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Las grietas de Occidente. La palabra y el cuerpo marginal en Los vigilantes, de Diamela Eltit

No sé vivir sin experimentar el castigo de la patria o de la nación o del país.

 El castigo de un territorio que me saca sangre.

Diamela Eltit

Diamela Eltit, Los vigilantes. Santiago: Sudamericana, 1995.

En agosto de 1987 se llevó a cabo en Santiago, en Chile aún sometido por la dictadura pinochetista, un acto literario relevante para la reflexión sobre el lugar social de las escritoras latinoamericanas y cuyo objetivo era observar distintas perspectivas en torno a la escritura de las mujeres en la región, desde una postura tanto estética como política: el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana.

Los objetivos del encuentro eran, de acuerdo con las organizadoras y participantes,[1] suscitar la confluencia de distintas voces de escritoras e intelectuales chilenas y latinoamericanas para plantear problemáticas en torno a la enunciación de un sujeto femenino en la expresión literaria regional, como una extensión del activismo cultural presente en el contexto chileno en tiempos de dictadura.

Diamela Eltit, en su participación titulada “Las aristas del Congreso”, planteaba que el encuentro era la declaración de un lugar diferenciado para el discurso literario femenino:

Inaugurar este espacio, espacio de escritura de mujeres latinoamericanas, implica, desde ya, instalar la opción y la pregunta sobre un grupo sexuado y reconocido en una diferencia activa. Diferencia enclavada sobre un orden periférico y marginal. Periférico, en cuanto al territorio en un transcurso, y marginal, por el lugar que ocupa este grupo sexuado en el territorio literario a examinar (Eltit, 1990: 17).

Eltit reconocía, en principio, el lugar diferenciado de la literatura latinoamericana con respecto al canon del centro, pero también el lugar secundario dado a las mujeres escritoras dentro de las literaturas nacionales de la región, y las animaba a “cursar activamente su diferencia”. Planteaba entonces la necesidad de pensar en la especificidad de las escrituras de mujeres a partir de  sus condiciones de enunciación —su contexto—, para valorar su dimensión como productos culturales en procesos singulares. 

Tal curso activo de la diferencia, esto es, la experiencia de escritura desde una toma de conciencia del peso que el género tiene en la construcción del lenguaje, es esencial en la propuesta narrativa de Eltit. Asimismo, tal conciencia no omite la relevancia de los espacios nacional, social y político para la producción literaria. Desde Lumpérica (1983), su primera novela, en la que los personajes son definidos a partir de la construcción de discursos marginales, pasando por El padre mío (1989), obra que dialoga desde su soporte literario con uno visual, para presentar la experiencia de un personaje socialmente proscrito, o Vaca sagrada (1991), en la que se presenta una reflexión sobre las dinámicas de poder desde lo íntimo, Eltit deja ver una posición ante el lenguaje que considera el lugar de enunciación diferenciado de las mujeres y propone un marco de escritura que impugna el género narrativo, al delimitar un campo de escritura en el que lo sociológico está presente como determinante en la configuración textual.

En Los vigilantes (1995), su quinta novela, Eltit desarrolla una posición crítica ante distintos discursos sociales que operan como autoridad y limitan el espacio social, y presenta una visión del territorio latinoamericano como periferia/margen del orden occidental. Espacio, lenguaje y cuerpo son elementos medulares de la narración, ordenados a partir de tensiones y relaciones sutiles. Lo estético, lo social y lo literario se presentan íntimamente unidos, en consonancia con una propuesta narrativa que considera las energías políticas que el texto puede irradiar.[2] La textualidad surge a partir de una conciencia de las consecuencias que la dictadura militar tuvo en el espacio, los cuerpos y las subjetividades.

No + Fotografía de Lotty Rosenfeld

No + Fotografía de Lotty Rosenfeld

Eltit ha expresado que la gestación de la novela se dio en México mientras ejercía el cargo de agregada cultural de Chile durante el gobierno de Patricio Aylwin. Según sus palabras, experimentó la hostilidad de la Ciudad de México como la hostilidad de las ciudades latinoamericanas en general y esta vivencia del espacio fue el punto de partida para escribir el texto.[3]

La novela gira en torno a dos personajes, una madre y su hijo, simultáneamente aislados y protegidos en su casa de un espacio urbano asediado. Observamos la tensión entre los límites y las potencias de su relación, a partir de la representación de sus corporalidades y de la producción de un discurso en ambos casos altamente singularizado. A partir del desarrollo narrativo de dicha relación se convierte en problemática la idea de plenitud-completud entre madre e hijo y se cuestiona el sentido de la maternidad como afirmación de la vida y la renuncia a la individualidad de la madre en pos del hijo.

