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El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona o las metamorfosis del duelo

El animal sobre la piedra es el testimonio que resulta de la metamorfosis de Irma, la protagonista del relato, en reptil. Tras la pérdida de su madre, es decir, durante el trabajo de duelo, todo, incluso su propia humanidad, se tambalea. A continuación, se revisará la estrecha relación que existe entre los cambios que experimenta Irma y el complejo proceso de duelo que lleva a cabo la protagonista, lo cual nos permitirá acercarnos a las intrincadas formas en que el personaje lleva a cabo la búsqueda de su madre y la forma en que insiste la falta.

De acuerdo con la acepción más ampliamente aprobada de duelo, es decir, la de Sigmund Freud, “el duelo es […] la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.”1 y destaca la importancia de ubicar no sólo a quién pierde el doliente, sino también lo que de él pierde. Ante esta última puntualización, cobra sentido también la posición que propone Judith Butler frente al duelo en su libro Vidas precarias: “Un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre”.2 Este vínculo explícito que se establece entre la pérdida de un ser querido y el cambio que experimenta la persona doliente son presupuestos básicos para analizar los alcances del duelo. Sin embargo,   más allá de las distintas fases y tipologías ampliamente aceptadas en las que se han clasificado los procesos de duelo, ha de considerarse también —y, quizá, sobre todo— el carácter profundamente singular que se pone en juego ante una pérdida y, por tanto, las particularidades del duelo que cada persona vive. La pérdida de un ser querido perturba de tal manera la subjetividad del doliente y la forma en que éste sostiene su escenario del mundo, que el doliente habrá de hacer uso de todos sus recursos para rearmar su imagen del mundo y de sí mismo. Es este principio, más cercano a los postulados de Jacques Lacan, el que me permitirá seguir el recorrido de Irma en su trabajo de duelo y mostrar que, en ese proceso, se establece una búsqueda por la madre de la cual incluso la transformación cobra sentido.

Desde la propuesta del psicoanalista francés en “El estadio del espejo…”, se refiere que cuando la madre —o la persona que ejerce la función materna—3 lleva al bebé de 6-8 meses ante el espejo, se suscita un jubiloso espectáculo en el que el lactante, aunque todavía no tiene dominio de la marcha ni de la postura de pie y a pesar del estorbo del sostén humano, supera con emoción las trabas de tales apoyos y se inclina para lograr un acercamiento a ese espejo que, gracias a la indicación de la madre, le devuelve un cuerpo íntegro, distinto a ese que el lactante vive de manera fragmentada.4 Es el momento de la historia del sujeto en el que se forma el yo simbólico, ese je que, mediado por la palabra,5  humaniza a la persona, ahora sujeta a lo que recibe de fuera, del exterior, del Otro. De manera sumamente sintética, podría decirse que es la madre quien funciona como agente en la configuración de todo sujeto, por lo cual, su pérdida puede acarrear también — como se verá en El animal sobre la piedra— la pérdida de esa imagen constitutiva, íntegra y humana que se adquirió en una temprana etapa de la vida.

El animal sobre la piedra se publicó por primera vez en 2008 en editorial Almadía y en Argentina en editorial Entropía en 2011. El carácter extraño de los acontecimientos que se relatan en el libro suele orientar la discusión sobre la novela hacia cuestiones referentes a la pertinencia de considerarla o no como literatura fantástica o dentro de alguna otra categoría que permita ubicar el plano de la realidad en el que se desplaza la narración. En ese sentido, parece acertada, en un primer momento la consideración de Carmen Alemany que propone una categoría distinta, la de la “narrativa de lo inusual”.6 Sin embargo, y aunque no se pretende ahondar en ese debate ni abonar a propuestas en esa dirección, tal vez este análisis en función del duelo en la novela pueda invitar a seguir buscando categorías nuevas más apropiadas o, quizás, a dejar de buscarlas. A partir de esta propuesta de lectura, se verá cómo, tras la pérdida de su madre, Irma inicia una búsqueda, por todas las vías posibles, para recuperar a quien ha perdido, para resarcir ese vacío insoportable. Este procedimiento resulta no sólo nada inusual, sino también característicamente humano.

