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La lengua como territorio de identidad en Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías

Si bien la denominada etnoficción tiene una tradición larga en el cine mexicano (Liffman 2020: 256-257), en la segunda década del siglo XXI este tipo de productos audiovisuales ha asumido un tratamiento narrativo que intenta, en lo posible, problematizar las condiciones de desplazamiento y desarraigo a las que se ven expuestos los jóvenes y las infancias de entornos marginales, tanto rurales como urbanos. En específico, tres películas mexicanas recientes, El sueño del Mara’Akame (Federico Cecchetti, 2016), Sueño en otro idioma (Ernesto Contreras, 2017) y Ya no estoy aquí (Fernando Frías de la Parra, 2019), plantean algunos de los conflictos éticos y estéticos en torno a la identidad y a las lenguas originarias de México (preservación, diglosia, adaptación, entre otros), lo que indica una especie de tendencia en algunos largometrajes de ficción que aspiran a concursar en festivales internacionales y, además, atraer a públicos diversos; es decir, no sólo a la crítica cinematográfica especializada, sino también a las amplias audiencias facilitadas por el visionado mediante streaming.

A grandes rasgos, El sueño del Mara’Akame relata el viaje de un adolescente wixárika a la capital mexicana en busca de trabajo y diversión (oponiéndose a su destino, cuya herencia familiar masculina lo obliga a convertirse en chamán), mientras que la cinta de Contreras, Sueño en otro idioma, señala las contradicciones experimentadas por un joven lingüista en su intento por rescatar una lengua indígena, el zikril (cuyos únicos dos hablantes vivos están enfrentados desde la juventud y, a partir de dicho conflicto, no conversan entre sí), mientras que por último, ya en el ámbito de una ficción globalizada, Ya no estoy aquí, producida por Netflix, sigue el desplazamiento de un joven de las periferias de Monterrey forzado a migrar ilegalmente hacia Nueva York; en los tres casos, la lengua propia y la ajena se manifiestan como espacios simbólicos de identidad y determina los vínculos, la mayor parte de las veces infructuosos, que los sujetos en cuestión establecen con las culturas de los lugares a los que arriban. En las líneas que siguen abordaré el caso de la película más reciente, Ya no estoy aquí, ganadora de múltiples Arieles (entre ellos Mejor película, Mejor dirección y Mejor fotografía), elegida para participar como representante de México en los Oscar y nominada en los premios Goya como Mejor película iberoamericana.

En su libro Violencia e infancias en el cine latinoamericano, Andrea Gremels y Susana Sosenski señalan una estadística poco optimista que refleja un conflicto extendido en la región: “En América Latina y el Caribe ocurren hoy la mitad de homicidios de niños y adolescentes en el mundo. En la última década en México [de 2009 a 2019], se calcula que más de once mil niños murieron violentamente y más de cuatro mil desaparecieron. Cada día son asesinados tres niños o niñas en ese país” (2019: 7), lo que nos da una idea clara de que Ya no estoy aquí surge como la representación de una problemática real y fuera de control pues, tras el recrudecimiento de la violencia generada por la llamada Guerra contra el narcotráfico, iniciada en 2006 por Felipe Calderón, para muchos jóvenes, no sólo de la ciudad de Monterrey, sino de distintos estados del país, una de las opciones para eludir asesinatos, secuestros y enrolamiento al crimen organizado (principalmente en los cárteles de la droga) fue el desplazamiento intranacional y transnacional hacia regiones menos inseguras. En algunos casos, algunos tuvieron que trasladarse de modo forzado hacia los Estados Unidos, confrontándose con estilos de vida completamente distintos y con una lengua desconocida para ellos, como es el caso de Ulises Samperio (Juan Daniel García), protagonista de la película de Frías.