La novela está organizada en tres partes («I. Baaam», «II. Amanece» y «III. Brrr»). Este acomodo sirve para contrapuntear las posiciones del hijo y la madre. En la primera y última secciones, que por su brevedad hacen las funciones de introducción y epílogo, el narrador es el hijo. Esta elección es significativa, pues el personaje marca, desde tal posición enunciativa, su diferencia corporal y expresiva respecto del espacio que habita. Un medio adverso del que se protege es representado desde su subjetividad a partir de un lenguaje entrecortado y onomatopéyico, con el que también describe de manera explícita sus sensaciones corporales. En voz del hijo se genera un campo ambiguo entre una posición visionaria (“mamá temblará porque yo le adivino los pensamientos” [12]) y un reflejo defensivo del entorno. El discurso del hijo se produce desde un enclave simbólico y, debido a la particularidad de su lenguaje, de sonoridades anafóricas y aliterativas, su narración logra una cercanía con la expresión poética. El hijo describe su particularidad (“Me meto los dedos en la boca para sacar la palabra que cavila entre los pocos dientes que tengo” [12]) a partir del balbuceo como una forma de expresión vacilante. El lenguaje está entonces relacionado con la vivencia del cuerpo, con su representación textual.

 

 

En la segunda parte de la novela, a partir de la voz narrativa de la madre, el texto se desarrolla de forma epistolar, como un repertorio de las cartas que la mujer envía al padre del hijo. No se incluyen las respuestas, sólo la reconstrucción de la madre, en las cartas propias, de las reacciones del hombre. En el monólogo que se desprende del intercambio, la mujer (sin un nombre propio enunciado hasta el final del texto) emite un discurso sobre sí, sobre su hijo y sobre el espacio, y se autoconstruye en antagonismo con el padre, desplegando una reflexión sobre el cuerpo individual y social, la autoridad, los ejercicios de poder en el territorio íntimo y los límites de la comunidad. Dicho discurso se genera a partir de un lenguaje con el que, lo mismo que en las secciones narradas por el hijo, singulariza de manera radical su cuerpo y define su posición ante el entorno. El padre ausente aparece de forma simbólica como represión, juicio y condena. El padre es, en palabras de la mujer “un legislador corrupto, un policía, un sacerdote absorto, un educador fanático” (34).

Tanto en el discurso de la madre como en el del hijo se perciben las contradicciones y ambigüedades en lo referente a la percepción que tienen uno del otro (“Debes saber que aunque mi cariño hacia tu hijo es ilimitado, algunas veces su mente me fastidia” [29], o bien, “Mamá y yo estamos siempre unidos en la casa. Nos amamos algunas veces con una impresionante armonía” en oposición a “Mamá es una mezquina, de tan mezquina que no me convida ni un poquito de calor” [13]). En un tránsito del rechazo al acercamiento, gradualmente se va abriendo una posibilidad de comunicación y una cercanía primordial entre ambos. La maternidad, como se mencionó antes, no se mira como una renuncia o una proyección de sí en el cuerpo del otro, sino como un proceso que deviene en la observación y paulatino entendimiento de la singularidad del hijo, desde el espanto y la extrañeza hasta el asombro ante sus tonos emocionales. En el proceso que va de la censura de la conducta del niño al reconocimiento de sus atributos, se genera la alianza necesaria entre ambos para enfrentar las circunstancias adversas. Desde la voz de la madre observamos también cómo se va delimitando esa comunicación íntima entre ella y el hijo, fuera de la normativa social: “Es verdad que los lazos entre tu hijo y yo no están pensados como un espectáculo ante extraños, pero en nuestra privacidad alcanzamos momentos esplendentes” [47].

Diamela Eltit. Fotografía Nadia Pérez

A partir de la relación entre madre e hijo —y de la oposición de la mujer con el padre—, la novela despliega un cuestionamiento por el encuadre cultural de Occidente, representado en las relaciones familiares, escolares y comunitarias. Los vecinos, personaje colectivo que se opone a los intereses de los personajes centrales, aparecen como una suerte de emisarios del padre y encarnan el estado posdictatorial. Los vecinos/vigilantes representan al “ciudadano” que introduce como parte de su subjetividad los mecanismos de control estatales o policiales. No hace falta tal vigilancia policial, pues la comunidad funciona como juez y ejecutor de una justicia definida a partir de  preceptos morales; no es necesario el asedio militar, puesto que los habitantes cumplen la función de ojo vigilante por ellos mismos. La ciudad, el espacio público, se presenta como un territorio asediado, un campo de batalla, una zona de despliegue de relaciones de poder. En ese sentido, la novela puede leerse como una alegoría del autoritarismo y de la precariedad que éste genera en los cuerpos que resisten. En la reconstrucción textual de las prácticas autoritarias es relevante la dimensión que adquiere tal personaje colectivo, pues se hace evidente cómo se ha introducido una mirada represora y punitiva sobre la madre y el hijo. Los miembros de la comunidad asumen en la propia conciencia la conciencia del dominador.

Cuando la embestida del exterior se hace más intensa, madre e hijo son tanto aliados como individualidades intentando encontrar un acomodo en el microespacio de la casa, cada vez más acechada por los vecinos. La marginalidad es una huella tanto física como psíquica que los acompaña, pero, a partir de la conciencia de su singularidad, de la particularidad de su relación, enfrentan la violencia del entorno de la que son objeto: “Tu hijo se defiende y le oculta el prodigioso desarrollo de un impresionante juego corporal” [45].

