El bibliotecario, Giuseppe Arcimboldo

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De qué hablamos cuando hablamos de literatura

 

Empiezo con una noticia de hace algunos años, o más bien con un dato que al haber perdido la inmediatez ha dejado de ser noticia: como muy pocos lectores de aquí saben, pues ya tenemos bastante con los libros que debemos leer y con los libros que nos gusta leer y a los cuales nos dedicamos de manera desinteresada o laboral, el dos de julio del 2013 apareció de forma póstuma la autobiografía de Jenni Rivera, y he de confesar que nunca pensé que alguna vez iba a teclear este nombre. Desde hace varias décadas no es extraño que en el mundo editorial se publiquen este tipo de libros, las autobiografías y biografías autorizadas o no autorizadas de personajes de la farándula inundan las mesas de novedades de librerías, centros comerciales y puestos de periódicos, después pasan a los saldos y acaban sus días en las librerías de viejo, conviviendo con manuales de autoayuda y recetarios de jugoterapia. Lo que llamó mi atención de esta vieja noticia no es el título del libro, ni el epíteto de la cantante (los omito ambos por un dejo de pudor), sino el volumen de ventas alcanzado desde la primera semana de publicación: el libro apareció en inglés y en español, en pasta dura y blanda, además de una “versión exclusiva para Walmart en los dos idiomas” y dos ediciones electrónicas; sin contar estas últimas, se vendieron casi 20 mil ejemplares en menos de cinco días y esto sólo en Estados Unidos, con lo cual se convirtió en el libro de no ficción más vendido en ese país. Desafortunadamente, no hay datos sobre cuántos ejemplares se vendieron en México y otros países de América Latina, ni tampoco sobre la demanda del libro electrónico. Ahora bien, no caeré en el facilismo de confundir volumen de ventas con volumen de lectura, pues sabemos que no todos los libros que se compran se leen, pero también estamos conscientes de que ciertos libros tienden a prestarse más fácilmente que otros, y supongo que esta autobiografía forma parte del grupo de publicaciones que encuentran en el intercambio una más de sus vías de circulación, como las revistas que hojeamos en estéticas y peluquerías o el famoso libro vaquero.

Así pues, supongamos que de esos 20 mil sólo la cuarta parte fueron leídos en su totalidad, olvidémonos de los préstamos, canjes y fotocopias (¿alguien habrá fotocopiado este libro?), y aún nos quedan cinco mil lectores decididos; al comparar esta cifra con el tiraje promedio de una editorial mexicana dedicada a la publicación de “literatura seria”, observaremos que la media es de 1500 ejemplares, conjeturando que todos sean vendidos pero sólo la cuarta parte sean leídos por completo, llegaremos a la cantidad de 350 lecturas. Pero demos un paso más allá y consideremos el promedio de ejemplares que se imprimen de una publicación académica por parte de las editoriales universitarias, en el mejor de los casos las ediciones son de 500 volúmenes, aunque Escalante Gonzalbo señala que en Cambridge y Oxford la cantidad se reduce a 250; quedémonos con nuestros 500 y demos por hecho que sólo la cuarta parte de estos son leídos, que no comprados, para llegar a 125 lectores especializados o en vías de serlo sobre un tema en particular. Este último número representa el 2.5% de los cinco mil lectores de la autobiografía póstuma, una cifra muy pequeña pero de manera alguna nula o insignificante. Estoy consciente de la arbitrariedad del cálculo propuesto, pero lo presento porque sirve para dar una idea de dos aspectos que me interesa destacar aquí: en primer lugar, la lectura no es una actividad que esté desapareciendo, historiadores del libro como Chartier y Darton, teóricos como Jean-Marie Schaeffer y sociólogos como el ya mencionado Escalante Gonzalbo, afirman que en ningún momento anterior se escribieron, editaron y leyeron tantos libros y publicaciones diversas como ahora, lo cual se debe no sólo a los intereses económicos de las industrias culturales, sino también al incremento sostenido en los niveles de alfabetización a escala global. En segundo lugar, los números me permiten señalar la evidente separación entre los intereses de los tipos de lectores, lo cual se debe no sólo a que unos sean “de a pie” y otros “especializados”, sino que también debe considerarse el desplazamiento de la literatura y la cultura en las prioridades de las sociedades actuales.

