Para los fines del presente análisis, me enfocaré principalmente en las segundas dos partes de la novela; sólo aclararé que en la primera, fallece el hermano de Ana y con eso comienza la desintegración de su familia, a la que contribuirá también el abandono de la casa familiar por parte de su padre. Al principio de la segunda parte, y mientras ella va asimilando cada vez más la presencia de “La Cosa” en su vida, así como su progresiva ceguera, ella empieza a trabajar como lectora de obras literarias en voz alta en una casa para personas con discapacidad visual. Lo que al principio se manifiesta como un deseo tímido de Ana de acercarse al mundo de los habitantes y visitantes de la casa se convierte, poco a poco, en su adentramiento en dicho mundo. Conoce al Cacho, un hombre, como dice ella, “barbudo”, “cojo” y “mendigo” (El huésped 70-90 passim) que la introduce a un mundo subterráneo habitado por marginados sociales: no sólo ciegos sino múltiples individuos que encontraban refugio en no tener que habitar el mundo de la luz.
La puerta de acceso al mundo subterráneo es el metro de la Ciudad de México (101 y ss), y Ana se deja guiar hacía y dentro de él por Cacho. Ahí, conocerá a dos otros personajes que también jugarán un papel muy significativo en la pérdida de la ceguera social de Ana: Marisol, cuya muerte, tras su secuestro, presuntamente por las autoridades, es inminente al final de la segunda parte y de la que se entera Ana en la tercera; y Madero, un hombre que se quedó ciego a los trece años cuando le “echaron aerosol en una pelea” (118). Es vía las pláticas entre Madero y Ana que ella va asimilando cada vez más lo que significa vivir sin el sentido de la vista. Él le explica que “el metro es el mejor lugar para vivir en México” (121), y defiende el encierro al decir: “todo depende si prefieres estar atrapada adentro o afuera, pagar impuestos, mantener con mordidas a los oficiales de tránsito o acá pidiendo limosna y eligiendo tu vida” (122).
Mediante sus experiencias en el mundo subterráneo, su cercanía con Cacho, y los preparativos para la fatídica noche en la que ella y Marisol irían a entregar sobres llenos de excremento para ser depositados en las urnas para las elecciones de diputados (151-152), Ana experimenta la fraternidad de una manera completamente nueva (ver 144). Asimismo, se le abren los ojos a las atrocidades que se cometen en la oscuridad, en particular, por parte de miembros de la sociedad dominante, y, de manera más terrorífica todavía, por las autoridades legales. Como le explica Marisol al principio de aquella noche catastrófica, “si nos agarran vamos a conocer los sótanos de Topacio. Cortesía de la PGR, claro” (147). Cuando, en la tercera parte, Cacho habla sobre la muerte de Marisol, le dice a Ana, “La encontraron hace tres días, cerca de ahí, con todos los huesos rotos. No sé cómo pudieron reconocerla. […] Me llamaron para identificar el cuerpo. Ni siquiera la habían cubierto. Estaba distinta, su piel parecía de plástico y todos esos moretones” (182-183).
Es hacia el final del libro que leemos uno de los pronunciamientos más contundentes y reveladoras de Ana:
México ya no nos pertenece. Hemos desarrollado un ojo selectivo que fragmenta y edita los teléfonos descompuestos, los vidrios rotos, la señora que tirita en su rebozo, sentada en la banqueta, los desagües constipados, el asalto que sucede frente a nuestras narices. La cuidad que elegimos ver es una fachada hueca que cubre los escombros de todos nuestros temblores (175).
Se refiere, pues, a la “ceguera selectiva” de la que habló Nettel en su charla en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 2017. Tanto en dicha charla como en El huésped, Nettel alude a la capacidad de la gente de ver y a la vez de no ver, y de usar un “ojo selectivo” para sólo ver la “fachada hueca”.
Encuentro importantes puntos de contacto entre esta ceguera a la que se refiere Nettel, por una parte, y la “retinosis pigmentaria” en su uso por Sartre, por otra, en cuanto ambas se relacionan con un no-ver de realidades por algún motivo u otro indeseables de ver. Dichas realidades, claro está, son distintas en cada caso, exclusivas de la sociedad en la que se enmarcan, pero con ambos conceptos se alude a una tendencia de cegarse ante ellas, negar su existencia, sea consciente o inconscientemente.