La carta de presentación del texto, como cualquier obra literaria, es el título. En El animal sobre la piedra se presenta una figura indeterminada identificada dentro de esa amplia categoría que es lo animal y se le ubica posada sobre otra figura: la piedra. Aunque en principio parece una escena habitual del ámbito silvestre, se trata de una imagen que cifra el conflicto entero de la novela, pues ante la transformación de la madre de Irma en un “cuerpo endurecido” (p. 12), Irma se vuelve “una mujer pero de otra especie” (p. 60) que no cesa de revivir la pérdida.

Cuando en las primeras páginas se refiere la muerte de la madre de Irma, se lee:

El rostro de mi madre al morir no era ya un rostro. Los pómulos estaban hundidos en la carne, el óvalo de la cara se había desparramado coronando su cuerpo endurecido. La boca de mi madre era una tajada en la piel verdosa. Antes de la cremación, le di un beso en la frente. Han pasado semanas y esta imagen no pierde su espantosa nitidez. (p. 12)

La transformación de Irma comienza a percibirse de inmediato: “No quiero estar en mi cuerpo, me pesan las manos como las garras maltratadas de un animal ante el esfuerzo de buscar alimento […] Los cambios en mi organismo ya comenzaron” (p. 13). Irma buscará, a lo largo de toda la obra, la manera de reencontrar a su madre y de recuperar aquello que perdió con ella. Más adelante en el texto se puede encontrar una imagen que reproduce la escena del título y que, a la luz del episodio de la madre, adquiere mayor fuerza:

Quiero subirme a una piedra de la playa, deseo quedarme allí hasta que me falte el agua. Voy. Me monto en la piedra porque es ya lo único que anhelo, me acomodo, entiendo que éste será mi sitio a partir de ahora. (p. 45)

Habrá que volver al tema del título cuando se haya revisado con mayor profundidad el proceso de duelo por el que transita la protagonista.

Las palabras con las que da inicio El animal sobre la piedra son las siguientes: “Mi casa fue el territorio de un suceso extraordinario”. La declaración se refiere, en principio y de manera más inmediata, a la visita de un gato que, poco después de la muerte de la madre de Irma, entra confianzudamente a su casa para orinar bajo su cama, apoderarse temporalmente de su cuarto y emitir un maullido como de gato en celo (p. 11). El capítulo se llama “Anunciación”, lo cual establece una relación con la tradición cristiana y remite al momento en que la Virgen María es informada por un ángel de que habrá de tener un hijo. Si bien Tarazona no reproduce la solemnidad del episodio al que hace referencia, el carácter religioso no es azaroso ni gratuito. Responde, en primer lugar, a la magnitud de la experiencia que Irma acaba de vivir y que sintetiza en una de sus reflexiones antes de dejar su casa: “Entonces, una mano tomó otra mano. Mi boca besó su frente. No puedo rendirme. Muerte y transfiguración: la mano de la joven en la frente de una mujer muerta. Mi madre, la invencible, murió. Los dioses mueren” (p. 17). En segundo lugar, el gato —o más bien gata— se convierte en una versión animalizada del ángel Gabriel que irrumpe en casa de Irma e implanta, desde el comienzo de la narración, la expectativa de la maternidad, tema que no reaparecerá hasta ya avanzada la novela. Por último, gracias al carácter religioso de este episodio, lo extraordinario quedará enmarcado ya no por lo fantástico, sino por una relación más bien mítica con lo divino. Las transformaciones de Irma son vividas con sorpresa, sí, pero ninguna mayor que aquella con la que vivió la muerte de su madre.