En términos onomásticos, la referencia al Odiseo de los poemas homéricos es transparente: Ulises Samperio deja Monterrey y cruza la frontera como ilegal hacia los Estados Unidos para llegar al barrio de Queens, en Nueva York. No va hacia la guerra, sino que escapa de una en su propio territorio. El Ulises de la película está físicamente en Nueva York, pero las representaciones visuales de sus sueños nos muestran que continúa en los suburbios de Monterrey acompañado por sus amigos, la banda juvenil llamada “Terkos”, chicos y chicas de un barrio marginado con los que comparte códigos de identidad cultural y generacional. El texto del epígrafe de la película afirma: “Hace algún tiempo en el noroeste de México y en particular en la ciudad de Monterrey, floreció un movimiento contracultural que por su amor a la cumbia se autodenominó ‘KOLOMBIA’.”

Fig. 1, Terkos

Como Odiseo, Ulises regresa a su ciudad meses después para encontrarse con que la banda de jóvenes de la que formaba parte se ha desintegrado: quien se enroló al narcotráfico ha sido asesinado, otro más se volvió cantante de hip-hop cristiano, y muchos otros han abandonado el barrio. De su familia de sangre (su madre y sus hermanos) no volvemos a saber. Así, la vuelta a su Ítaca personal es ambigua, pues no sólo ha cambiado la estructura grupal, sino que la restitución de la comunicación con ellos resulta, ahora, imposible. En este sentido, la incomunicación reiterada, tanto a nivel de lengua como culturalmente, es uno de los núcleos de reflexión del film.

Ulises no tiene ningún rudimento del idioma inglés, lo cual, en apariencia, no es obstáculo en los primeros días de su estadía neoyorkina, pues el círculo por el que transita y los compañeros con quienes llega a vivir hablan con él en español. No se trata de un relato de integración al nuevo país, sino de la supervivencia en un entorno desconocido en todos sus aspectos: aunque no se hace explícito, sabemos que el joven no conoce ninguna otra región mexicana y quizá nunca haya salido de Monterrey. Su ambiente, por lo tanto, se limita a un barrio periférico, e incluso el centro de la ciudad donde nació está figurado como un terreno ajeno y distante al que difícilmente tiene acceso, como se tematiza en muchas otras producciones fílmicas sobre juventudes cuya condición precaria se acentúa frente al desarrollo económico de las urbes por la que incursionan, circunstancia visible, por ejemplo, en las cintas brasileñas Pixote, a lei do mais fraco (Hector Babenco, 1980) y Cidade de Deus (Fernando Meirelles, 2002), las francesas La haine (Mathieu Kassovitz. 1995) y Les misérables (Ladj Ly, 2019), y la primera de las tres partes de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000).

Fig. 2, Ulises bailando en la periferia de Monterrey

Más aun, el territorio de la lengua de Ulises se limita a una variante del español de México, donde Kolombia (con K), más que al nombre de un país, remite a un género musical y al modo de bailarlo, la cumbia rebajada, es decir, la cumbia colombiana con tempo más lento al original. Para el joven, la comunicación se ha visto truncada desde el entorno familiar, en particular con su madre, quien suele pedirle que salga de casa para que no la moleste, hecho que se acentúa por el carácter huraño de Ulises, renuente a socializar con individuos ajenos a su grupo cercano, los únicos con los que logra establecer vínculos afectivos a través de la música, el baile, los cuidados mutuos en la calle y la noción de pertenencia colectiva (Muñoz Velázquez 2021).

En Nueva York, su relación de amistad con Lin (Xueming Angelina Chen), una joven estadounidense de origen chino, se presenta como una oportunidad para franquear las limitaciones de comunicación, puesto que se muestra amable e interesada por la excentricidad de la vestimenta y del peinado de Ulises. Salvo sus amigos y amigas regiomontanos, Lin es la única persona de su edad que pretende conocer a Ulises a lo largo de su viaje y de su estancia norteamericana. Inclusive la joven recurre a un vecino que habla español (hijo de mexicanos) para que les sirva de intérprete y puedan sostener una primera conversación básica sobre su procedencia y el significado de sus bailes (fig. 3). Pese a ser de la misma edad, los dos chicos estadounidenses no comparten, por el momento, ningún código generacional con el recién llegado: Lin y el muchacho que traduce han crecido en un ambiente multicultural, mientras que Ulises es un sujeto claramente desarraigado y sin más canales de enlace que la música y el baile. En consecuencia, es por medio de las canciones de cumbia rebajada que Ulises y Lin conectan finalmente: en un café internet él le muestra videos de Youtube donde está bailando con los Terkos, nombra a cada uno de los integrantes del conjunto e intenta explicar la configuración y distribución de las distintas bandas de su barrio, escena que nos permite mirar, si bien de manera un tanto forzada y ostensible, la variedad étnica de los jóvenes que también utilizan ese café internet como forma de comunicación (fig. 4).

