Últimamente leo muchos textos de carácter autobiográfico y, cada vez que hablo sobre ellos, me doy cuenta de cómo siguen vigentes ciertas ideas en torno a cómo leer este tipo de libros: buscando ahí el lado oscuro de la vida de los escritores (es decir, con morbo); rastreando las razones personales por las que escribieron como escribieron; o pensando que se trata de obras de carácter “menor”, que es necesario clasificar de acuerdo a su género textual, para comprender su lugar al interior de un canon establecido a partir de criterios puramente estéticos. En cualquier caso, estos textos parecieran en el fondo detentar un estatuto de verdad que condiciona el modo en que los leemos y el sitio que ocupan en la tradición. Escribo las siguientes líneas para desmarcarme de ese modo tradicional de interpretar estos textos centrados en el yo, y proponer otra manera de leerlos, acaso más propositiva, que permita comprender el porqué se han multiplicado en los últimos años.
Como se ve, solemos asociar la escritura autobiográfica con la intimidad, con el relato referencial del yo y con la verdad de la vida de un sujeto. Se trata de un tipo de lectura que nos lleva a pensar los textos desde una dimensión pragmática (analizando los pactos de lectura) y desde una perspectiva genológica (buscando establecer sus límites genéricos). Este tipo de acercamiento a los textos autobiográficos está vinculado a la noción clásica de autobiografía, la cual supone que los sujetos pueden narrar su existencia en primera persona y de manera categórica, totalizante y lineal. En otras palabras, la autobiografía en tanto género ilustrado partía de pensar al sujeto como una identidad estable y autónoma, constituida por una vida coherente y auténtica, con valor y sentido, cognoscible sin otras barreras epistemológicas que no fueran las de la buena fe y sin mayores turbulencias de sentido que las derivadas de la capacidad para retratar el propio mundo con racional sensibilidad. Basta pensar en Rousseau y Montaigne, para situar el nacimiento de la conexión entre el surgimiento de la subjetividad moderna y la narración autorizada desde el yo. La definición clásica que Phillipe Lejeune hace de la autobiografía (en donde lo indisoluble es la identidad entre autor, narrador y personaje), no sólo elimina toda otredad en el discurso de la subjetividad (suponiendo la tajante separación entre lo público y lo privado), sino que sintetiza de manera precisa esa concepción ilustrada del género: “Relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune 1991: 48). Nuestra manera tradicional de leer está fijada y condicionada por esta perspectiva.
No obstante, hay en esta concepción una serie de nociones, relacionadas entre sí, que desde hace décadas han sido puestas en duda a partir de lo que se ha llamado el giro lingüístico de la filosofía. Desde esta perspectiva, no es posible seguir concibiendo la identidad, el conocimiento, la verdad, la historia, la referencialidad, el sujeto, el poder, la representación, la experiencia, la intimidad o la escritura del mismo modo en que se hacía en el siglo XIX, cuando todavía se pensaba por medio de una filosofía de la conciencia. La autocomprensión de la filosofía, de las ciencias y de las artes contemporáneas se modificó de manera radical cuando se volvió evidente que el lenguaje es un agente estructurante del pensamiento humano; la realidad es una representación discursiva; y cualquier acto, pensamiento o escritura se construyen social y simbólicamente. Además de las elaboraciones conceptuales provenientes de la lingüística, la filosofía del lenguaje, los estudios del discurso y la semiótica, muchos otros desarrollos teóricos colocaron en el centro de la discusión al sujeto y pusieron en duda su supuesto carácter monolítico. Beatriz Sarlo se ha referido a este fenómeno como el giro subjetivo que acompañó “como su sombra” al giro lingüístico. Éste último, ubicado en las décadas de los sesenta y setenta, consistiría en un “reordenamiento ideológico y conceptual de la sociedad del pasado y sus personajes, que se concentra sobre los derechos y la verdad de la subjetividad” (Sarlo 2005: 22). De estos cambios en el campo intelectual, se deriva que no puedan seguirse pensando los textos autobiográficos desde su concepción clásica, pues apuntan a nuevas formas de concebir las relaciones entre mundo, yo y texto, así como también entre representación, subjetividad y escritura.
No es casual, entonces, que buena parte de los textos autobiográficos contemporáneos dinamiten las nociones clásicas de la autobiografía. Hay en ellos, implícitamente, una reflexión crítica sobre la identidad ya no como una esencia, sino como un constructo narrativo. Estos textos parten de una serie de presupuestos contrarios a los de la autobiografía clásica: el sujeto no es monolítico, la vida no posee un telos, la existencia no es coherente, total y lineal, la verdad es inaccesible, el texto no remite a un referente, la intimidad es una máscara, los individuos no son autónomos, sino que se encuentran vinculados a la otredad. Por ello, al leer libros como Una luna de Matín Caparrós, obras como Dicen de mí de Gabriela Wiener, textos como Dietario voluble de Enrique Vila-Matas o las autobiografías múltiples de Sergio Pitol, pareciera que todo el tiempo nos hablan de la imposibilidad actual de la autobiografía. Por ello prefiero hablar de “lo autobiográfico” y no de “la autobiografía” a la hora de analizar textos actuales, pues en ellos la diversidad en la construcción de la subjetividad es evidente.