Las ceremonias comunitarias presenciales cambiaron durante el año 2020, con la propagación a nivel mundial del COVID-19. La tragedia sanitaria modificó de forma radical las maneras del encuentro, de moverse en el espacio público, de delimitación de los sitios para la intimidad. El encierro obligado despertó reflexiones en torno al aceleramiento de la tecnología y el escaso o nulo contacto físico. La presencia corporal mediante imágenes; las imágenes que a su vez funcionan como un archivo “en vivo”; el repertorio online que aparece como un “estar allí” radicalmente distinto: todos estos cambios pusieron en entredicho las certezas construidas hasta el momento.
En el prólogo de El archivo y el repertorio —trabajo acerca de la memoria performática de América Latina— Diana Taylor aclara algunos aspectos sobre la recepción del libro: “una de las principales lecturas equivocadas de esta obra, a mi parecer, es que el ‘archivo’ y el ‘repertorio’ existían de forma binaria, uno opuesto a otro”. El planteo original de la autora es que el archivo existe “en forma de documentos, mapas, textos literarios, cartas, restos arqueológicos, huesos, videos, películas, discos compactos, todos esos artículos supuestamente resistentes al cambio” (17). El repertorio, en cambio, “requiere presencia, la gente participa en la producción y reproducción de saber al ‘estar allí’ y ser parte de la transmisión”.
Los señalamientos de la autora son, en principio, comprensibles: la diferenciación tajante entre objetos y teatralidades nos han llevado a callejones sin salida. Insiste en señalar malos entendidos: “si escribiera de nuevo el libro ahora —apunta— subrayaría que las tecnologías digitales constituyen otro sistema más de transmisión que, rápidamente, está complicando los sistemas de conocimiento occidentales, al plantear nuevas cuestiones en torno a la presencia, temporalidad, espacio, corporalización, sociabilidad y memoria (generalmente asociada al repertorio), y a cuestiones de derecho de autor, autoridad, historia y preservación (ligadas al archivo)” (17).
El problema que esboza Taylor sigue vigente. Ella ensaya una posible salida: “quiero argumentar que la era digital, que posibilita acceso casi ilimitado a la información, se desplaza constantemente, no marca el comienzo de la era del archivo ni simplemente una nueva dimensión de interacción para el repertorio, sino algo bastante diferente, que se nutre de ellos y simultáneamente los altera”. A su entender el binomio devino trinomio: hoy “lo corporalizado, lo archivístico y lo digital se yuxtaponen”.
Varias iglesias han asumido esta disyuntiva. Sin desconocer las complejidades entre los binomios cuerpo-herramienta o presencial-online, han optado por la reflexión profunda. Jeff Reed es un reconocido pastor evangélico. Su púlpito en línea se presenta como una iglesia phygital, una iglesia hybrid. Reconoce que las formas mixturadas de estos credos lograron mantener el vínculo durante la emergencia. “La iglesia online nos enseña dos lecciones”, afirma. “La primera es que la cantidad de discípulos se acelera cuando el evangelio se convierte en portátil. La segunda: que la salvación puede suceder en una sala de estar con la misma eficacia que en un auditorio”. Las afirmaciones del pastor interrogan la misma operatividad de ciertos rituales religiosos, como los funerales, encuentros del adiós, del duelo. Durante el primer año de pandemia y debido al riesgo de contagio, los entierros y cremaciones sólo podían ser acompañados por un mínimo de personas. En general, no más de dos. Varias naciones prohibieron toda reunión previa o posterior. En muchos casos los procedimientos debían contar con ataúd, aislamiento y bolsa protectora. Cada cuerpo debía portar una etiqueta que identificara el virus contraído. En países como Brasil, por ejemplo, que vieron desbordadas las condiciones de sepultura, se habilitaron terrenos anexados a los tradicionales camposantos.