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Dijque que dijque que dijque: el revoltijo geo-lógico/político en Los estratos de Juan Cárdenas

Ponencia leída en la mesa “Memoria y relatos de ficción” (XL Congreso IILI, Colegio de México, 9 de junio 2014)

En su último libro, Cathy Caruth (2013), una de las mayores exponentes de los Trauma studies, vuelve a formular unas preguntas que nos asedian hace ya –por lo menos– un siglo: ¿Qué significa para la historia –escribe– el hecho de desaparecer? ¿Y qué significa hablar de una historia que desaparece?

Voy a interrogar la novela del escritor colombiano Juan Cárdenas, Los estratos (Periférica, 2013), revirtiendo por el momento estas preguntas: ¿Qué significa para la historia –diría– el hecho de asediar el horizonte de lo visible? ¿Qué significa hablar, narrar una historia que sigue apareciendo?

Me interesan tales interrogantes porque creo que este texto responde de manera atrevida y compleja a cierto fenómeno actual de la literatura –no sólo latinoamericana– así como de la crítica y la teoría –no sólo literarias. Me refiero a una suerte de gramaticalización de las ficciones y los discursos sobre memoria y al hablar de gramática, apunto hacia el consolidarse de paradigmas que podemos saquear, usar, repetir o, en el mejor de los casos, desviar para armar nuestros relatos y discursos. Se instituyó algo así como una retórica incluso de lo que ha sido y sigue siendo más productivo en la idea y la práctica de la memoria –o de una contramemoria– como renarración de la historia. Y así nos enfrentamos –esto es lo que más me importa– también con una gramática del fragmento, la fragmentación, los vacíos, lo no-dicho y hasta lo indecible de lo que ha desaparecido y hay que seguir buscando. La memoria, decimos, es lo que por definición rehúye cualquier narración acabada, cumplida, y así cualquier totalidad; quizás no tenga otra alternativa que la de señalar sus mismos huecos, sus fallas, sus imposibilidades. Dicho lo cual, Cárdenas nos permite pensar el riesgo de una reincidencia de estas «formaciones discursivas» que puede llegar a contradecir nuestras mejores intenciones.

Los estratos, en efecto, empieza retomando tales retóricas, para movilizarlas hacia otros territorios; su trama es tan sencilla que desde el principio –creo– se plantea como un despiste y una estrategia irónica: un personaje-narrador de clase alta es asaltado, de manera muy –quizá demasiado– involuntaria, por un recuerdo de infancia. El recuerdo es borroso y de inmediato ambivalente: se refiere a la «felicidad de la infancia: olor de aguas aceitosas, limo, residuos tóxicos, olor del mar apretado en una bahía sucia» (p. 11, cursiva mía). Al comenzar la lectura, es posible que pasemos por alto este choque con una felicidad intoxicada desde la primera página. Luego, paulatinamente, nos damos cuenta que la escritura de Cárdenas funciona así o, mejor dicho, no-funciona, desactiva cierta economía de la lectura en pos del sentido –incluso el del sinsentido, de lo incompleto, de lo desaparecido– y nos deja a la deriva, como sus personajes. Esa deriva, sin embargo, se llena y nos rodea con la materialidad de un montón de objetos, lugares, cuerpos, tiempos y apariciones, cada uno con sus respectivos –mas indistinguibles, porque imbricados– lenguajes. Lo importante, me parece, es esta exuberancia y este exceso que se manifiesta a través y en contra de una aparente legibilidad y linealidad del relato. Linealidad incluso del recuerdo que no se logra recordar.

Mi hipótesis, pues, es que Cárdenas retoma el paradigma de la memoria quebrada, irreconstruible, silenciada para, en realidad, dejar pulsar el ruido de la historia en cada rincón que se le aparece al protagonista, al texto y al lector. Ese zumbido –y la referencia es a otra importante novela suya (Zumbido, 2010)– es la constante figuración y desfiguración de conflictos insoslayables del presente-pasado y del futuro por-venir. Conflictos de clase, raciales y culturales que están al centro de su intervención literaria en la actualidad colombiana y latinoamericana.

