecida familia) permiten que, por medio de una elegante, delicada y sencilla narración, el lector se halle ante una colección de once pinturas, once artistas y once personajes con los que la narradora va construyendo un relato del que ella termina siendo el punto focal, el centro desde el que se organizan las figuras del tapiz.

Durante su infancia, la narradora de El nervio óptico sufrió de diplopía, una enfermedad ocular que le hacía ver doble. El tratamiento que siguió consistía en unir, mediante la fuerza de los músculos oculares, las siluetas idénticas de un mismo gato separadas por un espacio en blanco. Este ejercicio de ver siluetas y de unirlas gracias a la fuerza de esos músculos también recoge, en gran medida, el sentido de esta obra de Gainza. A lo largo de once capítulos, el lector contempla una serie de escenas en las que se van uniendo o entrelazando en un único lienzo las vidas de los artistas, sus cuadros y las experiencias de un grupo de personajes, cuyas vivencias permiten a la narradora reflexionar sobre sus propias preocupaciones. La obra muestra una serie de duplicaciones en la que los cuadros sirven como un espacio emocional en el que el ojo de la escritora reúne a los pintores junto con los personajes. Al mismo tiempo, las pinceladas en los cuadros, los trazos, evocan la pronunciación de las palabras. Poco a poco, va construyéndose una imagen emocional y vital de la narradora que solo podrá apreciarse cuando se haya leído la última página. El lector deberá reducir la multiplicación de las imágenes, de su silueta, a la unidad última del proceso de terapia. Esa unidad última entendida como lectura. Acabada esta, podrá reducirse a una sola imagen todo lo que las imágenes particulares ofrecían de forma dispersa y privativa. La capacidad de ver a través de las siluetas la unidad íntima de las formas culminará el proceso de la cura; la salud óptica óptima será la que restituya lo idéntico a su condición de partida.

El nervio óptico despierta en el lector las sensaciones simultáneas, enfrentadas entre sí, de ser indiscreto y de ser invitado a participar de un secreto. Es un libro delicado y refinado, como los trazos que dan forma a las pinturas sobre las que se narra. Como las escenas que se representan en las pinturas, puede ser un libro bello, doloroso o profundo. Llama la atención el acierto de Gainza al evitar describir los cuadros o relatar las biografías de los artistas. Esta no es una novela en clave ecfrástica, y tampoco es autobiográfica o autoficcional, aunque hayan coincidencias biográficas entre la narradora y la autora, sino que es una obra en la que se explora el universo de emociones, sensaciones y reflexiones que crea la narradora al observar una serie de pinturas; y es también una reflexión sobre cómo estas reproducen o explican una parte esencial de la vida de quien observa. La unidad que debe hallar el lector al final de su lectura es la misma unidad cuya restauración curativa, la regeneración del nervio óptico dañado es el empeño del personaje principal de la obra.

María Gainza consigue transmitir y mantener, a lo largo del texto, una forma de disfrute estético, una comunión y un diálogo entre su mirada y la de los posibles lectores. Atraviesa todo el relato la reacción de la narradora cuando al contemplar por primera vez la Caza del Ciervo, de Alfred De Dreux, recuerda que «en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte, y que las variables que modifican esa percepción pueden y suelen ser las más nimias» (13). 1

Alfred De Dreux, Caza del Ciervo (Siglo XIX), Museo Nacional de Arte Decorativo.
Gustave Courbet, Mar borrascoso (1850), Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina).

Otro acierto de Gainza consiste en llevar al lector a un paseo por galerías y museos. Es un paseo por la historia del arte a lo largo del cual lector se encontrará con la angustiosa búsqueda de reconocimiento de Tsuguharu Foujita, se familiarizará con los mendigos, las lavanderas o los vagabundos a los que les da espacio en sus telas Courbet, o conocerá el sufrimiento que padeció el frágil Toulouse-Lautrec, pintor de famosas y poderosas figuras pelirrojas, «las rubias de los dioses» (83). Por medio de las palabras de Gainza, puede contemplarse la intensidad de las marinas de Gustave Courbet, representadas por el Mar borrascoso, que se halla en el Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina); el infierno traducido en los cuadros de Cándido López que, desde el severo Museo Histórico Nacional, recuerdan el fuego de un pintor porteño que consideraba que «para tocar el corazón de la realidad había que deformarla» (23); o sentir la poética de las ruinas, la «sensación de vivir al borde de la catástrofe» (43), en la Vista arqueológica, acuarela de Hubert Robert que custodia el Museo Decorativo. En ese mismo sentido, la descripción de la Sala Art Decó, del Museo Decorativo o Palacio Errázuriz, adornada por el artista catalán Josep Maria Sert comunica el mundo de apariencias, de los conflictos de clases, de los intereses sociales, de las envidias y de la frustración con el mundo en el que crean y en el que habitan Toulouse–Lautrec, Foujita, Doménikos Theotokópoulos (El Greco), Alexia, el tío Marion, Miuki, la narradora y una parte de su familia.

Con oportuno sentido literario, una visita al oftalmólogo, servirá como excusa para hablar de Rojo claro sobre rojo oscuro, de Mark Rothko, que se halla en el Museo Nacional de Bellas Artes, y del que, según la narradora, puede afirmarse que posee una fuerza de color que silencia las palabras. «…los elementos más poderosos de una obra con frecuencia son sus silencios […] Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente» (92). La preocupación por la tragedia, la catástrofe, la derrota, la fama, el éxito, y por la tensión entre la vida y la muerte se desvelan en la unidad que logra Gainza entre las personas, los personajes y las obras.

Mark Rothko, Rojo claro sobre rojo oscuro (1955 – 1957), Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina).

El nervio óptico es el bruñido dorodango de Amalia, amiga de la narradora. El dorodango es un objeto esférico y brillante que se obtiene como resultado de un juego tradicional japonés. El juego consiste en intentar transformar una bola de barro en una bola lo más brillante y pulida que sea posible, algo así como una bola de billar. Obtener un dorodango brillante revela un ejercicio de paciencia y trabajo; con frecuencia, el adiestramiento para obtener la forma y el lustre perfectos comienza en la infancia. El nervio óptico es un dorodango literario, es una obra que permite ver un trabajo constante en el que cada palabra, el barro originario, cada página, han sido pulidas, revisadas y se ha meditado con paciencia sobre ellas durante largo tiempo. Una obra redonda, fina, deslumbrante y de exquisita factura. En el dorodango verbal que se propone en este texto se han unido de forma armónica las imágenes del pintor y las de su obra, las del observador y las de la obra, las del lector y las del libro, las de la narradora y lo narrado. La terapia ha concluido con éxito. La obra de arte se propone como esfera, como ese cuerpo sólido que, tradicionalmente, ha servido como paradigma de la perfección. Las cuatro ediciones de la obra (Mansalva, 2014; Laurel, 2016; Anagrama, 2017; y Laguna Libros, 2018) que han sido publicadas en Hispanoamérica y las quince lenguas a las que se está traduciendo son muestra de ello. Es un libro que sacude al lector y tira de él como el cuadro La niña sentada, de Augusto Schiavoni, sacude a la narradora y tira de ella. El nervio óptico es, también, la obra de arte que permite al lector ser parte de un cuadro.

Acerca del autor

Alexandra Saavedra Galindo

Doctora en Letras por la unam, maestra en Estudios Latinoamericanos (área de Literatura), por la misma institución, y licenciada en Lingüística y Literatura con énfasis en Investigación…

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Notas al pie:

  1. Las citas remiten a la edición de El nervio óptico, Anagrama, 2017.