Cada vez que se habla del ensayo como género se piensa en textos situados ya sea en un suplemento cultural o en una publicación académica, en un libro o en un sitio digital. En cualquier caso, pareciera que siempre están circunscritos a una forma cristalizada e identificable, fuera de la cual comenzamos a explorar territorios extranjeros, ambiguos o que corresponden a otros modos del discurso. Al mismo tiempo, desde hace mucho se habla de cómo los límites genéricos se han roto, ya sea por la pérdida de legitimidad de grandes relatos, la crisis de la representación o el modo en que nuestras maneras de pensar, leer y escribir cambiaron cuando apareció el hipertexto. Sin embargo, los tics aprendidos parecen no abandonarnos, y seguimos intentando pensar tradicionalmente lo que posee ya otras pautas y habita nuevas comarcas.
No quiero decir con esto que no se sigan creando ensayos o que debamos abandonar toda la producción de conocimiento derivada de ese término inventado en el siglo XVI. Pero creo que nos equivocamos al suponer que la actividad intelectual y estética vinculada con la tradición del ensayo no ha sufrido transformaciones radicales que no hemos sabido aún apreciar.
Las disquisiciones en torno a una supuesta “esencia” del género, por más que aún se cuelen en revistas reconocidas, resultan anticuadas (pienso en “El ensayo ensayo” de Luigi Amara publicado en Letras Libres, por ejemplo). Y aunque a algunos les cueste notarlo, no hablamos de lo mismo cuando entramos en contacto con un texto como “Estornudos literarios” de Alfonso Reyes que cuando leemos “Lo que ella ve o de por qué, aunque desearía mantener un digno silencio, opto por gatear” de Cristina Rivera Garza. Cada ensayo no deriva su valor ni sus funciones solamente de la retórica a partir de la cual está construido o de las ideas sostenidas en su argumentación, sino del momento cultural al que se enfrenta. Por eso no es equiparable el valor que tenían los textos lúdicos de Julio Torri (que implicaban disidencia frente al ensayo cívico cultural dominante de su momento), que los escritos, también lúdicos, de Hernán Bravo Varela o José Israel Carranza (quienes, repitiendo la fórmula Torri, se inscriben en un modelo de ensayismo ya consagrado, como lo muestran las becas y los premios que este tipo de escritos suelen hoy día recibir).