Y así quiero empezar describiendo la novela con lo más evidente, esto es, con su decisión por un narrador de este tipo: blanco, heredero de una empresa paterna al borde del quiebre (quizá por su culpa), con un historial de fluctuación psiquiátrica (de “locura”, pues), casado con una hermosa mujer de pueblo quien, sin embargo, remueve su pasado y lo abandonará en el momento de mayor crisis. En un texto que publicó en este blog, Jezreel Salazar definió al narrador de la novela como impotente. En esta impotencia, sin embargo, reside la potencia del texto. Desde el principio, se relata un proceso de desposeimiento social y psíquico del personaje, una desapropiación de todo lo que podría definirlo (trabajo, matrimonio, estabilidad). Esta condición es la que habilita el dispositivo narrativo de la novela para que, como por un principio de “porosidad”, deje filtrar los sedimentos de pasados y cada vez nuevos e inminentes terremotos. No es por casualidad que los títulos de sus tres partes reactiven cierta semántica geológica: “Falla”, “Sedimento”, “Terremoto”. Pues el desapropiarse de la voz narrativa le permite al relato volverse dis-ponible hacia un exceso de fuerzas contrastantes que sólo difícilmente se logran controlar. Estratificación geológica, estratificación social, estratificación lingüística: «Todo se solapa con todo, y reverbera», nos dice el narrador (p. 92).

Y así no hay que dejarse engañar, al menos no completamente, por los resortes de la trama. De manera en cierto sentido previsible, ese recuerdo al que no se logra dar forma desprende una búsqueda, y la investigación de la memoria se junta, como muy a menudo sucede, con el tropo del viaje. Cárdenas no se detiene y añade más y más paradigmas: el objeto de la pesquisa será su nana negra de la infancia, quien en el recuerdo aparece tomándolo de la mano y conduciéndolo por una ciudad portuaria poblada casi por completo por afrodescendientes. El viaje se convertirá en una profundización geopolítica de la estratificación social, cuando el personaje se interne en el Sur del país, hasta los lindes de una no nombrada Buenaventura, ciudad en la cual el actual silenciamiento del decenal conflicto colombiano por parte del discurso oficial, se derrumba míseramente bajo índices de asesinatos entre los más altos en el mundo.

El relato podría adquirir, así, tintes de expiación de clase. La novela se preocupa de disiparlas. O, cuando menos, de parodiarlas, de interrumpirlas. En un diálogo del narrador con su ex-psiquiatra, ésta nos describe, de manera desenfadada y cínica, la trama de la novela. Dice: «¿Y por qué no la buscás? Buscá a tu nana, idiota, así de simple. [así de simple es escribir una novela sobre memoria, pues]. Un colega competente diría que estás fermentando un sentimiento de culpa de diez mil putas, dice, ya sabés, la lucha de clases, compañero. Querés que te perdone por ocupar tu lugar en el mal reparto. Buscá a tu nana, hacé que te absuelva en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Y listo. / Nos reímos» (p. 123).

Cuando al principio hablaba de trama (y textura) irónica, me refería, de manera específica, al ensayo de Paul de Man que investiga la ironía como «parábasis permanente». Esa práctica narrativa en la cual, por ejemplo, el coro de la comedia griega interrumpía la acción dramática y, dirigiéndose directamente hacia el público, introducía otra interpretación de la historia. Aquí es como si la psiquiatra esté hablando, de manera parabásica, con el lector. La paradoja, en el límite, aporética de de Man es la siguiente: ¿cómo puede una parábasis, una interrupción ser permanente? Hay que relacionar la parábasis con la noción de inminencia: lo permanente es el hecho de que el relato, o un horizonte de sentido, en cualquier momento pueden detenerse, desviarse, reverberar: solaparse con otras lógicas, por la llegada de una alteridad que neutraliza la posibilidad misma de decidir sobre un sentido fijado una vez por todas.

Cárdenas crea este tipo de experiencia en el texto y en el lector. Y lo que provoca la parábasis en su novela es precisamente una conflictualidad social y política que se inscribe en los cuerpos, en los objetos y en el lenguaje, haciendo que este último se deslice hacia un movimiento metonímico potencialmente infinito.