El primer momento en que se pronuncia el tema es inmediatamente después de mencionar el suceso extraordinario, y se hace para establecer una cronología que permita ubicar la muerte de la madre como un evento previo a “la anunciación”. Más adelante, en un fragmento ya reproducido, la narradora registra la dificultad que tiene para dormir, el estado de intranquilidad frecuente en el que vive y, particularmente, la imagen de su madre que insiste:

El rostro de mi madre al morir no era ya un rostro. Los pómulos estaban hundidos en la carne, el óvalo de la cara se había desparramado coronando su cuerpo endurecido. La boca de mi madre era una tajada en la piel verdosa. Antes de su cremación, le di un beso en la frente. Han pasado semanas y esta imagen no pierde su espantosa nitidez. (p. 12)

La imagen de la madre despojada de su carácter humano, la insistencia con la que se le presenta, la empuja a asumir una pérdida que Irma no parece estar lista para aceptar. Esa insistencia, por el contrario, la confronta con la muerte y es pues la que la orilla a huir; incluso Irma parece tener esto muy claro: “Me salvaré. La fuerza que impulsa mi viaje es opuesta a la muerte. Escapo para alejarme de la pérdida” (p. 13). Sin embargo, el impulso de huir no es la única consecuencia de esa confrontación. Apenas unas líneas más adelante en la historia, la pérdida comienza a tener nuevos alcances: “Esta tarde escuché dentro de mí una voz que no era la mía. Estoy entregando mi pensamiento a alguien que me habla, pero cuyo rostro no concibo” (p. 13). Aparece así, ya no sólo la renuencia a aceptar la pérdida de la madre, sino también, la pérdida de la imagen con la que su madre la invistió en aquel momento fundacional de su constitución como sujeto; Irma comienza a perder la fisonomía humana, incluso el rostro, y tras esto declara: “Los cambios en mi organismo ya comenzaron” (p. 13).

Así comienzan los cambios y de a poco gana lugar esa otra imagen que Irma preserva: la que cree que su madre tenía de ella. Gradualmente, aunque sin mayores dificultades, la protagonista se adapta a la imagen del reptil puesto que le permite mantener “viva” la presencia de su madre. Es decir, al perder la imagen con que su madre la invistió, Irma busca perpetuar, al menos, la imagen que cree que su madre tenía de ella para, de alguna manera, mantener cierta cercanía con ella. La transformación en reptil, por tanto, no es casual, sino que responde a la forma en que Irma cree que su madre la miraba, desde la extrañeza. La mutación es, así, un primer esfuerzo de Irma por mantener, a través de su propia imagen, la presencia de su madre. Una forma de negar la pérdida, o mejor, de eludirla.

La transformación tiene además otro efecto que, de alguna manera, permite que Irma acepte con cierta serenidad las transformaciones que experimenta y es que, al convertirse en reptil, las líneas de filiación que la vinculan con su hermana y con su madre se hacen explícitas. Irma se percata de que todas ellas pertenecen a una clase animal —clase en el sentido taxonómico— directamente emparentada con la de las otras. Así, su hermana aparece como un ave cuyo vuelo resultó en caída:

Después de la caída el mundo fue negro como lo imaginaba. Mercedes abrió un ojo, pero no vio. Sintió el cuerpo perdiendo peso, se aligeraron sus huesos —debe haber sonreído, sabiéndose a punto de morir. En el deleite de las nuevas sensaciones, escuchó sonidos que no pudo identificar, oyó que tiraban de ella: era el magnetismo del aire que circundaba su cuerpo desanimado. (p. 21)

Su hermana, además, “crio dentro de sí misma aves que le rompieron las vísceras a picotazos. Así me lo dijo” (p. 21), lo cual tiende un primer puente hacia el tema del huevo que aparecerá más adelante en la novela.

En cuanto a su madre, aunque de manera menos evidente, también se la puede ubicar dentro de otro tipo de animales vertebrados: los peces, animales a partir de los cuales evolucionaron tanto los reptiles como las aves. La semejanza de su madre con los peces se manifiesta, precisamente, en el momento de su muerte: “Se había perdido el agua y morían los peces: mi madre tragaba bocanadas de aire y movía la boca con lentitud. Deseó la exhalación que no podía concretar hacía meses, quería morir respirando” (p. 38).

