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Las puertas que no deben abrirse. La cola de la serpiente, de Leonardo Padura

 

Leonardo Padura. La cola de la serpiente. Barcelona: Tusquets, 2011, 185 pp.

 

Las puertas que no deben abrirse. La cola de la serpiente de Leonardo Padura

Sobre una calle solitaria en el Barrio Chino, un auto blanco escapa de la policía y de sus perseguidores. No llega lejos. Antes de alcanzar la siguiente calle, los disparos detienen la marcha del vehículo, y los gritos del copiloto adelantan la tragedia y la desgracia. Una que pudo evitarse si el detective no hubiera resuelto el caso y si no hubiera logrado sobreponerse al laberinto de mentiras y omisiones que entorpecían cada una de sus investigaciones. En primera instancia, esta “vuelta de tuerca”, articulada en el filme Chinatown de 1974, pareciera jugar con las convenciones del relato policial, con los artificios y las estructuras construidas a través de páginas, pantallas y de lectores; sin embargo, con una mirada más atenta, es posible entender que la maestría de Chinatown estriba, por el contrario, en mostrar sin concesiones una característica sumamente habitual dentro del mismo género: la condición extraña y extranjera del detective. Como cimiento estructural, la no-pertenencia del personaje principal (materializada en el “estar siempre afuera” e ir “siempre ir a la zaga”) facilita la empatía del lector con el detective, al establecer la aparente igualdad entre dos gemelos con ecos baudelerianos, quienes reciben al mismo tiempo los indicios administrados a cuenta gotas por el narrador; sin embargo, como vestigio y modo de exploración social, esta no-pertenencia (gesticulada en el desconocimiento de las vidas, los espacios y las prácticas que se deben investigar) revela el cariz moral que tiene cada empresa realizada, y convierte la resolución del crimen en un hecho primordialmente público. Aventuremos una hipótesis sobre el género: el cinismo, la violencia, la agresiva vitalidad del detective tiene como base el hecho de que, como en Chinatown, pocas veces el personaje y el lector pueden tener la certeza de estar ayudando o evitando un crimen.

Por este motivo, sin preámbulos, con la naturalidad que contrasta con el hartazgo de Mario Conde, el narrador expone dos características del asesinato que condicionan el desarrollo de la trama: la primera, que el anciano chino, ahorcado junto a su perro, tiene grabado un símbolo desconocido en la piel; el segundo, que el interés amoroso del detective, la teniente Patricia Chion (perteneciente a la comunidad china en Cuba), le encomienda resolver el caso. La tensión entre estos dos elementos pone en juego la construcción misma del detective, puesto que, por un lado, el crimen se relaciona con un lenguaje que sólo los iniciados pueden leer (y que dejan a Conde en un estado de perpetua extranjería), y, por el otro, el detective es ligado al crimen por medio de una lealtad aparente hacia un grupo del que no forma parte. El continuo cruce de estas barreras, entre el estar dentro y el estar fuera, articula el sentido ético del libro, en cuyo trasfondo se debate la noción misma de justicia. 

En este punto, el Barrio chino, como problematización de su propia particularidad, expone los espacios cuyas normas, lenguajes y pactos van más allá de los que el detective, por su propia iniciativa, puede conocer. Asimismo, la resolución del crimen responde a la imperiosa necesidad de convertir el asesinato anónimo en un duelo colectivo, para así devolver la identidad a un cuerpo (y una cultura) hasta entonces nulificada por los aparatos de Estado. Al tratar de descifrar el crimen, de darle una respuesta lógica al horror, Mario Conde se encuentra con fronteras que se van replicando hacia dentro y que lo convierten, inexorablemente, en un intruso que va detrás de los códigos de conducta que todos conocen, menos él. Sin embargo, la tragedia del detective no sólo es que tenga que recurrir a diferentes estratagemas para eludir las barreras creadas por la comunidad china a través de las generaciones, sino que, tras vencerlas, el detective comprenda que esas barreras tenían una finalidad legítima: protegerse de la violencia que los había guetificado. Así, la paradoja expuesta al inicio de este trabajo se convierte en un leitmotiv recurrente en la novela, puesto que, frente a la incertidumbre de estar sentenciando o salvando a un inocente, el protagonista descubre que la distancia entre ser el héroe o el verdugo es peligrosamente mínima. Incapaz de asegurar el sentido moral de su empresa, Mario Conde duda, quiere volver sus pasos; no obstante, estas contradicciones lo hacen exponer su propia culpabilidad, como agente del orden, es decir, de un caos sistematizado. Al respecto el narrador señala:

Por esta razón también quería volver a conversar con la teniente, pues necesitaba advertirle de aquella premonición y recordarle la existencia de puertas que es mejor no tocar, y, por supuesto, no volver a abrir nunca más (46).