Fig. 3
Fig. 4

Sin embargo, esta posibilidad de vinculación entre ambos adolescentes se rompe por el carácter de Ulises, incompatible con el entusiasmo de Lin y las diferencias de los entornos en que se criaron. Esto se presenta visualmente en una secuencia corta en que Ulises observa con atención a un joven cantando y tocando la guitarra en el metro. No se atreve a acercarse, entre sorprendido y curioso, pues está frente a otra circunstancia de establecer un lazo simbólico con el espacio que lo recibe, ahora a través de la música callejera. En ese momento, los hombres con quienes compartía departamento y que lo estaban persiguiendo lo encuentran en el andén, lo arrastran hacia afuera de la estación y le dan una golpiza. Con ese intento fallido de vínculo mediante la práctica musical se detona en la trama, aún más claramente, la nostalgia del sitio que tuvo que abandonar y, al tomar conciencia de ello, sobreviene el castigo físico, que encarna el castigo de la memoria.

Aunque en general toma cierta distancia del nacionalismo institucional, Ya no estoy aquí se vuelve un relato de la exploración de la melancolía del idioma materno como zona de identidad. No del concepto de la patria como Estado, nación o espacio geopolíticamente enmarcado, sino del círculo de amistades que el protagonista se ha visto obligado a dejar a causa de la persecución y de la violencia. Si al exterior de su barrio Ulises está imposibilitado para comunicarse, en Estados Unidos sus experiencias prácticas e incluso oníricas le recuerdan que el español, y sobre todo la música y el baile, es su territorio, lo cual se ve figurado en el encuadre que emula, con los colores de luces neón, el verde y el rojo de las franjas de la bandera mexicana, y al centro, en el lugar del escudo nacional, la cara del joven migrante (fig. 5).

Fig. 5

La desdramatización de la puesta en pantalla establece un balance con el drama mismo que se relata, y por ello los giros de tensión del argumento son, casi siempre, eficientes en los tres actos de la película. La violencia generalizada se encuentra en la rutina de Ulises, desde la pérdida de su hermano mayor por conflictos entre pandillas hasta su deportación de los Estados Unidos hacia México. A pesar de que podemos hablar de un film que recurre a los tópicos del drama sobre migrantes, Ya no estoy aquí se centra, como he mencionado, en el drama de la incomunicación persistente. Esto, junto con la desdramatización del tratamiento de la historia, es representado en la secuencia de violencia más explícita del largometraje: la ejecución de tres miembros de una banda del barrio de Ulises, cuyo único sobreviviente, al verlo cerca, supone que él estaba al tanto del ataque de la pandilla contrincante y entonces lo amenaza de muerte. Así, la película explicita que el desplazamiento forzado al que se ve sometido es generado por una confusión. Aunque la ejecución bajo la ráfaga de balas se muestra a cuadro, la cámara se desplaza rápidamente hacia la figura de Ulises, a quien vemos cubriéndose la cabeza a pocos metros de los cadáveres (fig. 6). La hilera continua de los impactos de bala en la pared, y la sangre proyectada, dan la idea de que el protagonista se ha salvado de la agresión sólo por suerte, y a partir de ahí comienza su huida física.