Así, la imagen que Irma comienza a adquirir le permite establecer, tal vez recuperar, un lazo familiar sólido e ineludible que mucho más adelante en la narración se volverá explícito:

La tormenta me enseñó el sentido de mis mutaciones […] Además del azar, o de las condiciones que no he sido capaz de prever, en la mutación que vivo interviene mi origen. Mi madre y mi hermana presentaron los mismos síntomas. Soy de aquella estirpe, aunque he logrado la fuga. Estoy viva. Alcanzaré la consagración por mis actos. Por eso estoy embarazada, quiero procurar la descendencia, reproducirme.  (p. 120)

Se trata, por tanto, de una familia unida por la extrañeza y es precisamente a partir de esa extrañeza que Irma consigue cierto grado de reencuentro con ella. Y será sólo en cierto grado, porque no le resulta suficiente para paliar la pérdida, el vacío que aún la atraviesa, de tal suerte que irá más lejos en su intento por acercarse a su madre y buscará una condición semejante a la de ella: la condición de madre.

A pesar de la transformación, a pesar de lo que se ha identificado como la pérdida de la fisonomía humana, Irma preserva su identificación con la madre y logra la fecundación a través de un testigo-compañero pasajero que por cuestiones de tiempo no se analizará a fondo en esta ocasión, aunque no deja de llamar la atención su función reproductiva y la presencia constante del oso hormiguero —ese animal de trompa muy larga— a su lado. Cuando se da cuenta de que dentro de ella se desarrolla un huevo y, más aún, cuando le informan que será niña, Irma cree haber hallado la forma de recuperar a su madre, de burlar su ausencia: “Escuché la voz de nueva cuenta, la voz me reveló que tendría una hija y así será” (p. 144). A través de la maternidad, al ser madre de una niña como lo fue su madre de ella, Irma pretende acercarse a su madre mediante la identificación que le brinda la maternidad. Esto se refuerza nuevamente cuando afirma:

creo que desea nacer en el agua. La imagino: ella tiene branquias, después la convierto en ave; ella, como yo, es todas las bestias de la creación, sus cambios suman la historia animal. Mi hija es una anfibia porque cuando me meto a bañar se estremece. (p. 145)

La hija que Irma espera le permitirá, bajo esta lógica, perpetuar su linaje. En tanto anfibia, su hija perpetuará por un lado la clase de los peces y, por otro, la de los reptiles, es decir, la de la madre de Irma, y la de Irma misma. La cercanía es tal, que la hija sería el lugar en el que podrían coincidir una y otra. Sin embargo, la muerte insiste, el vacío no desaparece:

Bajo mi cama encontré el huevo. El cascarón se sentía caliente y su blancura no había variado, lo hallé sobre el suelo, encima de una cobija doblada. En secreto le agradecí a la enfermera porque había cuidado de él con sus manos suaves, como si fuera suyo. / Cuando lo tomé entre las manos descubrí que estaba vacío. (p. 170)

En su proceso de duelo, Irma trata de huir de la ausencia, del vacío. Busca por todos los medios una identificación que le permita reencontrarse con su madre, busca poner un huevo, tal vez con la expectativa de renacerla, pero la pérdida es irreparable. Tanto en la realidad cruda e insoportable de la que huye al principio de la novela como después, tras todo ese rodeo por el que ha intentado eludir la falta, en la realidad que ella experimenta también el vacío permanece. La pérdida termina por ocupar su lugar en el huevo y, por esa vía, aparece la innegable presencia de la falta. Sólo resta añadir que en la edición más reciente de El animal sobre la piedra, en la colección De Nuevo, de Almadía, se ha añadido un epílogo y una cuarta de forros escritos por Daniela Tarazona. En esta última se señala:

El animal sobre la piedra o La fábula del huevo son la misma novela. Tuve estos títulos y decidí que el primero era más enigmático y quizá lírico, porque el segundo podría relacionarse con algún episodio en la cocina, a la hora del desayuno.

