HFV: En Anfiteatro propones una veta apartada de los lugares comunes del relato noir mexicano actual (narcocultura, corrupción política, desigualdad social, amarillismo periodístico) para construir una historia sobre el circuito artístico europeo, las pugnas entre escritores ficticios, sus mafias y sus rencores, como habías hecho en Sick & McFarland. Una novela pretenciosa (2016, Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo), coescrita con Alfonso Nava. ¿Cómo has experimentado el proceso de sacar estas dos novelas de los límites geográficos, tan arraigados a la narrativa mexicana?
AA: Plantear una historia que suceda fuera de mi contexto es una estrategia para estimular la imaginación; no se trata de un acto político o un gesto de desdén por mi realidad circundante sino de un simple ejercicio de estilo para construir una narración atractiva. En Sick & McFarland, por ejemplo, fue un juego planteado por mi colega Alfonso Nava, a cuyo personaje Douglas McFarland —un exitoso y prolífico escritor dublinés— opuse la figura de John Bernard Sick —un amargado escritor londinense sin obra—. Los debates entre ellos podrían ir de lo literario a la situación política de su región, de las discusiones sobre el éxito y el fracaso en todos los órdenes a la escritura de una inaprehensible novela onírica, cima de la literatura universal. Concebir un personaje muy alejado de mi realidad inmediata significó un desafío, sobre todo para un narrador principiante como era entonces —un desafío que me he impuesto también en otros libros—. Ese alejamiento de mi contexto lo concibo como una forma alternativa de la literatura fantástica, una manera de esbozar un mundo y unos seres hasta cierto punto desconocidos, aunque verosímiles, mediante el uso de unas cuantas referencias. En este caso, debía ser consecuente con el proyecto que nos habíamos planteado: explorar desde varios registros —el debate epistolar, la narración clásica, la cuarta de forros, el artículo o el juego de mesa— la vida y la obra de esos falsos escritores antagónicos y sustentados en una cultura medianamente distinta a la nuestra.
En el caso de Anfiteatro, el proceso fue relativamente similar, comenzó con una idea que al final se convirtió en el centro de la novela: la exposición en el Centre Pompidou de una serie de cuadros en blanco amparados en un título sugerente, obra de un artista conceptual cuya identidad se mantiene oculta. Esa fue la primera premisa. La siguiente fue conocer quién era ese artista que se escabullía como un guerrillero y tratar de descifrar sus intenciones mediante testimonios de personajes extravagantes diseminados por la geografía europea. Me atrajo la idea de concebir a cada uno de esos personajes en un momento y un lugar precisos, sustentados en una cultura local y diversa. Más tarde, todo eso vino a montarse en una novela negra ambientada en Viena. Y esa elección va por la misma vía: muchas de esas viejas ciudades europeas guardan para mí un carácter más literario que real y por tanto se revelan como escenarios a modo.
En síntesis, ese proceso representa un modo de trabajar, una búsqueda de estímulos para la escritura —que en este caso resultan geográficos y culturales— y una forma de enarbolar aquello que Jorge Luis Borges afirma en “El escritor argentino y la tradición”, y que vale para todo escritor latinoamericano: “debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”.
HFV: Anfiteatro dialoga con la tradición de la novela de espías del siglo XX y, sobre todo, con el relato sobre conspiraciones. Quizá porque, en cierta forma, la gestación de las historias no oficiales está basada en la conspiración y en el poder de lo no dicho, lo que no se divulga abiertamente. Piglia y Borges son presencias no nombradas en el relato de Anfiteatro: la máquina que tergiversa el lenguaje para revelar lo insospechado; el detective letrado y, por ende, aparentemente condenado a fallar. ¿De qué forma se fueron incorporando estas (y quizá otras obras) en Anfiteatro?
AA: Inconscientemente uno vuelve a escribir, con sus humildes herramientas, lo que ha leído. El proceso de escritura de Anfiteatro fue muy extenso y, sobre todo, fue un proceso de aprendizaje. Cuando me propuse escribir esta novela no contaba aún con las competencias para concretarla a cabalidad, para desarrollarla con solvencia. A pesar de que uno lea con la intención de descubrir los mecanismos de la narración —que es como lee alguien con la intención de escribir—, en el momento en que uno intenta aplicarlos a una historia concreta no siempre calzan. Por tanto, durante el tiempo en que fraguan esas lecturas, en que te apropias de ellas, sientes que no avanzas o no consigues atar todo lo que has tendido en tus textos. Cuando finalmente se cumple o concluye ese proceso de apropiación de lecturas entonces te parecen mágicas las soluciones a una trama atascada durante años. Uno aprende sobre la marcha a escribir la novela que se ha planteado. Y, en efecto, en Anfiteatro concurren esas influencias directas, desde “La muerte y la brújula”, de Jorge Luis Borges; La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares; Las fuerzas extrañas, de Leopoldo Lugones; la máquina de Macedonio en La ciudad ausente, de Ricardo Piglia, su teoría del complot como motor de las vanguardias artísticas; y tal vez muchas más que no me es sencillo localizar aún en el texto. Soy consciente que esta novela tiene un carácter aglutinante que le confiere un aire pesado al incorporar todas esas influencias. Mi trabajo ha consistido en hacer más llevadera su lectura. No sé si al final lo he conseguido. De un modo u otro —y aquí me permito una paráfrasis—, la construcción de un escritor es similar al proceso de la ficticia máquina de Macedonio: se las arregla como puede, trata de captar la forma de las narraciones canónicas, y aprende a medida que narra. No hay más. Así se fueron incorporando a la novela esas lecturas y esas referencias.
HFV: En lo personal, encuentro que esa construcción aglutinante que mencionas crea no sólo el efecto de verosimilitud requerido sino la profundidad narrativa que caracteriza a la novela, en especial los motivos para averiguar lo que hay en torno al asesinato y, sobre todo, a las prácticas del ámbito artístico. Tras el aprendizaje que supuso la escritura de Anfiteatro, ¿cómo concibes la función lectora en un texto de ficción que, como el tuyo, desplaza la tarea del detective hacia quien lo lee?
AA: En Anfiteatro, como bien dices, el texto desplaza algunas tareas del investigador o, mejor dicho, las comparte con el lector. Por impericia, por considerar más atractivo el recurso o por buscar un cómplice, preferí recurrir a un investigador de ese tipo, un narrador que compartiera su experiencia y sus datos con los lectores, que temiera, dudase y se equivocara a su lado, e inclusive se hallara en la palestra de los sospechosos.
Prefiero postular mediante la escritura un lector que elabore sus propias conjeturas y trace una ruta personal ante los hechos que se le presentan, una ruta que más tarde podría coincidir con la resolución del enigma o contribuir a la creación de historias alternativas que expandan su experiencia de lectura y la tornen aún más gozosa; abogo por ese lector que firma un pacto de complicidad que me permite fabular en compañía.