El bibliotecario, Giuseppe Arcimboldo

En “Los lectores perdidos” Jorge Tellez discute brillantemente muchas de las ideas que se tienen de las publicaciones especializadas en literatura y otro tipo de estudios, y también señala la contraparte, es decir, la serie de prejuicios que desde las academias y demás círculos se esgrimen para descartar ciertas manifestaciones literarias. Esta actitud de elitismo cultural de la que somos conscientes y presas fáciles tiene ya una historia larga; Flaubert, por ejemplo, afirmaba: “No hay, entre la masa y nosotros, ningún vínculo. Tanto peor para la masa, y sobre todo tanto peor para nosotros”. En una de las últimas entrevistas concedidas, Emmanuel Carballo descalificó la obra de ciertos autores tildando sus libros de “facilones, para secretarias que mascan chicle y muchachos que no tienen la menor cultura literaria”. Asimismo, todos conocemos el recelo inicial, y a veces sostenido, con el que se miraban las investigaciones sobre la “literatura oral”. Incluso hoy en día, tal vez en este mismo momento, un proyecto de tesis está siendo rechazado porque el autor en cuestión es demasiado reciente y no ha experimentado la sanción del tiempo. Los ejemplos mencionados dan cuenta de algunos de los prejuicios más comunes en el terreno de los estudios literarios: preferir la “literatura seria” a lo que se considera “literatura de masas” o “subliteratura”, enfocarse en las obras más cercanas a la cultura occidental por encima de otras tradiciones y elegir autores medianamente lejanos en el tiempo para favorecer la distancia crítica. Sin duda alguna hemos escuchado observaciones parecidas a estas, comentarios que no se reducen a una simple sugerencia, sino que establecen pautas a seguir para realizar una investigación sobre literatura, lineamientos de una objetividad en apariencia incuestionable dada su efectividad comprobada en distintas ocasiones.

Paradójicamente, pocas veces la pregunta con la que comenzamos nuestras investigaciones es ¿qué es la literatura?, y no para responderla desde una perspectiva netamente individual, sino inscrita en el contexto de la comunidad interpretativa a la que pertenecemos. Al plantear esta pregunta no se persigue llegar sólo a una definición útil, sino movilizar el conjunto de conocimientos que hemos adquirido sobre la literatura para destacar que no siempre hablamos de lo mismo cuando hablamos de literatura y que muchas veces descartamos las obras en concreto no por sus características, sino por su lejanía del modelo mental de lo literario que nos hemos construido. En un cuento de Raymond Carver, cuyo título parafraseo para nombrar este texto, cuatro personajes discuten sobre lo que es el amor, dos de ellos exponen con mayor profundidad sus propias concepciones y al final los lectores descubrimos que los personajes emplean la misma palabra para designar una gama de emociones asociadas a la locura, la espiritualidad, la costumbre y el deseo físico, entre otros. Podría decirse que sucede lo mismo cuando hablamos de literatura, sin que nadie tenga una definición precisa de lo que es, cada uno de nosotros supone que la literatura o lo literario tiene un conjunto de características ciertamente variables pero en modo alguno imprescindibles. Al revisar las nociones de literatura que aparecen en algunos manuales de introducción a la teoría literaria, caemos en cuenta de que al igual que ciertos tipos de suelo se forman por sedimentación, en las nociones culturales se apilan un conjunto de capas no siempre evidentes, aunque sí presentes al momento de proponer un significado; como lo señala Françoise Perus, todas las nociones tienen una memoria latente que puede manifestarse en el momento menos esperado, y es necesario ser consciente de los significados históricos que han tenido las palabras porque en cada uno de ellos subyace una valoración global que no sólo define al objeto, también da cuenta de su posición dentro de la cultura. Por ejemplo, sabemos que en Occidente una de las acepciones más antiguas de literatura, presente ya en la Institución Oratoria de Quintiliano, se refiere a todas las cosas escritas; la amplitud de lo designado paulatinamente se va acotando y ya en los siglos XVII y XVIII se observa que no es suficiente con que esté escrito, debe presentar una serie de características estéticas que lo hagan perdurable, con lo cual se distingue lo que es literatura de lo que no lo es. De esta manera, la noción de literatura amalgama una vía de transmisión, el documento escrito, con un conjunto de rasgos, el valor estético, que obligan a suponer que lo que no cumple con estos requisitos no es literatura. (Sólo anoto que muy pocos de nosotros consideraríamos literaria la autobiografía antes mencionada aduciendo razones de carácter estético).

De esta manera busco destacar que en la noción de literatura que cada uno de nosotros tiene, y que de ninguna manera es totalmente individual, están depositadas una serie de características y valoraciones que determinan no sólo lo que leemos, sino también la manera en la que lo interpretamos. Como señala Michel Foucault al estudiar la clasificación de los animales del emperador ideada por Borges: “Los códigos fundamentales de una cultura ―los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, las jerarquías de sus prácticas― fijan de antemano para cada hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se reconocerá”. Es decir que la mayoría de las veces, “los códigos perceptivos, valores y jerarquías” han definido de antemano nuestros objetos de interés, el método a través del cual los abordaremos y posiblemente hasta los resultados que buscamos. Por estas razones muy pocos de los que nos dedicamos a la literatura leemos textos ya catalogados como sub o paraliterarios, y en caso de hacerlo no les concedemos la categoría de posibles objetos de estudio.