Tal vez ahora, tras haber revisado el largo recorrido que sigue la protagonista en su trabajo de duelo y en concordancia con los complementos de la más reciente edición del libro, valga la pena volver a la imagen del título y así captar, con plenitud, cuán desgarradora es la imagen de ese ser que, en el afán de acercarse a su madre, se convierte en animal y permanece, inamovible, sobre ese cuerpo inerte, por si acaso llegara a despertar.iedra de Daniela Tarazona”, Romance Notes. 2016, núm. 56 (1), p. 132.

Bibliografía

Alemany, C. “Narrar lo inusual: Bestiaria vida de Cecilia Eudave y El animal sobre la piedra de Daniela Tarazona”, Romance Notes. 2016, núm. 56 (1), pp. 131-141.

Butler, J. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006.

Freud, S. “Duelo y melancolía” en Obras Completas, Tomo XIV, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979.

Lacan, J. “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos. Trad. de Tomás Segovia, vol. I, Siglo XXI, México, 1972, pp. 86-93.

———. “Análisis y verdad o el cierre del inconsciente” en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. El Seminario. Libro 11 (1963 -1964). Trad. de Juan Luis Delmont-Mauri y Julieta Sucre, Paidós, Buenos Aires, 1992, pp. 142-154.

Colaboradora invitada

Ana Negri

Es escritora, editora y doctora en Estudios Hispánicos por McGill University, Montreal. Fue becaria del proyecto de investigación de Poesía del exilio español de El Colegio de México. Trabajó en Conaculta como editora y coordinadora de la colección Cartografías, coeditada con Editorial Almadía. Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca en la categoría de Novela en la generación 2017-2018. Ha colaborado con ensayos, crónicas y relatos en publicaciones de España, México y Estados Unidos. Recientemente editó Cuerpo contra cuerpo, de Margo Glantz (Sexto Piso, 2020) y Por los pueblos serranos, de Ada María Elflein (UNAM, 2021). Los eufemismos es su primera novela, publicada en Chile (Los Libros de la Mujer Rota) en 2020, en México (Ediciones Antílope) en 2021 y próximamente en Francia (Éditions Globe). Actualmente vive de dar clases de literatura y de su trabajo como editora independiente.

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Notas al pie:

  1. Freud, S. “Duelo y melancolía” en Obras Completas, Tomo XIV, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1979, p. 241.
  2. Butler, J. Vida precaria: el poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 47.
  3. En adelante, la referencia a la madre como agente de la formación de un sujeto implicará siempre esta equivalencia con la persona que ejerce la función materna.
  4. Lacan, J., “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos. Trad. de Tomás Segovia, vol. I, Siglo XXI, México, 1972, pp. 86-93.
  5. En contraposición al sentido común y las corrientes psicológicas y filosóficas modernas, Lacan postula la escisión del yo en yo (je) simbólico y yo (moi) imaginario que resume con la frase “el yo (je) que enuncia, el yo (je) de la enunciación, no es el mismo que el yo (je) del enunciado, es decir, el shifter que lo designa en el enunciado”. Lacan, J., “Análisis y verdad o el cierre del inconsciente” en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. El Seminario. Libro 11 (1963 -1964). Trad. de Juan Luis Delmont-Mauri y Julieta Sucre, Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 145. De manera muy sucinta, podría decirse que el yo simbólico es el que está mediado por la palabra, mientras el yo imaginario estaría compuesto por el aparato perceptual, el que capta el mundo, los objetos.
  6. Alemany, C. “Narrar lo inusual: Bestiaria vida de Cecilia Eudave y El animal sobre la piedra de Daniela Tarazona”, Romance Notes. 2016, núm. 56 (1), p. 132.