El indicio del orden de pensamiento occidental, a partir del que  se extiende un sistema moral, político y social que funciona como ordenamiento de la realidad está constantemente referido: “Los vecinos proclaman que es indispensable custodiar el destino de Occidente. Dime, ¿ascaso no has pensado que Occidente podría estar en la dirección opuesta?” (58). 

Madre e hijo se oponen a dicho orden, a sus paradigmas económicos y morales; se alían con otros personajes marginales, los “desamparados”, quienes habitan la ciudad desde el daislamiento y el repudio. Esta alianza hará que ellos mismos lleguen a convertirse en parte del grupo desposeído y deban habitar el espacio público desde tal condición.

“He perdido la certeza de saber qué se nombra cuando se nombra el Occidente” (81), escribe la mujer en una de las últimas cartas. En palabras de Julio Ortega, Los vigilantes habla “del sujeto latinoamericano ante la desidentidad del neo-liberalismo; de la política y la ética decidida por el lugar (o falta de lugar) de otro entre los otros. Se trataría, así, del espacio social vaciado por la comunidad desaparecida.” (Ortega, 2009: 50). El tejido social roto pone entonces en juego mecanismos de supervivencia en los que los lazos solidarios se pierden.

El desenlace de la novela transita por la imposibilidad de resistir el cerco, la experiencia del hambre como huella física, las complicidades sufrientes. “Si hubiera alguien con quién compartir nuestros ojos abiertos, desvelados, enrojecidos” (28), sentencia el hijo, ante lo que delimita la posición de su cuerpo y el de su madre fuera de marco, fuera de norma, en un inevitable caos. La lucidez de sus palabras y la videncia de sus cuerpos marginales se manifiestan como posibilidad crítica ante la carencia, ante la comunidad fisurada.

Referencias:

Eltit, Diamela (1990). “Las aristas del congreso”. Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana. Santiago: Cuarto Propio.

Morales T., Leonidas (1997).  «Narración y referentes en Diamela Eltit». Revista Chilena de Literatura (51): 126-127, noviembre.

Ortega, Julio (2009). “El polisistema narrativo de Diamela Eltit”. En Rubí Carreño Bolívar (ed.). Diamela Eltit. Redes locales, redes globales. Madrid: Iberoamericana-Vervuert-Pontificia Universidad Católica de Chile.


[1] El Congreso fue inaugurado el lunes 17 de agosto de 1987 y programó una serie de mesas de discusión sobre crítica literaria y teoría feminista, literatura y patriarcado, estrategias del discurso femenino, poesía y narrativa latinoamericana, además de lecturas de poesía y encuentros con escritoras de diferentes países. Eliana Ortega, Diamela Eltit y Carmen Berenguer figuraron entre las organizadoras y participaron autoras como Lucía Guerra, Ida Vitale, Nelly Richard, Beatriz Sarlo, Sonia Montecino, Josefina Ludmer, Soledad Bianchi, entre otras.

[2] Eltit creó, en la década de 1980, junto con Lotty Rosenfeld, Raúl Zurita, Juan Castillo y Fernando Balcells, el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), con el fin de vincular lo literario con acciones performáticas públicas a partir de muy claras intenciones políticas, además de ligar la práctica de escritura con otras formas de arte público. Una de las acciones paradigmáticas del grupo fue “No +”, que consistió en pintar los muros de Santiago durante 15 noches con la leyenda No +, para que ésta fuera completada y reapropiada por los habitantes de la ciudad, resultando en No + muertos, desaparecidos, represión, violencia, etcétera.

[3] Es significativa la información que aporta la autora en torno al proceso creativo de Los vigilantes: “Es una novela que la pensé muy política, en términos de liberar la diferencia de escritura, la diferencia de sujeto, los órdenes, los lugares sociales, los roles. Quise pasar por varios niveles y llegar sobre todo a la escritura como riesgo y como desalojo […] Los vigilantes es la novela escrita en situación de extranjería en donde morando, pensando desde norte a sur, se me presentaba la ciudad latina en una situación de grandes desigualdades sociales, de agudas divergencias que iban en desmedro de los habitantes más débiles, aquellos que sufrían los efectos del terrible desamparo de las instituciones, de la indiferencia de los nuevos sistemas políticos. La sensación de desprotección urbana —en el interior de una Latinoamérica apenas entrevista— fue recayendo en la novela, desviándose hacia nuevas sensaciones de orfandad y de sojuzgamiento” (Morales, 1997: 105).

Colaboradora invitada

Julieta Gamboa

Maestra en Letras Latinoamericanas y doctora en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Ha publicado textos de crítica literaria en revistas y suplementos culturales como Casa del tiempo,  Armas y Letras, Confabulario, Laberinto, Este país, entre otros. Autora de los poemarios Taxonomía de un cuerpo (Fondo Editorial Tierra Adentro, col. La Ceibita, 2012), Sedimentos (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2016) y El órgano de Corti (Ediciones Digitales Punto de Partida, UNAM, 2018). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2008 a 2010.

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