Fig. 6

Parte de la desdramatización de la película está en la ejecución audiovisual de los sueños de Ulises. Contrario a las convenciones cinematográficas que plasman lo soñado como un ámbito con lógica distinta a la realidad de los personajes, en una estética alterada gracias a filtros, ralentización o desproporciones escénicas, los sueños del protagonista son “literales” (sin modificaciones en la colorimetría ni en el diseño sonoro, por ejemplo), y en todos ellos conviven los miembros de su banda. Mientras está en Nueva York, Ulises no sueña con su familia nuclear ni con el temor latente de los asesinatos que atestiguó, sino con los momentos de alegría experimentados con quienes tenía la capacidad de comunicarse, añorando su lenguaje propio y su espacio. Por ello, en dichas secuencias, vemos escenas de tipo idílico con las chicas y los chicos de la banda de los Terkos y el centro de Monterrey al fondo. Sentados en la orilla de una construcción inacabada, que en la película simboliza el hogar íntimo de su “familia” juvenil, atestiguamos un tiempo estático, el del recuerdo de Ulises, ya que es en la reminiscencia y la ensoñación donde él “sigue estando” (su área de identidad), sitio al que nosotros, como espectadores, no tenemos acceso, de la misma forma en que visualmente se enfatiza la lejanía de los Terkos con los privilegios urbanos ilustrados por los edificios más altos de la ciudad.

Fig. 7

La vuelta de Ulises a Ítaca se consuma gracias a su deportación. Luego de vagar por Nueva York, unos policías lo trasladan a un centro de detención para indocumentados y llega su turno para ser devuelto a México. No regresa cargado de objetos ni de regalos, sólo de experiencias, la mayoría negativas. La secuencia de desenlace presenta a Ulises en busca de sus amigos, pero la banda ya no existe. En su lugar hay sepelios, individuos disgregados que han tenido que crear nuevos lazos comunicativos, con el crimen organizado o con la religión. Al parecer, a su regreso la violencia es aún más severa que antes. Por ello la escena final muestra una invasión de jóvenes armados dirigiéndose al centro de la ciudad: toman avenidas, destrozan autos, y una multitud de bandas similares a la de los Terkos descienden de las periferias, mientras filas de autos policiales con las sirenas encendidas circulan en flujo contrario. Ulises no participa en las revueltas, sino que baila ahora solo, como el último de los Terkos. Vuelve al lugar del que no pudo desprenderse para, ahora, encontrarse a sí mismo, comunicándose consigo y con la identidad que la música y el barrio le confirió y de la que no pudo desprenderse. Como en toda ficción desdramatizada, no se proporciona un final feliz, pero tampoco trágico, y el tono del desenlace, como el de la mayor parte del largometraje, esconde mucho más de lo que narra en realidad: las peripecias del exilio, la persecución juvenil y, sobre todo, las barreras de la comunicación en una época sumamente violenta.

Fuentes

Frías, Fernando (director), Ya no estoy aquí (película), México: Panorama Global, PPW Films, Netflix, 2019.

Gremels, Andrea y Susana Sosenski (eds.), Violencia e infancias en el cine latinoamericano, Berlín: Peter Lang, 2019.

Liffman, Paul, El sueño del Mara’akame. Etnoficción, alocronía y modernidad indígena, Encartes, vol. 3, núm. 5, marzo 2020-agosto 2020, pp. 256-264 https://encartesantropologicos.mx/liffman-sueno-maraakame-etnoficcion-alocronia

Muñoz Velázquez, Selene, “Entre la humillación y la nostalgia: los efectos de la migración forzada a través de la película Ya no estoy aquí”, Enpoli. Entre Política y Literatura, enero, 2021, http://www.enpoli.com.mx/cine/entre-la-humillacion-y-la-nostalgia-los-efectos-de-la-migracion-forzada-a-traves-de-la-pelicula-ya-no-estoy-aqui/

Acerca del autor

Héctor Fernando Vizcarra

Investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. Traductor literario. Co-coordinador del volumen Crimen y ficción. Narrativa literaria y audiovisual sobre la violencia en América Latina…

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