 

El crimen y el desarrollo económico de los pueblos

Al hablar sobre la violencia normalizada, es preciso señalar que la discriminación tiene una función precisa y eficiente en la sociedad: activar las barreras que los extranjeros encontrarán materializadas en otras formas de violencia. De esta manera, el racismo y la discriminación no solamente activan las distancias del dentro/fuera, sino que también funcionan como un filtro y un recordatorio sistemático de la otredad. Venidos de una tierra lejana, con la promesa de un futuro benigno y paulatinamente varados por generaciones en una isla en el Caribe, los inmigrantes chinos de La cola de la serpiente evidencian la violencia metódica de una sociedad que los necesita tanto como los rechaza; por este motivo, el asesinato de uno de ellos y la investigación de una autoridad otra pone en relieve los distintos poderes que se mueven dentro de un mismo espacio, con la consecuente lucha de potestades, lealtades y filias que estos poderes activan. A pesar de su clara intención de denuncia, la novela va más allá de la simple enunciación matemática del sufrimiento, e intenta resolver, de manera ficcional, esa violencia. En este caso, La cola de la serpiente plantea la posibilidad del encuentro, aunque para ello sea necesario abrir esas puertas y ataúdes que debieron permanecer cerrados. El primer ejemplo de esta búsqueda, se ve representada en el propio proceso del detective, quien no sólo encuentra otro orden dentro del caos sistemático, sino que construye una imagen más real y humana de los chinos, anteriormente medidos a través de los estereotipos y del racismo interiorizado. En las páginas leemos:

Otra vez [Mario Conde] se asombró por todo cuanto no sabía sobre aquellos hombres que habían envejecido entre esos callejones sórdidos y malolientes donde alguna vez había palpitado uno de los barrios de chinos más poblados de todo Occidente, y sintió lástima del brutal desarraigo al cual se vieron sometidos aquellos infelices. […] La única salvación para aquellos males había sido sostener una cultura de gueto, y contestar el desprecio con silencio, a la burla con sonrisa, al grito con hermetismo, y envolverse en una filosofía de apariencia apacible que, cuando menos, ayudaba a soportar la vida (104).

En este caso, el descenso al interior del crimen representa el descenso al interior del sufrimiento ajeno, al encuentro con las historias y los secretos que han cimentado los compromisos y los símbolos de una comunidad. Y por este motivo, la resolución del crimen no puede dejar a nadie indemne, incluso a los inocentes. Hay ocasiones en las que es necesario no abrir algunas puertas, se repite Conde como un mantra que lo salve ante una labor ingrata, hay ocasiones en las que las puertas que se han cerrado no deberían volver a abrirse, se repite mientras profana tumbas, bebe hasta perder la inconsciencia o se recupera de los golpes dados por la espalda. Y, sin embargo, si el personaje principal tiene un crecimiento individual que deshace los mitos y los estereotipos que pesan sobre una cultura milenaria, también es cierto que la novela se replantea las nociones de pertenencia a un grupo, la idea de la tradición como destino y problematiza cómo estas ideas tejen también las diferencias, las distancias y la imposibilidad de un encuentro. Es decir, las lealtades más allá del orden que defiende Conde también son puestas a prueba y son problematizadas a través de las contradicciones de sus detentores, como es el caso de Patricia Chion. Si bien la teniente Patricia Chion personifica la simbiosis entre Cuba y China, también es cierto que sus dudas y titubeos hacen posible la problematización que sería imposible articular en alguno de los polos encontrados. Asimismo, su injerencia advierte al detective que el desarrollo económico de los pueblos, nunca ha estado desligado de la explotación de unos cuantos. 

Leonardo Padura. Foto: Diana Rojas

Ahora bien, en este punto del texto, resulta indispensable señalar que, a pesar de su importancia en el desarrollo de la obra (aún más, en las discusiones en torno a la identidad y la pertenencia a una comunidad), con el paso de las páginas, la teniente Chion queda atrapada en los estereotipos de género que diluyen su peso argumentativo y, finalmente, la convierten en un remedo de los deseos del protagonista, como se observa en la reiterada sexualización que el narrador hace de ella. Contradictoriamente, si la obra busca problematizar y denunciar los estereotipos dañinos que violentan a un grupo de personas, esta misma obra utiliza estereotipos igualmente violentos para referirse a otra población igualmente violentada, como es el caso de las mujeres a lo largo y ancho del mundo.

Para cerrar este texto, regresemos al entramado estructural del libro. Líneas arriba escribí que, en la novela, la resolución del crimen estaba ligada a un asunto ético: regresar la identidad a los cuerpos anónimos y colocar su dolor en el espacio público. En este sentido, al resolver el crimen, Mario Conde saca del gueto un cuerpo invisibilizado y, con ello, las historias que habían quedado silenciadas por la violencia institucionalizada. El hecho no es menor, puesto que, al hacer que el crimen les competa a todos, y no sólo a la comunidad china en la Habana, el detective supera las barreras internas y externas para encontrar una culpa y una justicia compartida. Otro mundo es posible, parece adelantar la obra, otra forma de socializar la muerte y la justicia puede darse, aunque para ello se tengan que replantear las lealtades forjadas con los años, para que las puertas que no debieron ser abiertas no vuelvan a cerrarse. 

Acerca del autor

Edivaldo González Ramírez

Doctorando en el Posgrado de Estudios Latinoamericanos de la UNAM. Es maestro en Letras (Letras Latinoamericanas) y Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la misma institución. 

 

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