Casi todos los significados que la palabra literatura ha tenido a lo largo del tiempo pueden rebatirse mediante ejemplos concretos, hoy en día muy pocos se aferran a la idea de que la literatura sólo existe de manera escrita, la literatura oral, la poesía visual, la narrativa multimodal y otras manifestaciones problematizan la identificación de lo literario con lo escrito, además de plantear una serie de retos teóricos sumamente pertinentes. Asimismo, también sabemos que los valores estéticos no son universales inmutables, sino constructos culturales que se modifican a lo largo del tiempo, de tal manera que obras que en determinado momento fueron excluidas del campo literario pueden integrarse posteriormente, y nada asegura que todos “los clásicos” escapen al olvido. Sin embargo, existe una noción fuerte de literatura que en cierta forma rige no sólo nuestros trabajos de investigación, también se hace presente en la manera en que enseñamos literatura; esta noción fuerte pervive pese a que la corriente teórica que le dio origen “ha sido superada” o cuando menos debatida hasta el cansancio. Henri Meschonnic la define como “antigualla estructuralista” y rastrea sus orígenes hasta el “momento triunfal del formalismo estructuralista” en el cual, según este autor, “Barthes desempeñó el papel de flautista de Hamelin”. El problema comenzó con la aceptación inicial de que la literatura era una desviación de la norma común de la lengua, más tarde se matizó el carácter negativo de desviación con el de “uso especial del lenguaje”, con lo cual la categoría abstracta de lengua se empleó como punto de referencia para el estudio de manifestaciones discursivas concretas. De esta manera la literatura fue estudiada en términos de lengua privilegiando las oposiciones binarias adaptadas de la lingüística saussuriana, que redundaron en distinciones como oral/escrito, forma/contenido, poesía/prosa, etcétera. Pese a los trabajos de Jakobson y Benveniste, que señalaron algunas de estas inconsecuencias, se estableció una equivalencia entre lengua, texto, enunciado y discurso, con lo cual cualquier tipo de manifestación escrita podía analizarse estructuralmente en una especie de uniformidad que aceptó tácitamente que la literatura era un uso especial del lenguaje. Para Jean-Marie Schaeffer esta concepción de lo literario conduce “a separar la literatura de la vida. A separarla en beneficio de ʻtextosʼ o enunciados no literarios. Según esta concepción, la literatura no forma parte de la vida. De tal suerte que esta concepción del discurso participa de una deculturación orientada, que agrava la diferencia entre cultos e incultos. Por significar a estos últimos que la literatura no es para ellos”.

Décimas Acrósticas de Marina Navarro

Si identificamos la literatura con “uso desviado o especial del lenguaje”, o con alguna adaptación de esta idea, todas aquellas manifestaciones discursivas que desde nuestra perspectiva no cumplan con este rasgo serán obviadas, además de que se reafirmará la ajenidad de la literatura. Asimismo, cuando nos valemos sólo de métodos de análisis que se desprenden del estructuralismo para explicar cómo está construido “el texto literario”, hacemos a un lado las implicaciones vivenciales que la experiencia de lectura deja en cada uno de nosotros. En relación con la enseñanza de la literatura, Schaeffer señala que en la escuela se privilegia la “vía analítica” de la lectura que pasa por encima de “la materialidad sonora de los textos” para arribar a una rápida categorización de lo leído, en la cual se infiere un mensaje, a veces moraleja, perfectamente delimitado. Para este filósofo, la vía analítica de lectura cumple una función dentro de la enseñanza, pero se vuelve un problema cuando se convierte en la única manera de leer, y añade que “la lectura no necesita estar ʻpuesta en relación con la vidaʼ, es un momento de la vida, una experiencia tan real como cualquier otra”. Este “desplazamiento mental” de ninguna manera implica una “evasión de la realidad”, por el contrario: “leer nos introduce en lo real” al permitirnos la experiencia virtual de incontables vidas posibles. Trayendo el concepto bajtiniano de extraposición, podríamos añadir que este tipo de lectura no se basa en la identificación del lector con lo que lee, sino en el reconocimiento de que la obra es un otro, una totalidad abierta a nuestra comprensión creativa.

Bibliografía

Bajtín, Mijail. Estética de la creación verbal. Trad. Tatiana Bubnova. México, Siglo XXI, 1982.

Escalante Gonzalbo, Fernando. A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública. México, El Colegio de México, 2007.

Foucault, Michel. Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Trad. Elsa Frost. México, Siglo XXI, 2010.

Meschonnic, Henri. “Qué entiende usted por oralidad”. Francoise Perus. La historia en la ficción y la ficción en la historia. México, UNAM, 2009, pp. 279-308.

Schaeffer, Jean-Marie. Pequeña ecología de los estudios literarios. ¿Por qué y cómo estudiar literatura? Trad. Laura Fólica. México, FCE, 2013.

Tellez, Jorge. “Los lectores perdidos”. Letras libres (agosto de 2014) (Fecha de consulta 02/02/21).

Acerca del autor

Armando Octavio Velázquez Soto

Profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Doctor en Letras por la UNAM. Es profesor en las áreas de teoría de la literatura y literatura iberoamericana (colonial y contemporánea)… 

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