Voy a intentar darles ejemplos y citar lo más rápido posible algunos fragmentos. Comenzaría por el epígrafe de Horacio, misma que sufre ese tipo de migración a lo largo de la novela. De manera claramente paradójica y absurda por sus tiempos, y no sabiendo lo que estaba prefigurando, escribe el poeta latín: «Si un pintor quiere unirle a una cabeza humana la cerviz de un caballo y ponerle plumas diversas a un amasijo de miembros de vario acarreo, de modo que remate en horrible pez negro lo que es por arriba una hermosa mujer, invitados a ver semejante espectáculo, ¿aguantaréis, amigos míos, la risa?» (p. 6).

En una de sus derivas, el personaje termina en la casa de una tía, perteneciente a una de las «ramas humildes de la familia» (p. 31). La casa sigue enlutada por la muerte del tío. Allí, al sentarse en la cama del difunto, se reactiva de nuevo el recuerdo de la nana y, a la vez, el del muerto (relacionándolos macabramente). El tío había sido «chulavita»: miembro de una autodefensa durante el periodo que en Colombia se define, a secas y con mayúscula, La Violencia. Él le contaba de cuando despedazaban cuerpos y los volvían a ensamblar como en el texto de Horacio. Así:

a los jefes les parecía chistoso. Le pregunté si a él le parecía chistoso y me contestó que a veces sí. Imaginate eso, dijo, como una máquina rara, hecha de pedazos, con una pata aquí, un brazo por allá, las pelotas colgando. Yo lo pensé un momento y como se me salió una sonrisa no me quedó más remedio que darle la razón. Era chistoso. Y no era chistoso. Qué miedo, le dije. […] ¿Miedo?, dijo. Pavor, mijo, Virgen Santa. Los gritos que pegaba el indio masón ese. No paró de gritar ni siquiera cuando le moché la cabeza. La cabeza sola seguía gritando pero el grito se oía como que le salía del pecho. Y cuando los muchachos armaron el florero, la máquina enterita seguía sonando con pies y manos y todos se reían menos yo, que estaba boquiabierto viendo esa cosa, ese aparato que más que florero parecía una antena, una antena que no dejaba de botar señal, un pitido muy agudo que los demás no escuchaban y que iba cogiendo cada vez más forma de palabra y con tanta carcajada yo no podía entender lo que decía. Y yo quería saber qué decía, si era que decía algo. Pero con tanta carcajada no se podía oír nada (pp. 37-8).

La novela de Cárdenas funciona, me parece, de esta manera maquínica, como la tentativa del tío continuamente interrumpida por una carcajada, por charlas, por títulos de periódicos, por más y más reverberaciones. Más allá de memorias involuntarias, tentativas hipócritas de reconciliación de clase o viajes a la memoria, esto es, más allá y fisurando estos paradigmas, todo movimiento en el texto produce tales fricciones. Estas fricciones son su trabajo de memoria. No sería siquiera necesario, para el personaje, ir a la selva, como para reactivar también el fantasma de La vorágine. No sería necesario tampoco acumular –en paginas semi-ajenas y distanciadas del relato– retazos de voces, hablas transcritas junto con fragmentos de periódicos, publicidades etc. «Y entonces dijque que dijque que dijque que dijque dijque dijque dijque dijque dijque dijque dijque SE ACONSEJA LA CONVENIENCIA DE INFLAR EL MEDIO CIRCULANTE 7 de noviembre de 1931 Una commission de senadores que estudió el proyecto que extiende las facultades extraordinarias Oiga…» (p. 132).

A lo que apunta la novela en todo momento es a esta capacidad, esta misma potencia de ver y oír el ir y venir de contradicciones y horrores sociales, violencias políticas, racismos y colonialismos redivivos y longevos hasta en las palabras, objetos y prácticas más cotidianos y anodinos.

