Silvia Molloy. Fuente: http://perfilformosa.com/

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La lengua atravesada

Molloy,  Silvia. Vivir entre lenguas. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2016.

 

Frente a la dificultad para empezar un nuevo texto, Silvia Molloy, en su libro Vivir entre lenguas, recurre a “un truco”: se imagina en otro idioma y escribe, entra a la página “consciente de que es una escritura pasajera” (70). Luego de las primeras líneas, los signos extranjeros, extrañados, se detienen y la escritora comienza a traducirse. Traduce las palabras, una por una. El acto de creación es en primera instancia uno de traslación. Desplaza las huellas para encontrar esa prolongación sónica, una especie de ecolocalización que dé cuenta de un lugar de la memoria. El recuerdo es el efecto de la palabra recordada y su reverberancia: los sujetos parlantes evocan una novela familiar hecha de partes.

Silvia Molloy. Fuente: http://perfilformosa.com/

Español, inglés, francés apalabran una autobiografía extraña en la cual el eje es la lengua o mejor las lenguas. “La adquisición de los tres idiomas —escribe— no ocurrió simultáneamente sino de manera escalonada y cada idioma pasó a ocupar distintos espacios y a teñirse de afectividades diversas” (9). Como cuando murió su abuela, una migrante inglesa. La autora tenía cuatro años. Evoca una última visita que le hizo. Asegura haberle hablado, pero no sabe en qué lengua. “Este recuerdo, este no saber en qué idioma le hablé, no me deja” (11). Los fragmentos auditivos nos llevan a la casa de infancia, a la herencia del francés por parte de la familia materna, legado que la madre perdió volviéndose monolingüe. “Es como si el francés, en esa familia, se hubiese escondido en el clóset” (14). Molloy pide aprender el idioma. La profesora se llamaba Madame Suzanne. Usaba turbante y les hacía escuchar a Charles Trenet. “Aún hoy, si escucho Ménilmontant, inevitablemente vuelvo al comedor de la casa de mis padres, a Madame Suzanne, mi hermana y yo inclinadas sobre la vitrola, y a mi madre que nos mira desde el otro lado del cuarto, como si quisiera unirse a nosotros y no se atreviera” (15). El espacio de aprendizaje de la lengua y la “condición ventanera” que adquiere la madre, describen una escena total por donde se cuelan el secreto, las genealogías truncas, la escucha.

     Cada idioma tiene su territorio. El colegio al que asistió, por ejemplo, tenía el espacio del inglés por la mañana y el español por la tarde. Dentro de cada horario, hablar otro idioma estaba prohibido. Por la mañana, los chistes verdes se contaban en inglés. Pero éste abarcaba sólo la anécdota, mientras que “las partes” eran contadas en español. “Como aquellos textos médicos decimonónicos que acudían al latín para hablar de lo innombrable” (19), escribe. En la casa era distinto: “español con la madre, inglés con el padre”(19). La mezcla era clandestina. Se daba entre hermanas.

     Los contrabandos lingüísticos necesitan de un apoyo. Para Molloy este soporte se da siempre desde un idioma. Se piensa la otra lengua desde un punto extranjero. Recuerda la frase de Joseph Conrad: “yo no elegí el inglés, el ingles me eligió a mí” (23). Existe una especie de posesión, de toma del espacio. Luego se reconoce una falta, una ausencia presente. Desde esa fantasmagoría se convive con la otra lengua. El mundo es ese “entre” siempre confuso. Y a la vez es el extrañamiento cuando una de ellas se impone ¿En qué lengua se le habla a los animales? ¿Con cuál se muere?

     El multiculturalismo, el amor, el trauma, el nacimiento: todo pareciera estar aquí atravesado por la lengua. El texto está atento a los indicios que deja la palabra heredada y la atravesada por el exilio. Por ejemplo, relata la historia de José Ramírez Salguero, un migrante salvadoreño en Estados Unidos. El hombre es “algo” bilingüe. Formó una empresa de construcción. Tiene permiso para trabajar, “algo así como un huésped legal”. Pero “se le ilumina la cara cuando se da cuenta de que su interlocutor habla español” (37), asegura. José ha ideado un idioma intermedio para sobrevivir en el cual la sintaxis es española y el nombre técnico de los materiales es siempre en inglés.

Otra escena: Molloy, en su casa, habla con una amiga por teléfono. La amiga está en París. Hablan francés. En otro cuarto hay un hombre haciendo un arreglo. Al él le sorprendió escuchar el francés. Es polaco, migrante y se le dificulta el inglés. Cuando se va, dice sonriendo “algo que sonaba como una combinación de deers y bears” (45). Luego de varias repeticiones Molloy entendió que el hombre, señalando la ventana, quería decir “pájaros”. La extrañeza atraviesa el rasgo nacional hasta llegar al cuerpo donde la lengua se vuelve incierta. La autora cuenta que una vez, al despertar, comenzó a hablarle a alguien que estaba con ella en otro idioma. “¿En qué lengua se despierta el bilingüe?” (48).

     El lenguaje hogareño, el más íntimo, se espejea en su vida literaria. Es un ida y vuelta entre instantes de familia y experiencias escriturales. Como si de la lengua sólo se pudiera hablar de esa manera: tejiendo las significaciones intertextuales, buscando similitudes que nos expliquen el momento incomprensible, enigmático, cuando la palabra emerge, cuando el sonido provoca tiempos, espacios, relaciones. Pero es también un puente entre maneras de hacerse de la lengua. Como aquella diferenciación que hiciera alguna vez Ricardo Piglia entre el modo formal de incorporar el inglés en Nabokov y la desposesión y búsqueda “baja”, secreta, que hace Gombrowicz del español. Son abismos del lenguaje. En esa incomprensión Molloy convoca a Julies Supervielle, a Elie Wiesel, a sus cursos sobre Borges en inglés o a la historia del esclavo cubano Juan Francisco Manzano y sus modos de hacerse del lenguaje con las herramientas del amo.

     Cuenta acerca de la crianza de Hudson en Quilmes, localidad de la Provincia de Buenos Aires; de su educación en inglés; de su vida allí durante treinta y tres años antes de irse a Londres para convertirse en escritor. La autora se pregunta si sería de verdad bilingüe, si hablaría con acento. Cuenta que al hablar de los argentinos, Hudson los llama “the natives” y cuando nombra a los indígenas, les dice “the savages”. “Pocos recuerdan que el primer título de La tierra purpúrea era The Purple Land that England Lost”, escribe. El nombre del libro, en las ediciones argentinas, sólo incluirá la primera parte. “Como escritor argentino —subraya Molloy— Hudson no puede ceder, ni siquiera en el título, al suelo imperial de otro país. O de otra lengua” (55).

      Vivir entre lenguas tiene algo de balbuceo, un “sin centro” vacilante. Como si escribir del “yo” sólo pudiera hacerse desde ese estado fronterizo donde conviven la seña identitaria, sus desplazamientos y camuflajes. Esa inestabilidad da pie a un libro raro, inteligente y bello, escrito por una de las intelectuales más agudas de nuestro continente.

Acerca del autor

Iván Peñoñori

Maestro en Comunicación y Política por la Universidad Autónoma Metropolitana. Sus líneas de investigación se enfocan al estudios de los procesos culturales y su relación con la experiencia estética…

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