La palabra deja de significar, no significa tampoco un no-significar, sino que en sus momentos de extrañamiento más extremos, se disuelve en la materialidad de su letra. El lector puede tener experiencia de estas colisiones, de su violencia. El resultado es una reactivación de la memoria mucho más poderoso que cualquier relato sobre la imposibilidad del relato.

tenía metida en la cabeza la pendejada de que follar era un lenguaje aparte, sin vasos comunicantes con las palabras normales, cuando en realidad todo estaba mediado, tamizado por esbozos de un lenguaje en ruinas y por una turbulencia que peinaba los contornos de las palabras, como quitándoles la caspa del significado. Ella no, ella hablaba y hablaba con un lenguaje que traía de otro barrio, me echaba todo su subdesarrollo en la cara y decía papi, apretame fuerte, papito, quebrame, papi, que esto es para que vos lo rompás. [y…] era como arrastrarse en un charco de lodo y descubrir que uno está hecho de ese mismo lodo […] Una materia prima para hacer cualquier cosa, de verdad cualquier cosa. Las reglas, lo verosímil, todo eso se borraba, no quedaba ni la cáscara. Ya no estaba allí. Las cosas terminaban todas y volvían a empezar revolcándose en ese lodo, una revolución de la materia prima de la que dependía todo, una verdadera lucha de clases […] todos los miembros sin nombre en la sintaxis de la gran antena, en las emisiones de la gran antena, […] entregados a la babosa tarea de despescueznarizorejar y ser despescueznarizorejados (pp. 95-7).

Como vemos, no se trata de una historia que desaparece sino, al contrario, de lenguaje y cuerpos y una materia prima de la letra que en todo momento se enfrentan con la aparición de la historia. Aquí no hay ninguna política de la representación del otro, por ejemplo, sino una parábasis permanente y espectral que nos hace suspender nuestras gramáticas de la memoria, para asistir al escenario de una violencia ininterrumpida. Y esto se vuelve posible por esa impotencia que es la verdadera potencia de la novela. Una idea de lenguaje que es común, porque no es propio, ni propiedad. De una historia común, que se desapropia continuamente de sus presunciones de nombrar, traducir, poseer y así violar tiempos, acontecimientos, conflictos. De manera que, en su gradual acercamiento al Pacífico colombiano, a las comunidades de afrodescendientes y al desvelamiento frustrado del objeto de su búsqueda, el personaje en realidad va en contra a la radicalización del estallido de lenguaje, mundo y psique. El final de la novela, lejos de proponer una solución conciliadora, desgarra cualquier parábola de la recomposición como política del reconocimiento: la que cierta retórica que todos usamos define alteridad del otro excluido y marginado, su historia aplastada no se traducen en re-presentación, no entran al lenguaje, no son capturados por la novela, sino que la fisuran, la hacen temblar en un “revoltijo” que no significa sino una herida abierta y (hasta tipográficamente) visible en la páginas que cité: una falla que –nos dice al final una voz sin rostro– «desperdura» (p….). Y en el desperdurar, palabra ya de por sí intraducible y parabásica, que afirma y niega a un tiempo, se apunta hacia un perdurar fuera de cualquier narración lineal y completa, sí, pero también fuera (y desplazando) la inflación de las retóricas de lo inefable. Desperduran, esas heridas, tal vez, como los espectros; que no pueden morir, porque ya están muertos, y siguen regresando; que aparecen, escribe Derrida, haciendo desaparecer lo que representan, privándonos de la presunción de decidir si la memoria viene del pasado o del futuro.

Caí en otra retórica. Estoy muy consciente de ello. Es difícil escapar. Seguiré pensando en esta ponencia, esperando a un Coro que interrumpa también –otra vez– cierta presunción interpretativa que, ojalá, no los haya molestado demasiado.

Bibliografía

 

Caruth, Cathy. Literature in the ashes of history. Baltimore: John Hopkins University Press, 2013.

Cárdenas, Juan. Zumbido. Madrid: 451 Editores, 2010

___. Los estratos. Cáceres: Periférica, 2013.

Salazar, Jezreel. “Juan Cárdenas o la memoria como imposibilidad”. <https://goo.gl/MKQNDe>

Acerca del autor

Eugenio Santangelo

Doctor en letras por la UNAM. Estudió la licenciatura y la maestría en la Universidad de Bologna (Italia). Es profesor Asociado de Tiempo Completo en el Colegio de Letras Modernas…

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